GRANDES TEMAS - GRANDES HISTORIAS

E c u a d o r - S u d a m é r i c a

miércoles, 30 de diciembre de 2015

EL ÚLTIMO DÍA DEL AÑO...

Por Abdón Ubidia
 
No creo que en ninguna ciudad del mundo, el último día del año se sienta tan sobrecogedor, tan cargado de presagios, si esa es la palabra, como en mi ciudad. En el aire quieto de un invierno –por estas fechas casi siempre en receso–, se huele el misterio, el olor de lo que no se conoce, de lo que se conoce apenas, o de lo que se presiente y no se puede precisar. La ciudad misma se transforma. 

De pronto uno vuelve la mirada y se encuentra con una mujer vestida de negro, que detrás de una careta de cartón, suplica, implora una limosna, mientras gime, lastimera, con una voz fingida. Es una "viuda". Es decir, un niño o un muchacho que se ha disfrazado así. Por algún lado estará la tarima resguardada de palmas o ramas de eucalipto con un muñeco de trapo de tamaño natural, un "año viejo" que agoniza y que será quemado a la media noche. Y las viudas y los años viejos son legión. Están en todas las calles y los recovecos. En aquello hay juego, hay algarabía. Pero también hay una ubicua, avasallante mención a la muerte. 

Por eso, mientras avanza el día treinta y uno de diciembre, nadie, aunque sólo sea por un momento, puede dejar de sentir el frío, el escozor de lo incierto. Por eso también, mientras un locutor histérico y borracho cuenta en alguna emisora los últimos segundos del año, las familias se estrechan, se juntan, se abrazan, como nunca lo hacen: quieren perdurar y tienen miedo. Puede ser que en el próximo año, alguno de los presentes que abraza y besa y brinda y ríe, ya no esté más.

jueves, 24 de diciembre de 2015

LA INCONSECUENTE NAVIDAD

Por Lucrecia Maldonado

Cuando en ocasiones y en ciertos ámbitos afirmo que no creo en la existencia histórica del personaje de Jesús de Nazaret, las personas en mi entorno reaccionan de maneras un poco más insólitas que mi afirmación. Algunos responden, como en un acto reflejo: “Sí existió”. Hay quien simplemente me mira con algo muy cercano a la repulsión y luego cambia abruptamente de tema, como si no mereciera la pena detenerse en algo tan aberrante como mi afirmación. Corre por el mundo a mi alrededor no la creencia, sino la certeza de que soy atea. Porque en el Quito en donde yo me desenvuelvo solo caben tres posibilidades: católica, evangélica o atea… ah, y una cuarta que no se menciona por temor reverencial a las oscuras fuerzas del universo dark: satánica.

En realidad, estas incidencias me divierten un poco. No creo en la existencia histórica de Jesús de Nazaret, pero me parece que, al menos desde mis intenciones, me esfuerzo por seguir sus enseñanzas con mucho mayor empeño que bastantes de aquellos que se perturban cuando lo afirmo.

Hace algunos años llegó a mis manos la obra del filósofo inglés Bertrand Russell, Por qué no soy cristiano, en donde la premisa básica dice que en realidad, en el mundo en que vivimos, nadie puede llamarse cristiano ni cristiana. Y recuerdo una frase, un poco despiadada, como todas las suyas, de mi amigo Ramiro Diez, quien exclamaba en su programa de radio: “Si existe un cristiano, yo le quiero conocer”. Porque las enseñanzas del personaje cuyo nacimiento celebramos en estos días no se han hecho carne ni realidad en nuestro mundo de los albores del siglo XXI. Al menos no de la manera notoria y transformadora que él pretendió. Dos mil quince años de cristiandad no han logrado algo tan simple, por ejemplo, como que quienes se dicen cristianos amen a su prójimo como a sí mismos… por comenzar por un mandato sencillo. Mucho peor si nos fuéramos por temas como uno citado por Russell: “Si alguien te golpea en la mejilla derecha, ofrece la izquierda”… o viceversa. ¿Quién lo haría?, pregunta el filósofo inglés, y repreguntamos muchos. Nadie. Ni el mismo Jesús, cuando fue el momento, lo hizo, según el relato evangélico, pues cuando uno de los esbirros de los miembros del sanedrín le golpeó una mejilla él no ofreció la otra, sino una inteligente respuesta, impropia de un hombre en pánico ante la inminencia del suplicio: “Si he hablado mal, dime en qué me equivoqué; y si no, ¿por qué me pegas?”

Las fiestas navideñas (en realidad celebración camuflada del solsticio de invierno) son la prueba más fehaciente de la traición descarada a las enseñanzas de Jesús. Comenzando porque se celebra el nacimiento de un líder espiritual con un despliegue de bienes materiales que no veas. El supuesto aniversario de aquel que no tenía dónde reclinar la cabeza, según menciona el mismo texto doctrinal, se hace en medio del boato y del derroche monetario y económico más grande del año. Y sí: así funciona el mundo y de hecho mucha gente asegura buena parte de la economía del año siguiente en estas épocas. Sin embargo, ¿por qué se hace todo en nombre de Jesús, el rebelde de Galilea, el defensor de los pobres, el que proclamó que “más fácil es que un camello pase por el ojo de una aguja antes que un rico entre en el reino de los cielos”?

Por supuesto que también son fiestas de amor al prójimo y calor familiar. Lo que, en muchas circunstancias hace que quienes se encuentran solos la pasen doblemente mal. Sin embargo, tal vez por ahí se podría rescatar esa sencillez de las fiestas navideñas en familia: no la ostentación de las novenas repletas de especialidades culinarias, sino la sencilla reunión familiar en donde se compartía el calor del ágape cotidiano; no la competencia por quién da el regalo más ostentoso, sino el don de sí mismo, el abrazo, el calor de la compañía y el compartir con los seres queridos. La música de los villancicos acompañando el arquetipo del niño renacido. La flor de la inocencia. La ternura de una pareja que se apoya mientras busca un lugar donde dar a luz a su niño. La sencillez de los animalitos que acompañan, la solidaridad de los pastores, la integridad de los Magos de Oriente… Todos valores arquetípicos y profundos que sobrepasan la objetividad histórica del mito. 

Si se recuperara la sencillez de una celebración entrañable y familiar tal vez la navidad dejaría de ser el inmenso y contundente contrasentido al que nos enfrentamos cada fin de año. Y también si es que quienes se dicen cristianos, en lugar de juzgar a quienes tenemos la valentía de confesar que no lo somos, supieran practicar honestamente lo que enseñó el hermoso arquetipo de un líder al que muchos dicen amar, pero cuyo ejemplo casi nadie sigue.

martes, 22 de diciembre de 2015

VITRINA NAVIDEÑA

Por Abdón Ubidia

Al cristal llegan todos los reflejos. Las gentes que pasan. Los rostros que se detienen absortos y se asoman a la vitrina. Dentro de ella, los arreglos más diversos muestran todas las mercancías del mundo. Allí están. Relucientes. Refulgentes. Se brindan al transeúnte como vivas promesas.  La vitrina es un recinto misterioso. Es el espacio de lo Ajeno. De lo que aún no tenemos. O de lo que no tendremos nunca.

El cristal de la vitrina refleja muchas cosas. Pero también refleja nuestro deseo de lo que no tenemos. Es la imagen cabal de la seducción. Hay una coquetería propia de la vitrina. Allí las mercancías piden ser apropiadas, poseídas. Se ofrecen como esclavas animosas. Puede que no sean lo que parecen ser. Pero ese es el viejo oficio de la seducción. Las niñas bellas lo saben bien. Deben embellecerse más. Para eso se inventaron los cosméticos y las modas. Las niñas feas lo saben mejor: tendrán que redoblar sus artificios. Rellenos, máscaras faciales, perfumes insinuantes les ayudarán. Al igual, las mercancías se enmascaran con oropeles y embelecos fastuosos. Y requieren de un escenario no menos insinuante: la vitrina.

Pero el juego seductor es elusivo. Precisa de resistencias que vencer. Objetos al fin, las mercancías solo oponen una condición: su precio. Entonces aparece en escena el dinero. El siempre escaso dinero. Ni todo el oro del mundo podrá comprar todas las mercancías de ese mundo. La ley de la oferta y la demanda falla desde el principio. Siempre la demanda superará a la oferta. Tal el secreto de la economía: la escasez. Porque lo que se demanda (un mendrugo o un diamante) es lo que no tenemos. Por el contrario, "la ley del deseo", es implacable y perfecta: deseamos lo que no tenemos. Los ricos la experimentan en carne propia: quieren ser más ricos. Del otro lado del cristal de la vitrina, los pobres la sufren doblemente.

La verdad de la vitrina cunde por el mundo. La sociedad de consumo propaga esa verdad por los medios más diversos. Cada avance tecnológico es aprovechado por ella de inmediato. Las impresiones de alta calidad y el full color instalaron vitrinas fijas en periódicos y revistas, pues eso son los anuncios publicitarios. Luego, el televisor se convirtió en una vitrina viviente en el mismo espacio íntimo del hogar, en la cual las ciudades, los mares y los continentes son solo la escenografía de un mercado avasallante. El Internet potenciará ese modelo. Es la vitrina infinita de mercancías infinitas. Frente a otro cristal -la pantalla electrónica-, el individuo moderno cree poseer el mundo. Pero solo imágenes tiene a su haber. Ni todo lo que ve son mercancías. Ni todas esas mercancías son mucho más que un embrujo hipnótico. A veces son innecesarias, otras, ni siquiera existen. Son la imagen virtual de una economía virtual en la que, en todo el planeta, el valor de cada transacción mercantil genera valores financieros de casi 400 veces más, es decir, puros papeles. Acaso la verdad de la vitrina del mundo actual sea, en el fondo, tan imaginaria, como el sueño. Y tan frágil como el cristal.

Hoy he visto un niño de espaldas a una vitrina de juguetes y llena de adornos navideños, con Papá Noel y guirnaldas verdes y rojas. Mendigaba. Más allá de que este ya es un lugar común, muy aprovechado por la buena y mala literatura, hay que reconocerle a ese niño una sabiduría cierta. Sabe que la vitrina no le concierne. No es para él. Pero sabe además que, a sus espaldas, se yergue un muro poderoso que separa los ámbitos de los pocos integrados y los muchos marginados. Es un muro de vidrio. Y la historia de los grandes muros ya se sabe. O no sirvieron de mucho como la gran muralla china, o se cayeron como el de Berlín. La interminable frontera que resguarda el mundo actual y que separa ricos de pobres; que muestra a los ricos dentro de la vitrina y a los pobres fuera de ella, acaso sea, lo repetimos,  tan frágil como su mismo cristal. Vale la pena, aunque fuese por Navidad, pensar en ello.

lunes, 21 de diciembre de 2015

PRIMER JUGUETE

Por Leonardo Parrini

La ilusión del primer juguete es tan emocionante como recordar el primer amor. El primer juguete y el primer amor nos llevan al descubrimiento prodigioso del mundo. Se entrelazan en esa provocación irrefrenable de los sentidos. El primer juguete navideño pudo oler a madera, cartón u hojalata. El primer amor huele a fruta, cuerpo leve y chocolate. El primer juguete remite sonidos de la infancia, tañe a matraca, tambor o tren de latón. El primer amor trae el eco de una risa, la melopea lejana o el susurro cómplice en una tarde estival. El recuerdo de los primeros afectos siempre viene acompañado de íntimas resonancias y secretos silencios.      

El primer juguete nació de las manos febriles de algún hábil artesano. Hechicero de la madera y el pegamento blanco, hacedor de artefactos que se animan en las manos de un niño. Mi primer juguete fue una catapulta de madera. Mi primer amor era una muchacha de porcelana. Ambos alborotaron mi infancia de diversa y similar manera. Con la emoción de las cosas amadas, que advienen, se quedan y van en un juego de ser y no ser. Fueron amores primigenios, sin sentido de posesión ni pertenencia, fugaces como cosa prohibida.

Con mi primer juguete jugaba en solitario, a mi primer amor lo amé a escondidas. Fueron seres de rincones y penumbras, de escondites secretos. La catapulta de madera olía como huele la madera lijada, con tersura de piel y aroma de pintura al agua. Mi primer amor nació del barrio arborescente y olía a flores silvestres.

Solía yo disparar pequeños dardos con la catapulta a monstruos imaginarios, con la discreta emoción que otorga el poder sobre las cosas que quitan o dan vida. Con la sensación de ser un pequeño dios, el don de ubicuidad en el mundo me hacía sentir poderoso. Con la misma plenitud que provocaba la proximidad del primer amor. Ella asomaba fugaz a la ventana de su casa, ocultando la risa detrás de los visillos. Era una aparición etérea, difusa, vestida con un blazer marrón sobre una blusa color turquesa. El cabello recogido y un rostro pálido y angelical, incorpóreo.

El tiempo jugó a  desteñir las señas de mi primer juguete y de mi primer amor, sin conseguirlo. Perviven como antiguo anhelo, perduran como estigma en la memoria poética, que nos permite recordar solo aquello que amamos, como afirma Kundera. Llegaron en un tiempo de iniciaciones y se quedaron sobreviviendo en la nostalgia. No caben en algún baúl de recuerdos. Suelen revivirse con  nitidez en la añoranza del niño que fuimos, aferrados a la levedad incierta de las cosas amadas.                                           

viernes, 11 de diciembre de 2015

A TREINTA AÑOS DE UN SUEÑO DE LOBOS

Fotografías CCE 
Por Leonardo Parrini

Abdón Ubidia me dedicó alguna vez uno de sus libros, a “mi eterno vecino”, rezaba la dedicatoria. La verdad es que, con la salvedad de que la eternidad es una figura literaria, desde el tiempo que nos tocó vivir en el mismo bloque del mismo condominio, frente a frente, en los estrechos departamentos de El Batán, y Abdón escribía Sueño de Lobos, ha transcurrido una eternidad. Eran los días del arcoíris, no por los colores, sino por la gama de grises presagios de los años ochenta, que la convierten en la década perdida. Abdón Ubidia escribía su novela, su libro único en varios sentidos. Y lo hacía luchando contra el movimiento rotatorio de una máquina muy singular: escribí en una máquina eléctrica que giraba cada vez que terminaba una página. Yo le enderezaba y seguía escribiendo el siguiente reglón, confiesa Ubidia, treinta años después de la aparición de su libro más leído. Un libro único, decíamos; porque como Raúl Pérez Torres dice -citando a Borges-, en la presentación de la nueva edición de la Casa de la Cultura: se escribe solo un libro.

Un libro singular que escribe la generación de Abdón Ubidia -donde también convergen Ivan Égüez, Raúl Pérez Torres, Ulises Estrella, -entre otros contemporáneos suyo-, dedicados al oficio de hacer un  libro en el que está muy patente, clara y precisa como un personaje, la ciudad de Quito. Escenario de una novela que “nos une a todos, a nuestra forma de ser, a lo que nos pasaba en el 70 o en el 80, a lo que pensábamos, a las maneras de comunicación diferentes que teníamos, esa forma distinta de concebir el amor y de concebir las pasiones. Abdón profundiza en las vertientes de la identidad de Quito, también en cada uno de sus defectos y sus virtudes. En su novela hay páginas alucinantes, producto del insomnio que es alucinante. Y en la soledad de estar tras de un sueño, ésta “genera monstruos; como la tristeza, la melancolía y el desengaño, que también generan monstruos: a veces desolados”, apunta Pérez Torres.

En esa tentativa Abdón busca, en un punto indefinido, recuerdos de los días del arcoíris y confiesa ante un auditorio –donde están los que deben estar- que lo escucha absorto en la sala Jorge Icaza de la CCE: Han pasado 30 años desde la primera edición, 30 años son nada. Esta primera edición me ordenó la vida, yo vendí los derechos antes de que la novela estuviese hecha a editorial El Conejo, no sabía que iba a tener un papel tan importante en mi vida. Tuve que dejar mi trabajo y durante siete meses me puse a escribir. Una cosa sí recuerdo. Es la época más feliz de mi vida. Salir al bosque a recopilar ideas, escuchar música clásica y escribir y nada más.

Y en ese ejercicio de contar, Abdón con obsesivo realismo decanta detalles, fiel a la vida tal y cual ocurría por esos días.  Exageré el trabajo, -cuenta Ubidia- quería ajustar el calendario de la novela  con el calendario real del año en que ocurre -escribí en 1985- y todo ocurre en la novela en 1980. En ese ajuste ponía fechas, por ejemplo, 5 de diciembre de 1980 hubo luna llena, y hubo luna llena. Fue un juego de honestidad conmigo mismo para construir un escenario donde podía flotar, impunemente, la historia de un insomne, que no duerme y está obligado, en la soledad de sus noches, y termina asaltando un banco.

Sueño de Lobos es la historia de “un grupo de amigos que planea un asalto a un banco. Para abandonar vidas anodinas o miserables. Para  salir de las estrecheces y jugar a ser adolescentes que se arriesgan. Aunque en el fondo del alma, los ideales sean una excusa o una búsqueda que va más allá de la simple aventura para ir hacia la recomposición de una o varias vidas que parecen haber perdido su propósito”, reseña Lucrecia Maldonado en la presentación del libro.

Un libro que “deja de apostarle al fervor revolucionario para centrarse en el desencanto, en la abulia de quienes alguna vez estuvieron dispuestos a morir por ideales”, apunta Lucrecia. Personajes que emergen de la bruma de una ciudad “recoleta y mojigata, un convento santurrón e hipócrita como todo convento. Ciudad esquizofrénica. Ciudad plantilla, inestable e impredecible, repleta de promesas incumplidas que se deshacen de alcanzar la altura necesaria...”  

Luego de trascurrida una eternidad desde que fue escrito Sueño de Lobos, el libro perdura en la vigencia de su lucidez atemporal, trascendente y promisoria. Porque los libros verdaderos son hechos para quedarse. O mejor, -en el decir de Abdón- los libros nacen para quedarse. La honestidad de un escritor está en eso, en exigirse a sí mismo, ir más allá de lo que puede dar, para que el libro alcance al fin a quedarse y sea un testimonio de cómo se vivió, se amó, se odio en ciertas épocas, esa especie de burbuja en el tiempo, en donde hay una manera de nacer, vivir y de morir; de desear y de odiar y de sufrir. Cada época configura a los personajes. La tarea del escritor es robarse esos personajes y saquearles la verdad.

lunes, 7 de diciembre de 2015

LA CONTRARREVOLUCIÓN VENEZOLANA

 
Por Leonardo Parrini

La oposición en Venezuela se rebela contra 16 años de chavismo. La derrota oficialista en las elecciones parlamentarias de ayer, tiene toda la fuerza de una alerta nacional, cuya advertencia se veía venir ante los reiterados errores del gobierno venezolano. El resultado electoral, considerado un plebiscito, implica que “la crisis económica, la inseguridad o la persecución a los dirigentes opositores han sido motivos suficientes para que la sociedad haya dicho basta y optado por un cambio en el mapa político del país”.

Al mismo tiempo, puede ser que se cumpla lo que denunciaron antes del resultado electoral los miembros del gobierno: el fin de las conquistas sociales. O en todo caso, el retorno de los perseguidos y la liberación de la dirigencia detenida, luego de las protestas callejeras del primer semestre del 2014. Este “nuevo ciclo de vida”, -como lo llaman los opositores al chavismo-, se hará realidad con la gestión de la nueva mayoría parlamentaria opositora al régimen de Nicolás Maduro.

El triunfo electoral de la contrarrevolución venezolana tiene varias lecturas, y se produce dos semanas después de la derrota de la revolución del siglo XXI en Argentina, con el triunfo presidencial de Mauricio Macri, candidato de la derecha sureña, ante el oficialista Daniel Scioli. El resultado de estos procesos electorales confirma que en Venezuela “confluyeron bajo un mismo paraguas, el de la Mesa de la Unidad Democrática (MUD), un crisol de partidos políticos que van desde el centro izquierda hasta la derecha más conservadora”.

La guerra económica como la denomina Maduro, dio como ganadora a la oposición venezolana, proceso que según el historiador ecuatoriano, Juan Paz y Miño, permitió al pueblo venezolano medir luego de 16 años, los esfuerzos de la reconstrucción conservadora. Dicho proceso constituye, para el analista, un riesgo en América Latina, después de lo que ocurrió en Argentina, además de ser una oportunidad de oro para constatar que, electoralmente, ya no es un camino lo que antes era de golpismo y violencia. En ese camino se evidenciaron tres enemigos de la revolución llanera: los empresarios y las elites adineradas, el imperialismo y cierto medios de comunicación  privados que libraron una batalla diaria en medio de una crisis que alimentó la desesperanza y la desazón popular.

El futuro de Venezuela

El historiador Paz y Miño manifiesta que podría suceder lo que ya ocurrió antes en Ecuador con un Congreso opositor: una pugna de poderes.  Ese es el riesgo que se cierne en Venezuela. Por el contrario, la existencia de un Congreso venezolano con apoyo al gobierno de Maduro, garantizó la gobernabilidad de ese país. Ahora se abre el camino a la desobediencia civil, una posición contraria a la tendencia de América Latina que busca consolidar las democracias.

Los antichavistas se valieron de un ambiente de crisis aupada por la campaña sostenida de los medios de comunicación opositores, convertidos en actores políticos. A eso hay que sumar el desabastecimiento de productos generado en plena guerra económica desatada por los empresarios venezolanos. A lo que hay que agregar, “la inflación, cierta escasez, el sabotaje eléctrico, la burocratización alimentada a menudo por ineficacias y corrupciones, y hasta errores administrativos o políticos que perjudicaron la imagen del Estado”.    

En mirada del historiador Paz y Miño, dada a la realidad venezolana hace algunos meses, se confirma hoy que un factor es concluyente: “en Venezuela se comprobó que tampoco bastan la organización y la movilización populares; ni solo la decidida acción gubernamental con beneficios indudables como las Misiones, atención en salud, educación, vivienda, bienestar colectivo, etc. Tampoco es suficiente el manejo económico. Pesan -y mucho- los errores, el burocratismo, la ineficacia, la inseguridad, etc., que enseguida son aprovechados por los opositores para explotar descontentos y unirlos a las acciones desestabilizadoras”. Ese es el germen de la contrarrevolución venezolana en marcha.  

viernes, 4 de diciembre de 2015

CHULLA

Por Abdón Ubidia         

Parecía ser una especie en extinción. O extinta. El personaje costumbrista de una comarca olvidada. El hombre de las esquinas que fueron. De la ciudad  que cambió. El recuerdo estropeado que el paso raudo de los transeúntes se empecina en borrar. O en ignorar. Porque su facha ya no le dice nada a nadie. Solitario y observador. Presto al piropo y a la conquista rápida. Embustero, plantilla y picarón. Empobrecido y alegre. Experto en el arte de la seducción mezquina y risible. Un clase media embutido en elegancias desgastadas. El viejo traje bien planchado. El lustre que disimula el trajín de los zapatos. El pelo con gomina, brillantina, o gel, como ahora se dice. Un aura pertinaz de colonia barata. El verbo lisonjero, almibarado y sinuoso. La broma a flor de labios: la "sal quiteña" lista a fluir, como un veneno, por el aguijón de la burla, el apodo o el sarcasmo. En el final del siglo XX, el chulla quiteño parecía, a lo mucho, un recuerdo.

Sin embargo, entrado ya el siglo XXI, lo he visto varias veces, apenas escondido en sus disfraces de hoy: las corbatas coreanas y los zapatos chinos y los jeanes porque el terno ya no le es obligatorio. Incierto, un poco subrepticio; más que anónimo, anodino, me ha hablado de proyectos mínimos y salvadores. Atropellado, meloso, casi zalamero, a ratos inseguro, otros fingiendo una afable audacia, lo he visto encarnado en cuerpos diversos: flaco o robusto, joven o maduro, morenazo o blancuzco: no importa. Acaso no sabe que proviene de una vieja historia: la de los chullas quiteños. Una historia que sobrevive en él pero que empezó, quizá, dos siglos atrás.

Tratemos pues de rastrearlo: se nos viene a la mente, como música de fondo, la canción emblemática de Quito:

Yo soy el chullita quiteño
La vida me paso encantado
Para mí todo es un sueño
Bajo éste mi cielo amado.

Al compás de su ritmo picante, hecho para el baile y los festejos, recordamos, aparte de los ya nombrados, a los chullas de la ciudad petrolera de los 70, expertos en el arte de "remar", o sea: de hacerse pagar los consumos de bares o cafés por sus contertulios de ocasión. Fieles asistentes a cocteles, a los que nunca los invitaban, a los matrimonios, bautizos y cumpleaños: uno de ellos murió en su ley: por no pagar la cuenta de un saloncito para madrugadores. Cuestión de honor. Tradición heroica. La había heredado de su padre, pues tampoco las pagó jamás. Otro, llamado El 24 mil palabras, también murió pronto, con el corazón fatigado de tanto andar y hablar. Unos cuantos, que aprovecharon el esplendor de esa época, y hasta hicieron fortuna, terminaron perdiéndola en el juego y los excesos. Otros no, por supuesto. Y ahora son caballeros acomodados y nostálgicos. O sea: el sueño realizado de los chullas que fueron.

Pero, en esta búsqueda regresiva de chullas memorables, diez y veinte años atrás, nos encontramos con un personaje de la comedia quiteña: Evaristo Corral y Chancleta, protagonizado, en un centenar de "estampas" costumbristas y políticas, por un actor mimado por su público, chulla de cepa también: el omoto Ernesto Albán.

Ese tal Evaristo, caricatura de una caricatura, criticón, dicharachero, rebelde hasta el límite que el humor resguarda, o el poder permite (aunque no siempre: porque el omoto fue encarcelado un par de veces), nos mostró que el chulla necesita de otros chullas para ser: en la jorga de la esquina, en el fútbol, en la mesa de cuarenta. Apenas en los lances amorosos y en los negocitos vivarachos, hace honor a su nombre: chulla: solo, solitario: un cazador furtivo y adornado.

Con lo dicho, vemos que es una figura más compleja de lo que creemos. No es necesariamente del puro Quito (Ernesto Albán era de Ambato). Ni es siempre un mestizo. Ni pertenece a la clase media de modo obligado. Y su indumentaria varía según las épocas. La verdad es que ocupa un no-lugar, un agujero negro en la ciudad mestiza, sí, que a un tiempo lo canta y denigra. Alguien que es y no es. Que finge ser. Quizá un payaso engalanado que llora por dentro. Un bufón  trágico.

A la altura de los años cincuenta la cosa quizá estuvo más clara. Jorge Icaza lo buscó por dentro y por fuera en la más consumada de sus obras: El chulla Romero y Flores. Lo pintó como un mestizo vergonzante, desgarrado entre su fascinación por las formas del poder y sus gustos y amores más secretos; condenado a "venerar lo que odia y esconder lo que ama".