GRANDES TEMAS - GRANDES HISTORIAS

E c u a d o r - S u d a m é r i c a

lunes, 31 de agosto de 2015

MICRO-BIOS

Por Edgar Allan García
Ilustraciones Pavel Egüez

El Microcuento es un animal veloz, impredecible y taimado, con  más músculo que grasa, más cerebro que músculo, más corazón que cerebro, más espíritu que corazón.

1
Una bala perdida lo había matado al atravesar la calle pero, sin darse cuenta, seguía corriendo de angustia, corriendo porque otra vez estaba atrasado, corriendo porque esta ocasión el jefe podía cumplir su amenaza de despedirlo y entonces que sería de su vida, qué.


2
El día en que él ya no vio miedo en sus ojos, supo que había perdido y se marchó.


3
Ella lo sentía en todo el cuerpo, en especial cuando entraba a la ducha o se acostaba desnuda bajo el edredón de plumas. Nadie sospechaba que mientras hablaba con sus amigos, una mano invisible se deslizaba entre sus piernas o apretaba con pasión sus senos. No era un fantasma, no, sino su deseo de él hecho susurro, roce, caricia, labio entre sus labios húmedos y anhelantes.


4
Era tal su soledad que cuando se asomaba al espejo, no veía a nadie.

viernes, 28 de agosto de 2015

¿LA CULTURA HA MUERTO?

Por Leonardo Parrini

Cuando Nietzsche sentenció que Dios ha muerto, -en su célebre texto Así habló Zaratustra-, sin duda no se refería a la muerte física de un ser. La idea que quiso expresar el filósofo alemán se refiere a que Dios ya no fue capaz de actuar como fuente moral para los hombres. La crisis de la muerte de Dios supone la orfandad ética del ser humano quien, desprovisto ya de un orden divino se ve en la necesidad de proveerse de un sistema de valores. ¿Es ese sistema lo que llamaríamos cultura? En ausencia de una ética universal representada por Dios, habrase perdido un orden cósmico de valores absolutos. Huérfano el hombre y enfrentado a recrear sus propios referentes, protagoniza lo que Abdón Ubidia caracterizó al decir que estamos solos en el mundo sin dioses. Frente a esa orfandad, ¿es la cultura aquel bagaje que reclama Nietzsche; el saber hacer y saber pensar, como dirían los griegos?

Los problemas allí recién comienzan. La cultura, metafóricamente hablando, sí es espejo y fuente de luz, reflejo del hombre en su condición ontológica. No obstante, la cultura como irradiación de la dimensión humana, presuntamente ha muerto, en el decir de Mario Vargas Llosa. Esta lapidaria sentencia no es, pues, equivalente a la denodada búsqueda de “la reevaluación de los fundamentos de los valores humanos”, como pretendía Nietzsche. El parangón de las dos muertes -de Dios y de la cultura, nos hace transitar un callejón existencial sin salida. Si la cultura adviene como conciencia de la condición humana -creencias, acciones y premoniciones- que guían al hombre en un derrotero, ¿qué ocurre al fenecer esa forma de estar alerta frente a la existencia?  

Muerte en vida

En el libro La civilización del espectáculo, Mario Vargas Llosa describe en grupo de ensayos a “la banalización y frivolidad de la mayoría de las manifestaciones culturales de nuestro tiempo”. El texto en manos de los críticos está recibiendo una pertinaz, y no menos ácida valoración. En el periódico estadounidense New York Times, el crítico Joshua Cohen señala que Vargas Llosa se contradice al señalar que “la gente ya no lee tanto ni está tan atenta a las novedades artísticas como antes”. No obstante, el autor peruano se "queja de que los intentos para democratizar la cultura, hacerla llegar a un más amplio sector del público, “solo trivializan y abaratan” la vida cultural, pues simplifican las formas y los contenidos de los trabajos artísticos para ponerlos al alcance de las grandes mayorías”.

Cohen argumenta que las ideas vargasllosianas “son absolutamente opuestas a las propuestas literarias de novelas suyas como La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en la Catedral, en las que los diferentes tipos de culturas que conforman la sociedad peruana se amalgaman e integran”. En el caso de las obras La tía Julia y el escribidor y El hablador, éstas corresponden a textos que tratan “la interacción de esa gran tradición con productos culturales masivos”. Así, resulta preferible leer dichas obras en lugar del libro último del peruano. Ante la idea vargasllosiana de la muerte de la cultura que deambula su texto, la crítica señala que Vargas Llosa se lamenta de su propia muerte; puesto que el declive cultural a que se refiere el Premio Nobel, “coincide con el de su propia actividad como escritor y creador de productos culturales”. Una coincidencia que el escritor peruano no parece advertir.

El crítico Nick Romero, de The Chicago Tribune, afirma que los calificativos de “trivial y barata” que Vargas Llosa atribuye a la actual producción cultural, en contraste con la cultura clásica, “son tautológicos”. La cultura digna de ser preservada, es la “gran cultura avalada por la tradición y los intelectuales”, pero esos mismos intelectuales universitarios son parte de dicha tradición. En esa línea de pensamiento, la crítica concluye que la nostalgia de Vargas Llosa no es por la “tradición cultural occidental”, sino por los libros que leyó en su juventud, gracias a los cuales formuló sus criterios. Ideas, en su momento, renovadoras y que hoy son contradichas por su propio autor.

miércoles, 26 de agosto de 2015

LA PRENSA ENCANTADORA

Por Leonardo Parrini         

Hace cuatro décadas Marshall McLuhan, teórico de la comunicación canadiense, dijo que el medio es el mensaje. Sin duda hacía referencia a una situación discutible: no importa lo que digas con tal que lo digas por tal o cual medio; lo dicho se vuelve creíble, se convierte en realidad mediática y, por lo mismo, aceptable. Amerita decir que esta afirmación enunciada en los albores del internet y de los medios electrónicos de hoy, insinuando que el medio es más importante que el mensaje, sonaba a una provocación. Así como el medio es entendido como una extensión del cuerpo humano, el mensaje no podría limitarse entonces simplemente a contenido o información, porque de esta forma excluiríamos algunas de las características más importantes de los medios: su poder para modificar el curso y el funcionamiento de las relaciones y las actividades humanas, sugería McLuhan. En eso radica el encanto de la prensa.

La idea de McLuhan se ha cumplido al pie de la letra en situaciones flagrantes con protagonismo de los medios de información que construyen imaginarios colectivos, a partir de sus propias lecturas y escrituras de la realidad. En esa línea de pensamiento versa la crítica que formula el crítico brasilero Leonardo Boff Koinonía a las empresas mediáticas, cuando señala que “el odio es promovido desde la prensa comercial con falsedades y mentiras” haciendo referencia a la oposición al gobierno de la Presidenta Rousseff. “Todo lo que es conquista social incomoda a una élite perversa. Puedo imaginar la enorme dificultad que tienen las clases propietarias con sus poderosos medios de comunicación para aceptar la profunda transformación ocurrida en el país…Ellos quieren volver al pasado, a la restricción de las políticas sociales, a la reducción de las políticas públicas”, concluye el analista.

El montaje encantador

No es aventurado extrapolar la situación brasilera a la realidad del Ecuador, país en el que la prensa sistemáticamente construye versiones de la realidad a partir de sus editoriales. Opiniones de prensa que son impuestas a una sociedad desprovista de referentes que contrapesen los paradigmas que promueven situaciones, personajes y formas de vida, acordes con los modelos ideológicos sugeridos por grupos de poder económico que actúan en la tramoya del acontecer político nacional.

En este ejercicio de diseño del pensamiento colectivo la prensa se promueve a sí misma. En una portada de la revista Vistazo, de junio de 2010, el medio impreso guayaquileño promovía en el titular a “Las voces en que creemos”, acompañado de una fotografía con los personajes que la revista consideraba conspicuos voceros del periodismo nacional. Más allá de la solvencia profesional de los nombres sugeridos, -Alfonso Espinoza de los Monteros, Jorge Ortiz, Andrés Carrión, Alfredo Pinoargote, Felix Narváez, entre otros y otras-, la promoción daba por hecho que ellos son los más creíbles. Opinión que habría que contrastar con las preferencias del público en alguna encuesta hecha de manera seria e imparcial.

El sistemático posicionamiento de temas, personajes e ideas en la diaria labor de la prensa ecuatoriana, es una constante que caracteriza su quehacer periodístico. Convertirse en caja de resonancia de opiniones reaccionarias y alarmistas, es pan de cada día en sus editoriales, notas y entrevistas. Para la prensa oponente al Estado no existen rasgos positivos en la realidad nacional.

En estos días de ceniza volcánica y política, la versión de la prensa y su labor promotora de personajes “en que creemos”, o deberíamos creer, no cesa. Recientemente diario El Universo publica una extensa reseña de los nuevos protagonistas saltados a la palestra en el paro de agosto. Rostros como Salvador Quispe, Carlos Pérez Guartambel, Manuela Picq, entre otros, son perfilados en sendas biografías con el propósito de venderlos como interlocutores válidos ante la opinión pública. La promoción de personajes tiene el fin de lograr empatía con el lector, mediante la creación de historias existenciales emotivas -culebrones mediáticos, dicen los españoles-, para sensibilizar al público en torno a la vida y obra de sus apadrinados.

Los afanes promocionales se conjugan con la difusión de ideas, propuestas y análisis provenientes de los sectores más reaccionarios opositores al régimen. Una conferencia de Francisco Huerta Montalvo es reproducida por la prensa en la cual el viejo político liberal acuña la idea de instaurar “un gobierno interino” que reemplace, ya mismo, a Rafael Correa con el sofisticado argumento –golpista, por lo demas-, de que “para recuperar la democracia todos los métodos son buenos para salir de la tragedia”, ya que “dictadura es dictadura, de pésima calaña”. Erguido en espontáneo vocero de la oligarquía guayaquileña, Huerta llama a vencer “el miedo que ha comenzado a convertirse en epidemia”. Y se lamenta “como viejo político, estemos pensando qué hacen los indios para ver qué hacemos nosotros”. Acto seguido el mismo reconoce que “hay que liberarse de la dictadura con instrumentos que son contrarios a la elemental arquitectura de lo que es una democracia, pero no queda alternativa”. Puesto que su visión de futuro no es alentadora, Huerta llama a un golpe de mano revestido de un interinazgo que se anticipe a las elecciones del 2017, porque “lo otro tiene el riesgo que no logremos un candidato de unidad que gane las próximas elecciones”.

La visión apocalíptica de Ecuador es una necesidad mediática para provocar desazón. Recientemente la agencia de noticias económicas Bloomberg Business, afirma que “todo está saliendo mal al Ecuador”, debido a “un desolador balance de la situación ecuatoriana “, con crisis económica y política a la que se suman “fenómenos naturales en el Cotopaxi y la eventual acción de la corriente del Niño” en los próximos meses. A eso añade la caída de popularidad de Rafael Correa en las encuestas, el precio del petróleo a 40 dólares el barril, disminución del financiamiento externo, “la represión a la prensa” y la acción de tribunales para “silenciar a opositores”, es decir “el lado oscuro” de la prosperidad, como señala la agencia Bloomberg. En eso radica el catastrofismo a ultranza de la prensa.

Este fenómeno de odio social promovido en las páginas y pantallas mediáticas, se explica por lo que analiza el francés Rene Girard, al señalar que “cuando en la sociedad surgen los conflictos, el opositor principal consigue convencer a los demás de que el culpable es tal o cual persona o partido. Todos entonces se vuelven contra él, convirtiéndolo en chivo expiatorio sobre el cual colocan todas las culpas y corrupciones (Le bouc émissaire, 1982). Así desvían la mirada de sus propias corrupciones y, aliviados, continúan con su lógica también corrupta”.

No está lejos de la realidad la caracterización presidencial de “la prensa corrupta” –encantadora como prefiero llamarla- por ese acto de encantamiento de la realidad, a través de la mitificación, la impostura o la mentira. Una constante que el jurista alemán Karl Schmitt explica en la necesidad de la prensa para “garantizar su identidad, tiene que identificar un enemigo y descalificarlo con todo tipo de prejuicios y difamación”. Ese proceso está siendo sistemáticamente realizado contra los gobiernos progresistas de Latinoamérica en un verdadero bulling colectivo. A esta prensa no le interesa un diálogo de ideas, no confronta fuentes proporcionalmente con igualdad de espacio para las partes beligerantes, no investiga a fondo y sus voceros se caracterizan por una superficial mirada, arrojada con desdén a una realidad supuesta e impuesta en sus editoriales y noticias con fines que resultan, a todas luces, encantadores.

martes, 25 de agosto de 2015

LA CIUDAD Y MI LITERATURA

Fotografía Leonardo Parrini
Por Abdón Ubidia

Según el estudioso Kinsley Davis, la ciudad, tal y como la conocemos hoy, con más de cien mil habitantes y un hacinamiento que la asemeja más a una colonia de insectos que a una de mamíferos, es obra apenas del siglo XX. Antes, con excepción de Londres, lo que hubo fueron grandes villas. Así, pues, el proceso urbanizador es reciente en la historia humana. En Latinoamérica, ese proceso se cumplió de modo paulatino y, de diversa manera, en los países del Mar del Plata (Argentina y Uruguay), por una parte, y en los del resto de Latinoamérica, por otro. En Argentina y Uruguay el crecimiento desmedido de Buenos Aires y Montevideo fue el resultado de grandes migraciones exteriores provenientes de Europa y tuvo lugar sobre todo en las primeras décadas del siglo XX. En cambio, en el resto de países latinoamericanos, la urbanización fue un fenómeno resultante de migraciones interiores, sobre todo del campo hacia las ciudades, iniciadas hacia 1930 y prolongadas, en gran escala, hasta 1960 y más.

La gran Literatura ecuatoriana de los años 30 (Gallegos Lara, José de la Cuadra, Aguilera Malta, Pareja Diezcanseco, Enrique Gil Gilbert, Jorge Icaza, etc.) se ocupó de aquellas migraciones y de sus efectos en la formación de suburbios y barrios marginales. Pablo Palacio fue el fundador de la literatura urbana de Ecuador, en lo que tiene que ver con los dramas de los individuos, sus conflictos, neurosis, y dramas existenciales de orden subjetivo y privado.

Esa manera de escribir, tan distinta a la del realismo social que practicara la generación del 30, ya mencionada, tuvo muchos continuadores, a partir de 1970: Adoum, E. Cárdenas, Pérez Torres, Iván Egüez, Francisco Proaño, Dávila Vásquez, Miguel Donoso Pareja, Velasco Mackenzie, Vásconez, Ruales y modestamente, entre muchos otros,  yo también.

La pequeña ciudad a comienzos de los sesentas
               
Quito, al principio de los sesentas, era una aldea desmesurada. Sus habitantes, no sin un orgullo recoleto y cándido, la calificaban de "franciscana y conventual". "Ciudad María campanario", la llamaba el poeta Rafael Larrea. Tenía 300.000 habitantes, lo que ahora suma una sola de sus parroquias. El peso de la Colonia perduraba en ella. La vida comunal se reducía al centro histórico. Entre esas calles retorcidas, empinadas, las enormes moles de las iglesias, las plazas, los mercados pululantes, las casas de corte andaluz con patios centrales y piletas de piedra, el helado espíritu colonial parecía arrastrarse, como una sombra, por recovecos y rincones y aposentarse en lo más profundo de los corazones de las gentes.

Envueltas en sus mantas de lino negro, con sus gafetes y alfileres también negros, las últimas beatas madrugaban a la misa de seis. Las familias contaban entre sus miembros con una tía inevitable, solterona y virgen, heredada de otro siglo. Las clases sociales también parecían inamovibles: una capa rica hecha de hacendados e industriales medianos; la clase media formada por gentes ligadas al pequeño comercio y la administración pública y privada y, por último, la legión del pueblo llano con sus mercachifles e indios descalzos venidos de los páramos serranos.

Endurecido, bronco, amodorrado, ese presente eterno parecía perdurar adherido a la piedra, la cal y el ladrillo de los viejos muros, los tejados añosos, las torres innumerables. Descontando la opulencia de los templos, el conjunto de la ciudad lucía más bien pobre y viejo, a pesar de las villas europeas de La Mariscal, entre las que se contaban algunas de corte exótico: las pocas edificaciones modernistas y neocoloniales, los castilletes que la burguesía había construido en un despoblado y esporádico Norte y, por cierto, las nuevas residencias y edificios de hormigón que nunca rebasaban los diez pisos. No había pasos a desnivel, ni autopistas y no todas las calles estaban pavimentadas e iluminadas con esas lívidas luces de mercurio típicas de esa época. El resto de vías aún conservaba sus adoquines y empedrados de siglos. Las alumbraban amarillos focos colocados en lo alto de postes de madera de eucalipto. De ellos salía la maraña de alambres negros que se metía en los zaguanes de las casas.

Aquella atmósfera "municipal y espesa" -como la llamó un poeta-, apenas era perturbada por acontecimientos tan previsibles como las procesiones religiosas y las llamadas "bullas políticas", estas últimas casi tan periódicas como las primeras y tan propias de ese país bananero que era el de entonces. En lo que a mí respecta, me fue dado testimoniar el rápido crecimiento demográfico y económico que experimentó Quito en los años setenta en una novela corta, Ciudad de Invierno, incluida en un tomo de relatos que se llamó Bajo el mismo extraño cielo. Allí quise mostrar los cambios que se operaron en la ciudad de Quito y, antes que nada, en la vida íntima de los quiteños a raíz del auge petrolero.

La ciudad petrolera de los setentas       

Estábamos sentados en una de las mesitas al aire libre del café de siempre. Mirar, hablar, oír, entre sorbo y sorbo de un vaso de cerveza o de un capuchino ya frío y con la espuma endurecida en los bordes de la taza de cristal. Los jóvenes y los no tan jóvenes pasaban y repasaban por la alegre avenida, ágiles, modernos, despreocupados, buscando un sitio en aquel café o en el restaurante vecino. La moda los enfundaba en ropajes deliberadamente pobres y ligeros. Eso se veía sobre todo en las muchachas: blue jean, sandalias, a veces una liviana blusa forrada al cuerpo casi siempre fino, casi siempre elástico. Hablo, claro, de lo que nosotros preferíamos ver. Y había turistas, hippies, gente errabunda de todo tipo. Era agradable el lugar. Las mesas tenían parasoles de colores y de entre ellas se alzaban dos árboles con los tallos blanqueados con cal. Del otro lado de las tupidas filas de autos, estaba el supermercado y por sobre él asomaban las torres góticas de la vecina iglesia. En los atardeceres era hermoso contemplarlas erguidas contra el cielo arrebolado.

Un día pensé que tendría tiempo de hablar de los fantásticos atardeceres de mi ciudad. Incluso me había fabricado al respecto una frase para soltarla en alguna ocasión especial, porque entonces no temía la afectación que consideraba un riesgo inevitable de todo conversador. Decía la frase: «Siempre habrá un atardecer arrebolado para salvarnos de la muerte». Nunca tuve oportunidad de decirla. Es que había tantas cosas de qué hablar. Empezando por la ciudad, súbitamente modernizada y en la que ya no era posible reconocer las trazas de la aldea que fuera poco tiempo atrás. Ni beatas, ni callejuelas, ni plazoletas adoquinadas. Eran ahora los tiempos de los pasos a desnivel, las avenidas y los edificios de vidrio. Lo otro quedaba atrás, es decir al Sur. Porque la ciudad se estiraba entre las montañas hacia el Norte, como huyendo de sí misma, como huyendo de su propio pasado.

Al Sur, la mugre, lo viejo, lo pobre, lo que quería olvidarse. Al Norte, en cambio, toda esa modernidad desopilante cuya alegría singular podía verse en las vitrinas de los almacenes adornadas con posters de colores sicodélicos, en esos mismos colores que relampagueaban por las noches en las nuevas discotecas al son de ritmos desenfrenados de baterías y guitarras eléctricas, y podía verse también en las melenas y en los peinados afro de las chicas y los chicos que saludaban desde las ventanas de sus automóviles con el pulgar levantado, apuntando al cielo, como diciendo «todo va para arriba», porque, en efecto, todo iba para arriba, y no solamente los edificios y los negocios de todo tipo, sino, además, lo que Santiago llamaba el cúmulo de las «experiencias vitales» de la gente. «Es el petróleo», decía Andrés soltando suavemente las palabras y como envolviéndolas en las grandes volutas del humo de sus cigarrillos negros.

No era que lo creyéramos equivocado pero Andrés era uno de esos hombres solemnes y trascendentales, que se emplean a fondo en su propia gravedad hasta para dar los buenos días. Y aquello invitaba a rebatirlo sin que importara mucho la validez de sus opiniones. Después de todo se trataba simplemente de conversar. Entonces alguno de nosotros le salía al paso y le decía. «No solo es eso, hermano, es la época». A lo cual los demás aportábamos con nuevos argumentos que buscaban persistir en la degustación, en el disfrute, en el enamoramiento de esa palabra como hecha de ecos: «época», y que era capaz de resumir, en sí misma, todo un conjunto heterogéneo de causas, y mostrarlas de un modo definitivo en forma de un estilo de vida inconfundible, de una manera de reír y de sufrir, de vivir y de morir, inconfundible. Y al decirlo así ya no era necesario evocar los consabidos y prestados ejemplos de fin de siglo o de los años veinte; no era necesario, pero el atardecer, confiado sólo a la mirada, terminaba por volverse aburrido, y había que evitar los lugares de la conversación en los cuales pudiera colarse un silencio demasiado prolongado y entonces hablábamos del can-can y de la vida de Toulouse, o de Chicago y los gángsters o de la ternura infinita de Chaplin. Todo eso para llegar a la conclusión de que en esa ciudad nos había tocado vivir también, a nuestro modo, una época con signos propios y precisos, nuestra «bella época».

Ella había cambiado la ciudad, ella había irrumpido en nuestras vidas revolviéndolo todo, metiéndonos en esa fabulosa confusión en donde nunca más sería lo que antes fue. Y lo único que alcanzaba a entenderse de aquel barullo era que andábamos como perdidos en una vertiginosa, agobiante, casi angustiosa búsqueda de la felicidad. No era otra cosa lo que nos arrastraba a las fiestas y a las borracheras, a los cines y a los restaurantes, a la marihuana a veces, al alcohol casi siempre.

Entre tanto la ciudad crecía hasta desbordarse, entre tanto las inversiones sucias y no sucias estremecían las cajas registradoras de los ricos, entre tanto las ruletas de los casinos giraban incansablemente, entre tanto nuestras vidas y las vidas de aquéllos que conocíamos adquirían fisonomías imprevistas: hubo uno que se metió en las drogas hasta la locura, hubo otro que no paró hasta verse convertido en millonario, y muchos más que estaban en trance de serlo, otro que después de haberlo sido quebró aparatosamente; hubo desde luego intentos de suicidio, en fin, pero sobre todo hubo lo que solíamos llamar «las crisis de pareja», mote con el cual acuñábamos todo tipo de divorcios, separaciones, reuniones, adulterios y demás hecatombes conyugales que se propagaban, lo juro, por toda la ciudad como una fiebre irreal engendrada por tanto cambio exterior que parecía exigir, a la par, cambios y readecuaciones en la misma intimidad de la gente.

Ciudad de invierno        

Pero esa fiesta se acabó pronto y, a partir de los años 80, empezó la crisis. Esta época, en cambio, la mostré en una novela extensa, Sueño de Lobos. Ahora, el Quito del cambio de siglo se ha desbordado y la época muy cruel que, a partir del desastre bancario, la dolarización, las migraciones hacia Europa y USA, es muy distinta. Escribí otra novela que refleja tales avatares. Se llama La Madriguera.  Los otros libros de relatos que hago, poco tiene que ver con una literatura propiamente urbana, pues se acercan un poco a la ciencia ficción. Me refiero a Divertinventos, El palacio de los espejos y uno que lo he ido publicando por partes en la revista Conectados y que se llamará La escala humana.