Por Abdón Ubidia
Parecía ser
una especie en extinción. O extinta. El personaje costumbrista de una comarca
olvidada. El hombre de las esquinas que fueron. De la ciudad que cambió. El recuerdo estropeado que el
paso raudo de los transeúntes se empecina en borrar. O en ignorar. Porque su
facha ya no le dice nada a nadie. Solitario y observador. Presto al piropo y a
la conquista rápida. Embustero, plantilla y picarón. Empobrecido y alegre.
Experto en el arte de la seducción mezquina y risible. Un clase media embutido
en elegancias desgastadas. El viejo traje bien planchado. El lustre que
disimula el trajín de los zapatos. El pelo con gomina, brillantina, o gel, como
ahora se dice. Un aura pertinaz de colonia barata. El verbo lisonjero,
almibarado y sinuoso. La broma a flor de labios: la "sal quiteña"
lista a fluir, como un veneno, por el aguijón de la burla, el apodo o el
sarcasmo. En el final del siglo XX, el chulla quiteño parecía, a lo mucho, un
recuerdo.
Sin
embargo, entrado ya el siglo XXI, lo he visto varias veces, apenas escondido en
sus disfraces de hoy: las corbatas coreanas y los zapatos chinos y los jeanes
porque el terno ya no le es obligatorio. Incierto, un poco subrepticio; más que
anónimo, anodino, me ha hablado de proyectos mínimos y salvadores. Atropellado,
meloso, casi zalamero, a ratos inseguro, otros fingiendo una afable audacia, lo
he visto encarnado en cuerpos diversos: flaco o robusto, joven o maduro,
morenazo o blancuzco: no importa. Acaso no sabe que proviene de una vieja
historia: la de los chullas quiteños. Una historia que sobrevive en él pero que
empezó, quizá, dos siglos atrás.
Tratemos
pues de rastrearlo: se nos viene a la mente, como música de fondo, la canción
emblemática de Quito:
Yo soy el
chullita quiteño
La vida me
paso encantado
Para mí
todo es un sueño
Bajo éste
mi cielo amado.
Al compás
de su ritmo picante, hecho para el baile y los festejos, recordamos, aparte de
los ya nombrados, a los chullas de la ciudad petrolera de los 70, expertos en
el arte de "remar", o sea: de hacerse pagar los consumos de bares o
cafés por sus contertulios de ocasión. Fieles asistentes a cocteles, a los que
nunca los invitaban, a los matrimonios, bautizos y cumpleaños: uno de ellos
murió en su ley: por no pagar la cuenta de un saloncito para madrugadores.
Cuestión de honor. Tradición heroica. La había heredado de su padre, pues
tampoco las pagó jamás. Otro, llamado El 24 mil palabras, también murió
pronto, con el corazón fatigado de tanto andar y hablar. Unos cuantos, que
aprovecharon el esplendor de esa época, y hasta hicieron fortuna, terminaron
perdiéndola en el juego y los excesos. Otros no, por supuesto. Y ahora son
caballeros acomodados y nostálgicos. O sea: el sueño realizado de los chullas
que fueron.
Pero, en
esta búsqueda regresiva de chullas memorables, diez y veinte años atrás, nos
encontramos con un personaje de la comedia quiteña: Evaristo Corral y
Chancleta, protagonizado, en un centenar de "estampas" costumbristas
y políticas, por un actor mimado por su público, chulla de cepa también: el omoto
Ernesto Albán.
Ese tal
Evaristo, caricatura de una caricatura, criticón, dicharachero, rebelde hasta
el límite que el humor resguarda, o el poder permite (aunque no siempre: porque
el omoto fue encarcelado un par de veces), nos mostró que el chulla
necesita de otros chullas para ser: en la jorga de la esquina, en el fútbol, en
la mesa de cuarenta. Apenas en los lances amorosos y en los negocitos
vivarachos, hace honor a su nombre: chulla: solo, solitario: un cazador furtivo
y adornado.
Con lo
dicho, vemos que es una figura más compleja de lo que creemos. No es
necesariamente del puro Quito (Ernesto Albán era de Ambato). Ni es siempre un
mestizo. Ni pertenece a la clase media de modo obligado. Y su indumentaria
varía según las épocas. La verdad es que ocupa un no-lugar, un agujero negro en
la ciudad mestiza, sí, que a un tiempo lo canta y denigra. Alguien que es y no
es. Que finge ser. Quizá un payaso engalanado que llora por dentro. Un
bufón trágico.
A la altura
de los años cincuenta la cosa quizá estuvo más clara. Jorge Icaza lo buscó por
dentro y por fuera en la más consumada de sus obras: El chulla Romero y
Flores. Lo pintó como un mestizo vergonzante, desgarrado entre su
fascinación por las formas del poder y sus gustos y amores más secretos;
condenado a "venerar lo que odia y esconder lo que ama".
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