Por Abdón Ubidia
No creo que en ninguna ciudad del mundo, el último día del año se sienta
tan sobrecogedor, tan cargado de presagios, si esa es la palabra, como
en mi ciudad. En el aire quieto de un invierno –por estas fechas casi
siempre en receso–, se huele el misterio, el olor de lo que no se
conoce, de lo que se conoce apenas, o de lo que se presiente y no se
puede precisar. La ciudad misma se transforma.
De pronto uno vuelve la
mirada y se encuentra con una mujer vestida de negro, que detrás
de una careta de cartón, suplica, implora una limosna, mientras gime,
lastimera, con una voz fingida. Es una "viuda". Es decir, un niño o un
muchacho que se ha disfrazado así. Por algún lado estará la tarima
resguardada de palmas o ramas de eucalipto con un muñeco de trapo de
tamaño natural, un "año viejo" que agoniza y que será quemado a la media
noche. Y las viudas y los años viejos son legión. Están en todas las
calles y los recovecos. En aquello hay juego, hay algarabía. Pero
también hay una ubicua, avasallante mención a la muerte.
Por eso,
mientras avanza el día treinta y uno de diciembre, nadie, aunque sólo
sea por un momento, puede dejar de sentir el frío, el escozor de lo
incierto. Por eso también, mientras un locutor histérico y borracho
cuenta en alguna emisora los últimos segundos del año, las familias se
estrechan, se juntan, se abrazan, como nunca lo hacen: quieren perdurar y
tienen miedo. Puede ser que en el próximo año, alguno de los presentes
que abraza y besa y brinda y ríe, ya no esté más.
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