Por Lucrecia
Maldonado
Cuando en
ocasiones y en ciertos ámbitos afirmo que no creo en la existencia histórica
del personaje de Jesús de Nazaret, las personas en mi entorno reaccionan de
maneras un poco más insólitas que mi afirmación. Algunos responden, como en un
acto reflejo: “Sí existió”. Hay quien simplemente me mira con algo muy cercano
a la repulsión y luego cambia abruptamente de tema, como si no mereciera la
pena detenerse en algo tan aberrante como mi afirmación. Corre por el mundo a
mi alrededor no la creencia, sino la certeza de que soy atea. Porque en el
Quito en donde yo me desenvuelvo solo caben tres posibilidades: católica,
evangélica o atea… ah, y una cuarta que no se menciona por temor reverencial a
las oscuras fuerzas del universo dark: satánica.
En realidad,
estas incidencias me divierten un poco. No creo en la existencia histórica de
Jesús de Nazaret, pero me parece que, al menos desde mis intenciones, me
esfuerzo por seguir sus enseñanzas con mucho mayor empeño que bastantes de
aquellos que se perturban cuando lo afirmo.
Hace algunos
años llegó a mis manos la obra del filósofo inglés Bertrand Russell, Por qué no soy cristiano, en donde la
premisa básica dice que en realidad, en el mundo en que vivimos, nadie puede
llamarse cristiano ni cristiana. Y recuerdo una frase, un poco despiadada, como
todas las suyas, de mi amigo Ramiro Diez, quien exclamaba en su programa de
radio: “Si existe un cristiano, yo le quiero conocer”. Porque las enseñanzas
del personaje cuyo nacimiento celebramos en estos días no se han hecho carne ni
realidad en nuestro mundo de los albores del siglo XXI. Al menos no de la
manera notoria y transformadora que él pretendió. Dos mil quince años de
cristiandad no han logrado algo tan simple, por ejemplo, como que quienes se
dicen cristianos amen a su prójimo como a sí mismos… por comenzar por un
mandato sencillo. Mucho peor si nos fuéramos por temas como uno citado por
Russell: “Si alguien te golpea en la mejilla derecha, ofrece la izquierda”… o
viceversa. ¿Quién lo haría?, pregunta el filósofo inglés, y repreguntamos
muchos. Nadie. Ni el mismo Jesús, cuando fue el momento, lo hizo, según el
relato evangélico, pues cuando uno de los esbirros de los miembros del sanedrín
le golpeó una mejilla él no ofreció la otra, sino una inteligente respuesta,
impropia de un hombre en pánico ante la inminencia del suplicio: “Si he hablado mal, dime en qué me
equivoqué; y si no, ¿por qué me pegas?”
Las fiestas
navideñas (en realidad celebración camuflada del solsticio de invierno) son la
prueba más fehaciente de la traición descarada a las enseñanzas de Jesús. Comenzando
porque se celebra el nacimiento de un líder espiritual con un despliegue de
bienes materiales que no veas. El supuesto aniversario de aquel que no tenía
dónde reclinar la cabeza, según menciona el mismo texto doctrinal, se hace en
medio del boato y del derroche monetario y económico más grande del año. Y sí:
así funciona el mundo y de hecho mucha gente asegura buena parte de la economía
del año siguiente en estas épocas. Sin embargo, ¿por qué se hace todo en nombre
de Jesús, el rebelde de Galilea, el defensor de los pobres, el que proclamó que
“más fácil es que un camello pase por el
ojo de una aguja antes que un rico entre en el reino de los cielos”?
Por supuesto
que también son fiestas de amor al prójimo y calor familiar. Lo que, en muchas
circunstancias hace que quienes se encuentran solos la pasen doblemente mal.
Sin embargo, tal vez por ahí se podría rescatar esa sencillez de las fiestas
navideñas en familia: no la ostentación de las novenas repletas de
especialidades culinarias, sino la sencilla reunión familiar en donde se
compartía el calor del ágape cotidiano; no la competencia por quién da el
regalo más ostentoso, sino el don de sí mismo, el abrazo, el calor de la
compañía y el compartir con los seres queridos. La música de los villancicos
acompañando el arquetipo del niño renacido. La flor de la inocencia. La ternura
de una pareja que se apoya mientras busca un lugar donde dar a luz a su niño.
La sencillez de los animalitos que acompañan, la solidaridad de los pastores,
la integridad de los Magos de Oriente… Todos valores arquetípicos y profundos
que sobrepasan la objetividad histórica del mito.
Si se
recuperara la sencillez de una celebración entrañable y familiar tal vez la
navidad dejaría de ser el inmenso y contundente contrasentido al que nos
enfrentamos cada fin de año. Y también si es que quienes se dicen cristianos,
en lugar de juzgar a quienes tenemos la valentía de confesar que no lo somos,
supieran practicar honestamente lo que enseñó el hermoso arquetipo de un líder
al que muchos dicen amar, pero cuyo ejemplo casi nadie sigue.
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