Leonardo Parrini
La frase pronunciada estos
días corren vientos de guerra,
resulta una premonición terrible y un contrasentido, puesto que la naturaleza
aun en presencia de la muerte, fluye hacia la vida. En otras palabras, es contra
natura que lo social sople vientos de muerte a lo natural.
¿Existe un pensar ético frente a la
naturaleza que supere a los romanticismos que priorizan lo ecológico por sobre
lo social? Definitivamente sí. Hay una mirada, desde una nueva moral
conservacionista, que permite repensar nuestra relación con el ambiente natural
surgida de una premisa del pensamiento de un personaje conocido en el Ecuador: Charles
Darwin. El naturalista británico arribó a las Islas Galápagos el 15 de
septiembre de 1835, luego de una larga travesía a bordo del bergantín Beagle proveniente
de la Patagonia, en el extremo sur de Chile, donde inició la observación que lo
llevó a plantearse el génesis de la vida en el Origen de las Especies.
En medio del exuberante bosque
conífero chileno, Darwin dio a luz dos metáforas que sintetizan su pensamiento respecto
de la naturaleza y la bio diversidad que en ella habita. El árbol de la vida que simboliza el parentesco de todos los seres
vivos que pueblan el planeta como una gran familia, en la que cada uno de
nosotros podemos ser primos en millonésimo grado de seres de un pasado lejano,
o en el presente, separados por inconmensurables distancias terrenales. Este parentesco
nos hermana entre congéneres de una especie común y nos llama a conservarnos y
defendernos de la extinción como especie.
La otra metáfora darwiniana es
la red de la vida, según la cual coexisten
comunidades biológicas interconectadas en una sola trama natural en los
ecosistemas. A partir de alli, debemos asumir una actitud fraternal e
integradora con los demás seres vivos que conviven en el planeta en una gran asociación.
Idea por lo demás ecuménica, poética, que nos llama a confraternizar, en una
nueva ética ambiental, con respeto y sentido de autodefensa de la vida. El ecólogo
estadounidense Aldo Leopold, confirma la valoración darwiniana a la convivencia
armónica de las especies: Los hombres
somos sólo compañeros de viaje de otras criaturas en la odisea de la evolución,
este conocimiento nos da un sentido de parentesco con otras especies, un deseo
de vivir y dejar vivir. Esta premisa garantiza la sobrevivencia de la
especie.
Habitar poéticamente el planeta
Las dos metáforas del texto
darwiniano sirven de punto de partida al poeta chileno Cristian Warnken para
interponer la idea de que “existe una mirada poética del hombre frente a la
naturaleza”. La conservación de las especies depende de una decisión ética que
emerge de esa poética. En la búsqueda del hombre, tras la respuesta que nos explique
lo que somos, Warnken sugiere que hay un habitat poético del hombre en la
tierra. El hombre habita poéticamente el planeta, dice, ejerciendo una ética amerindia,
eco cultural, de reconexión con el habitat, que supone habitar lo inmanente. Esta
forma de habitar, poéticamente, el planeta tiene relación con el ethos griego (morada), es decir, con la
madriguera o casa del animal que compartimos. Somos habitantes del habitat
compartido con otros seres vivos. Pero es la poesía, con su capacidad de cruzar
mundos, reinos, especies y dimensiones, la que nos remite a lo más genital de
la tierra.
-La poesía es la verdad, pero
no la verdad instalada, dice Warnken, sino la verdad más profunda del hombre.
En esta idea evoca al poeta Antonio Skarmeta que habla de la poesía como una nostalgia de las cosas que
son nombradas por ésta en la metáfora. Y en ese decir poético, la poesía emerge
de un pensar –no sólo de un sentir- que nombra las cosas esenciales de la vida.
Platón -dice Warnken- cuando expulsó a los poetas de la República, por
considerarlos sentimentales y que se dejaban llevar por los estados de ánimo, marcó
la separación entre la filosofía y la poesía que empieza a caminar por
extramuros. Es, precisamente, el encuentro de ambas miradas, que nos
reencuentra con el habitat de manera poética.
-Sueño cuando la ciencia y el arte vuelvan a
abrazarse y encontrarse en esta separación que es artificial, dice Warnken. La
única manera de que este planeta se salve, si unimos los fantásticos avances de
la ciencia con el arte, concluye el poeta. Quien piensa, lo más hondo ama lo más
vivo, esta afirmación resume el acto poético de concebir la poesía nombrando
las cosas existentes por su
nombré propio y no con generalizaciones.
La escisión entre ciencia y arte,
nos impide valorar la diversidad biológica en un compromiso con la humanidad.
Y, lo contrario, una visión poética de la naturaleza en el reencuentro de la
ciencia con el arte, nos devuelve el sentido de comprensión del valor
intrínseco de lo natural, representado por el árbol y su valor instrumental
para la sobrevivencia de la humanidad. Confrontar la ciencia y la poesía otorga fuerza a la mirada que el
hombre da a la naturaleza, sin embargo Warnken se muestra escéptico a que los
acuerdos ecológicos, por sí mismos, vayan a cambiar la realidad porque la
transformación es interior en cada individuo y viene dada por la experiencia. Es
decir, es necesario que una nueva educación haga un viraje radical y nos
acerque a las cosas, al contacto con lo material y natural. Un reaprendizaje
que nos vuelva a una sabiduría adquirida en lo vivido y que nos proteja de las
teorías que no separan de lo real, natural y biológico. En esa nueva ética
ambiental, estamos llamados a vivir una opción existencial que nos
inspire a respetar la vida, compartida poética y armónicamente con nuestros hermanos
de planeta.
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