Por Leonardo
Parrini
En mis años de
estudiante universitario solía coleccionar frases en un cuaderno de tapas de
cartulina con figuras geométricas impresas, tan extrañas como las frases que permanecían
atrapadas entre sus hojas cuadriculadas. Era ese mi pequeño tesoro que, noche a
noche, desenterraba para dejarme seducir por la luminiscencia de cada palabra
en cada frase. Había una frase a la que siempre volvía como a una fuente de
agua fresca: las cuatro condiciones elementales de la felicidad son para un hombre la
vida al aire libre, el amor de una mujer, el desprendimiento de toda ambición y la creación de una belleza
nueva. Esta afirmación luminosa había sido escrita por la pluma no menos
luminosa de Edgar Allan Poe en su libro El Dominio de Arnheim. Con el
correr de los años el cuaderno se perdió entre las cosas que perdemos por
olvido y no recuperamos por estulticia. Pero quedó grabada en mi memoria
esa frase maravillosa de Poe, y que hoy evoco, a muchos años de distancia de mi
cuaderno y la geometría de sus figuras de portada.
En esa evocación se encierran los amores de su
autor por mujeres diversas, llenas “de misterio, la belleza, la magia y el
encanto”, aunque se ha dicho que Poe estuvo a lo largo de su vida enamorado de la muerte. Esa relación luctuosa de Poe con la muerte a quien le cantaría
y narraría algunas de las más envolventes historias de amor. Y ésta se
presentaría ante el niño de dos años, al fallecer su madre Elizabeth, cuya imagen Poe buscaría en cada mujer por el resto de su vida. En reemplazo
de Elizabeth, Poe fue adoptado por Frances Allan y su
esposo, quienes se harían cargo del niño en un ambiente
aristocrático de Richmond.
En la existencia
de Poe, -y en su propia obra-, la mujer, el amor y la fatalidad, son sinónimos. Ya a sus dos años de
edad, en 1811, la muerte de su madre, marcaría una
estrecha relación con lo lúgubre. Desde entonces y para siempre, las mujeres
que más amaría Poe responderían a un tipo común de misterio y belleza. Las amó con la pasión que se ama
lo que nos subyuga bajo su maravilloso influjo. Cantó a su belleza bajo la más arrebatadora
pasión carnal y subliminal.
Su amor inaugural era de una condición y voluptuosidad
prohibidas: el joven de apenas 18 años había sido seducido por la madre de su
compañero de curso de secundaria. Grabado a fuego lento en
su espíritu permanecían los versos que escribe a Jean Stith Stanard, su primer amor, a quien llamaría Helena: Helena, tu belleza es para mí, como esas barcas
nicenas de antaño que gentiles, sobre un mar perfumado Fatigadas y errantes van
entre las olas hacia sus propias playas nativas. La muerte
nuevamente ronda la estirpe de Poe y acaba con la existencia de la mujer, luego
de un alucinante periodo de locura precoz.
La presencia de la muerte rige la obra
de Poe, muestra de ello es su poema perfecto, como él
llamó a El cuervo en 1844. Sin embargo en este
texto es la muerte de su amada lo que ocupa el lugar central mientras el
fatídico pájaro se limita a anunciar que todas las delicias del ensueño amoroso
no estarán disponibles nunca más: Profundo, yendo hacia la pareja oscuridad,
mucho tiempo estuve aquí preguntándome y temiendo. Dudando, soñando sueños que
ningún mortal osó soñar antes. Probablemente, la muerte como el amor, no le daba
tregua. En 1827 E. A. Poe conoce y se enamora de Sara Elmira Royster Shelton,
hija de un hacendado sureño que al descubrir el romance de su hija le interceptó
las cartas de su amante.
La fama de bohemio
que adquirió Edgar Allan Poe lo acompañaría toda la vida, un prestigio que lo acercaría
a las mujeres de toda condición. En 1931, Poe, conoce Virginia de 9 años, una
niña que vivió en la casa que habitaba el poeta en Richmond. Cuatro años más tarde, en septiembre
de 1935, contrae matrimonio con la adolescente. Los biógrafos sitúan a Virginia
como el amor esencial en la vida del escritor, mujer de rara belleza que cautivó a
Poe, quien le escribe textos de una intensidad mayor: En los días más brillantes
de su incomparable Belleza, nunca la amé. En la extraña anomalía de mi
existencia, los sentimientos no me llegaron nunca del corazón, y mis pasiones
han venido siempre del espíritu, la Berenice de un sueño, no como un ser de la
tierra, un ser carnal, sino como la abstracción de tal
ser.
La pasionaria
vida de Edgar Allan Poe encuentra en Nueva York un espacio de expresión en una sociedad literaria integrada por mujeres de refinada condición que sucumben
a los encantos intelectuales del poeta. En largas tertulias lo escuchan declamar
sus apasionados versos; entre las oyentes se encontraban las poetizas Annie Richmond
y Sarah Helena Withman, con quienes sostuvo intenso epistolario amoroso. La
tragedia nuevamente capotea la vida del poeta cuando en las postrimerías de su vida
se reencuentra con un amor de juventud Sara Elmira Royster Shelton de quien el
poeta hace un retrato en su otro oficio de pintor. La pareja llega a una fecha
de compromiso matrimonial que nunca se efectuó, ante la muerte de Edgar Alan
Poe en una gresca, el 7 de octubre de 1849, cerca de Baltimore donde hallaron
su cadáver.
Una certera impronta
de la contrapuesta personalidad de Poe, dejó escrita Julio Cortázar en sus reseñas
críticas: “El hombre que se dispone a escribir es orgulloso, pero su orgullo nace
de una esencial debilidad que se ha refugiado, como el cangrejo ermitaño, en
una caracola de violencia luciferina, de arrebato incontenible. El cangrejo Poe
sólo abandona la valva de su orgullo frente a sus seres queridos. Ellos -Mrs.
Clemm, Virginia, algunas otras mujeres, ¡siempre mujeres!- sabrán de sus
lágrimas, de su terror, de su necesidad de refugiarse en ellas, de ser mimado.
Ante el mundo y los hombres, Edgar Poe se yergue altanero, impone toda vez que
puede su superioridad intelectual, su causticidad, su técnica de ataque y
réplica. Y como su orgullo es el orgullo del débil y él lo sabe, los héroes de
sus cuentos serán a veces como él, y a veces como él quisiera ser; serán
orgullosos por debilidad como Roderick Usher, como el pobre diablo de “El
corazón delator”; o serán orgullosos porque se sienten fuertes como
Metzengenstein o William Wilson”.
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