Por Leonardo Parrini
La ilusión del primer juguete es tan
emocionante como recordar el primer amor. El primer juguete y el primer amor
nos llevan al descubrimiento prodigioso del mundo. Se entrelazan en esa
provocación irrefrenable de los sentidos. El primer juguete navideño pudo oler
a madera, cartón u hojalata. El primer amor huele a fruta, cuerpo leve y
chocolate. El primer juguete remite sonidos de la infancia, tañe a matraca, tambor
o tren de latón. El primer amor trae el eco de una risa, la melopea lejana o el
susurro cómplice en una tarde estival. El recuerdo de los primeros afectos
siempre viene acompañado de íntimas resonancias y secretos silencios.
El primer juguete nació de las manos
febriles de algún hábil artesano. Hechicero de la madera y el pegamento blanco,
hacedor de artefactos que se animan en las manos de un niño. Mi primer juguete
fue una catapulta de madera. Mi primer amor era una muchacha de porcelana.
Ambos alborotaron mi infancia de diversa y similar manera. Con la emoción de
las cosas amadas, que advienen, se quedan y van en un juego de ser y no ser.
Fueron amores primigenios, sin sentido de posesión ni pertenencia, fugaces como
cosa prohibida.
Con mi primer juguete jugaba en
solitario, a mi primer amor lo amé a escondidas. Fueron seres de rincones y
penumbras, de escondites secretos. La catapulta de madera olía como huele
la madera lijada, con tersura de piel y aroma de pintura al agua. Mi primer
amor nació del barrio arborescente y olía a flores silvestres.
Solía yo disparar pequeños dardos
con la catapulta a monstruos imaginarios, con la discreta emoción que otorga el
poder sobre las cosas que quitan o dan vida. Con la sensación de ser un pequeño dios,
el don de ubicuidad en el mundo me hacía sentir poderoso. Con la misma plenitud
que provocaba la proximidad del primer amor. Ella asomaba fugaz a la ventana de
su casa, ocultando la risa detrás de los visillos. Era una aparición etérea,
difusa, vestida con un blazer marrón sobre una blusa color turquesa. El cabello
recogido y un rostro pálido y angelical, incorpóreo.
El tiempo jugó a desteñir las señas de mi primer juguete y de mi
primer amor, sin conseguirlo. Perviven como antiguo anhelo, perduran como
estigma en la memoria poética, que nos permite recordar solo aquello que amamos, como afirma Kundera. Llegaron en un tiempo de iniciaciones y se
quedaron sobreviviendo en la nostalgia. No caben en algún baúl de recuerdos. Suelen
revivirse con nitidez en la añoranza del
niño que fuimos, aferrados a la levedad incierta de las cosas amadas.
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