GRANDES TEMAS - GRANDES HISTORIAS

E c u a d o r - S u d a m é r i c a

viernes, 31 de octubre de 2014

LA CULTURA DE LO TRANSITORIO

Por Leonardo Parrini 

Con la vista fija en una página impresa con letras pequeñas, punto 10, Times New Roman, leo: el signo de la palabra impresa toca a su fin, la imagen virtual de letras sobre un screen líquido, es la nueva y abrumadora realidad. La sentencia es lapidaria. Una premonición certera que no deja lugar a conjeturas; lisa y llanamente se da por hecho el fin del texto impreso sobre el papel. Una visión apocalíptica que pinta de arcaica cualquier defensa del hábito de leer con un libro en la mano.

Valiéndose de la fugacidad de la letra sobre una pantalla, los amantes de la tecnología -y por ende de la lectura superficial-, sin duda, alegarán las ventajas de la modernidad que da paso a la consulta bibliográfica express como valor agregado a la sociedad audiovisual en la que vivimos. El prospecto es poner en la obsolescencia a la lectura reposada, en favor de la fascinación por la vertiginosidad.

Frente a una pantalla no hay que pensar, solo decodificar mecánicamente las leras, una tras otra, hasta quedar obnubilado por la luz del screen y por la opacidad de las letras que, incluso, pueden cambiar de tamaño y de color ante nuestros ojos. La lectura, reposada, va cediendo al vértigo de las nuevas tecnologías audiovisuales como signo de nuestro tiempo. La pasividad por sobre la acción. La comodidad de hacer click en lugar del afán de investigar en las páginas de un libro de biblioteca. Prohibido pensar, prohibido cuestionar, es la fórmula en boga.

Pero la extensión del acto de vivir frente a una pantalla, va mucho más allá de la lectura. Frente a un computador se trabaja, se mantiene relación con el mundo, se tiene sexo, se accede a la información del entorno, se lee la prensa, se escucha música, se estudia, se duerme, se ve películas, se compra, se vende. En fin, se vive en reemplazo de la vida real. Y no se trata aquí de privilegiar una moral cavernaria versus una ética de la modernidad, sino de una constatación así a secas, sin comentarios adicionales. La propia actitud express frente a la vida implica no hacerse líos, no moralizar, no regañar ni renegar, sino acatar. Usando ese gerundio tan ecuatoriano, diríamos que la pantalla te da viviendo. Una vida virtual, por cierto, en detrimento de la vida real, aquella chata, desteñida, aburrida y sacrificada que implica volver a usar los órganos vitales como antes.

Es una completa inutilidad usar la inteligencia práctica para entendernos con el mundo, si un aparato nos lo da haciendo y nos entrega un enlatado que reemplaza la capacidad de asombro, discernimiento y crítica frente a la realidad. En esto de obtener saberes del entorno, la tendencia audiovisual tiende a hacer desaparecer la clase formal, el profesor frente a los alumnos, el rol del maestro ante los discípulos. Una tabla digital contiene todo lo que tiene decirnos un profesor durante un año y un chip almacena infinitamente más datos que los conocimientos adquiridos por nuestros maestros de carne y hueso durante su longeva vida.

Cultura de lo efímero

“La lectura cansa. Se prefiere el significado resumido y fulminante de la imagen sintética. Esta fascina y seduce. Se renuncia así al vínculo lógico, a la secuencia razonada, a la reflexión que necesariamente implica el regreso a sí mismo”, se quejaba con amargura Giovanni Sartori. Ese lamento del autor italiano tiene mucho de duelo por la muerte de lo textual. ¿La cultura de la imagen está desplazando a la cultura del texto?

Abdón Ubidia dice con acierto que la televisión es el medio del olvido, de la vertiginosidad que no permite retener, sino olvidar de un instante a otro lo visto y oído. La relación con el mundo de las imágenes virtuales tiene mucho de tele mirada: lo instantáneo no deja percibir lo esencial. Y esa relación de vértigo está atravesada por la fascinación ante el destello de la imagen en movimiento que hechiza, subyuga y atrapa. Una ironía de Groucho Marx bien vale para matizar con humor esta realidad, por lo demás patética: gracias a la televisión encendida leo más libros en el cuarto de al lado…

Si enfréntanos la disyuntiva de vivir esencialmente, volver a amar la profundidad del pensamiento crítico, la reflexión reposada, la búsqueda de la verdad en las honduras del saber, quiere decir que estamos condenados a vivir en contravía en la ancha autopista de lo virtual. Pero si la idea es pasar veloz por la vida, sin rollos existenciales, echando mano de información enlatada que reemplace al tedioso acto de pensar y sentir recio, entonces estamos en el mundo indicado.

Pero ojo, la banalidad no es propia de la cultura audiovisual, también la cultura de imprenta, de tomo y lomo, puede caer en la trivialidad y convertirse en volador de luces. Vivimos en el mundo de las fórmulas compendiadas, las recetas de bolsillo, la literatura de autoayuda que vende como pan caliente procederes plagados de obviedades, pero envueltos en el celofán de la superación personal y el éxito social. Ahí están los gurús de la autoayuda, los agoreros del desastre, los marketineros de la esperanza comprimida a un tips, los consejeros espirituales al estilo Coello y Jodorowsky y de tal, que es otra fórmula de cultura light y efímera.

Entonces la calentura no está  en las sabanas. El formato digital no es sino el efecto, mas no la causa de una cultura trivial y acrítica. Es una herramienta que por sofisticada que aparezca, resulta tan inocua como un lápiz de carbón. El condumio nos lo proporciona una mirada esencial a la vida, aquella que nos permite constatar que aun en la vorágine se puede reflexionar, y aun en el vértigo se puede sentir la paz espiritual que se requiere para sobrevivir en la cultura de lo transitorio.

lunes, 27 de octubre de 2014

PALMIRA ROSES, NOSTALGIAS DE LA ALDEA


Por Leonardo Parrini

Que el duelo de la vida duele más que el de la muerte, no hay duda. Se prolonga más allá de la pérdida de un ser amado, y cae de bruces sobre la nostalgia del futuro, no solo del pretérito imperfecto, cuya acción, se suponía, quedaba abierta al devenir. La partida final de la escritora catalana Palmira Roses, -madre de cinco de mis hermanos de padre- deja un vacío de añorar lo que nunca jamás sucedió en ese porvenir que duele por no haber ocurrido. 

Y esa nostalgia guarda relación con las uvas de Macul y las tardes rubias de sol dando cuenta de una generosa sandia en el huerto rodeado de achiras. Y de aquellas jornadas de lluvia en la casa de madera bebiendo interminables tazas de café entre alusiones a la vida de los escritores que cultivaron nuestro espíritu tempranamente. Esas congregaciones colectivas cuando la vida política de Chile transitaba por las grandes alamedas junto a la esperanza. Y esa algarabía de cada septiembre rojo, que conmemoraba todo lo trascendente que le ocurrió a los chilenos en su historia claroscura. Todo aquello que era parte de un pretérito imperfecto, ahora sin futuro posible. Ese absoluto que no da cabida, sino a la nostalgia también imperiosa. 

A Palmira Roses la conocí hace ya algunos años, cuando comencé a frecuentar el hogar que compartía con mi padre y sus hijos Vicente, Paloma, David, Rodrigo y Sebastian, cinco hermanos que me devolvía la vida como una promesa. Palmira había llegado a Chile procedente de Cataluña, siendo aún una joven de pollerón largo y cabellos cortos que dejaba los paseos en bicicleta por Sabadell, su aldea natal, para vincularse a la aventura vital de un Chile que abría sus puertas a los migrantes españoles. 

Palmira traía la poesía en la piel. Testimonio vital de su infancia en Sabadell, su pueblo que le había premunido de los elementos existenciales para escribir versos necesarios, como el pan, en sus Cartas a Sabadell:

Hay un tren detenido entre la nieve de mi memoria…
En la memoria tengo el don de la ubicuidad
Igual que un personaje de Chagall
Vuelo sobre el tren
Oscuro sólido y blanco por la nevada

Y Sabadell asoma como un destello que anuncia la luz del recuerdo.

En otoño este bosque
Acapara todos los tonos ocres
Y amarillos del mundo
Cuando llueve
Deberían ver la lluvia en el bosque
Se descuelgan grandes gotas
De sus hojas
Y en los charcos uno siente el vértigo
De caerse del cielo.

Vértigo de la memoria poética que se disipa en versos de una poesía que es usual como el cielo que nos desborda, al decir de René-Guy Cadou. Hechos de nostalgias ciertas y con palabras verdaderas que fueron escritas desde la serenidad cabal del espíritu de su autora, para expresar la desazón que me producen los recuerdos, según su propia confesión.

Mi último encuentro con Palmira fue en Hueldén, una pintoresca caleta de pescadores, al sur del mundo, allá en la isla de Chiloé. Era el invierno del 2006 durante mi visita a Chile. Días  de evocaciones y promesas que se prolongaron, a mi regreso a Ecuador, en un sustancial epistolario que mantuve con Palmira, en el que nunca deje de sentir ese hálito vital que solemos percibir en las palabras de los seres amados. Junto a los manzanos desnudos del huerto de la cabaña que mi hermano Vicente había construido junto al mar, recordamos y revivimos ese pretérito que se volvía perfecto en la memoria. 

Y en esa memoria Palmira es la muchacha que transita en bicicleta por las calles de Sabadell. Abro después de muchos años las páginas luminosas de su Cartas a Sabadell y me estremece su lectura con un temblor de nostalgia.

Nadie ha muerto en esta casa
Los que a ella llegan traen sus propias historias
Y entre el tejer y el destejer de la charla
Algunas hilachas quedan perdidas en los rincones…
Puedo irme y en esta casa nadie llorara mi ausencia

Un recuerdo que se arrincona a contravía, porque mientras uno espera todavía más de la vida, Palmira Roses acaso quería retomarla como un recuento. No sea cosa que Palmira se nos fuera para cumplir ese designio de Alonso Gatto: Todos tenemos prisa de morir para regresar a nuestra aldea…­

domingo, 26 de octubre de 2014

POSTALES ESTUDIANTILES


Por Dani Game /Corresponsal en Paris. (Exclusivo desde Berlín)

Alrededor de ciento cincuenta becarios ecuatorianos se encontraron en Berlín del 17 al  20 de octubre pasado, en el marco del Tercer Foro de Estudiantes en Europa convocado por la SENESCYT (Secretaría Nacional de Educación Superior, Ciencia, Tecnología e Innovación).  De esos días se podrían escribir muchas cosas, fueron diversas las actividades y largas las jornadas de trabajo, pero lo esencial fue, sin duda, el intercambio de experiencias académicas y de vida entre el grupo de estudiantes.

Sentados en las aulas, recorriendo los pasillos de la Universidad Técnica de Berlín, compartiendo cenas o encuentros no planeados en las largas filas para entregar las facturas de viaje, varios estudiantes pudieron escucharse y aprender cómo cada uno re-conoce los problemas de la vida en el Ecuador y en el mundo. Formas nuevas de ver temas viejos eran parte del cuestionamiento de presupuestos y certezas que la vida estudiantil permite y debe promover.

En un encuentro entre tantos ecuatorianos, la reproducción del Ecuador era inminente. Desde lugares de origen de toda región y edades distintas, hubo momentos donde las posturas políticas se hicieron evidentes, las clases sociales también y las distinciones en la forma de construir una ética académica. La emotividad -tal vez un poco olvidada en territorios europeos- surgió cuando algún estudiante hablaba con el que estaba sentado a su lado como si fuera su amigo de la infancia, sin ni siquiera saber su nombre. El humor y la risa estuvieron siempre a disposición y tan presentes que hasta en la ceremonia de entrega de premios a la investigación, los estudiantes se permitieron chiflar y usar nuestro poco entendido “doble sentido” para romper con la solemnidad del evento. Ahí estaban los estudiantes, ahí estaba el Ecuador.

 “Una masa crítica” fue como René Ramírez, Secretario Nacional de Educación Superior, Ciencia, Tecnología e Innovación, denominó a lo que se espera sea el grupo de becarios. Sin embargo, su denominación no parecía ser un designio sino el producto de lo que en esos días ya se hizo evidente. Durante los intercambios académicos no hubo máximos acuerdos. Se escucharon oposiciones sobre el uso de transgénicos, los marcos teóricos respecto a problemas sociales,  la explotación petrolera, agrícola y otros temas que dieron cuenta de que las llamadas “Ciencias duras” pueden verse limitadas al servicio de la técnica y el mercado si no van de la mano de las preguntas que las Ciencias Sociales o “blandas” nos hacen. ¿Qué es la Ciencia? Se escuchó en una de las mesas de trabajo.

La crítica en general estuvo basada en argumentos y contraargumentos que si bien en ciertos momentos “caldearon” los ánimos, no cedieron a la reproducción de lo que algunos estudiantes notan a la distancia: la falta de debate en el Ecuador; conversaciones con preguntas retóricas para “hacer caer”, ausencia de una escucha atenta y el uso de señalamientos personales o bromas como forma de deslegitimar la palabra del otro.  Entre muchos estudiantes hubo un compromiso implícito de dar la talla académica, de quitarle a la crítica el matiz amenazador, intentando además resaltar quiénes son en realidad los protagonistas de las intervenciones que cada proyecto de investigación plantea.   

Esta pausa en las actividades, esta postal estudiantil puede haber sido sólo eso; un momento idílico entre gente que vive un tiempo particular de su vida y de la historia.  Pero tal vez fue más que eso, quizás la distancia real y crítica con el país se mantenga al volver. Es posible que el título que buscan los estudiantes no sólo sirva para encontrar un trabajo que pague mejor, sino una forma de vida que no olvide la vida del otro con el que ya no se compartirá  el aula, sino el mundo.