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E c u a d o r - S u d a m é r i c a

viernes, 23 de enero de 2015

ADIOS A PEDRO LEMEBEL, ENFANT TERRIBLE DE LAS LETRAS CHILENAS


Por Leonardo Parrini

Los enfants terribles de las letras son escasos y hay que autenticarlos contra la vida misma. La historia del escritor y artista visual chileno Pedro Lemebel confirma esta aserción, por lo demás, inherente a un outsider en todo el sentido del término. La marginalidad de Lemebel es congénita, uterina y por derecho adquirido en las barriadas periféricas de Santiago -Zanjón de la Guada y La Legua- de donde es originario. Desde su propio conflicto identitario, Pedro Mardones Lemebel adopta el apellido materno en gesto de alianza con lo femenino, por inscribir un apellido materno, y reconocer a mi madre huacha desde la ilegalidad homosexual y travesti, diría Lemebel.

"Quién más que yo para protagonizar las crónicas...Culo y corazón nunca me han faltado. Y así se hará: el cronista se atribuye los vicios, pecados y virtudes de las faunas de sus relatos", sentenció en una oportunidad. A la irreverencia contestaria, Lemebel añadió su desdén por lo establecido, a través de la “provocación y el resentimiento” puestos al destajo de la denuncia política y social esgrimida en algunas trincheras conocidas de la izquierda chilena. Lemebel fue cronista de las publicaciones Página Abierta, Punto Final y The Clinic, -recogida en la antología de crónicas La esquina es mi corazón-, actividad que alternó en la conducción de espacios de radio donde habitualmente puso por delante su anti establishment. Su hoja de vida está salpicada de hechos singulares desde sus estudios en un liceo industrial en el que aprendería la forja de metal y mueblería, oficios que terminó odiando y que, de algún modo extraño, lo conducen a su profesión de maestro de Artes Plásticas. Con ese título, Lemebel, ejercería la docencia en colegios también marginales de la capital chilena de donde fue expulsado por su “traza de homosexual”, circunstancia que marcó su definitiva vocación por las letras.

Su proximidad con la literatura es gradual y se inicia en los años ochenta, en un agitado Chile que puja por liberarse de la dictadura de Pinochet. Sus primeros escritos obtienen el reconocimiento con su cuento Porque el tiempo está cerca, Premio de la Caja de Compensación Javiera Carrera en 1983. La trama -creación o crónica personal- narra los trances de un adolescente abandonado por sus padres, que se distancia de su barrio alto y se prostituye en los tugurios santiaguinos.

Lemebel y la contracultura

La rebeldía de Lemebel trasciende su obra y se enquista en sus gestos personales y políticos. En 1986 protagoniza un mitin de izquierdas en el centro cultural Estación Mapocho en la capital chilena, “vistiendo por primera vez sus zapatos con tacones y maquillado con el símbolo comunista de la hoz y el martillo cubriendo la parte izquierda de su cara”. De ese evento data la lectura del manifiesto Hablo por mi diferencia, texto que reúne cuento, poesía y crónica, publicado en 2002 en la compilación de Juan Pablo Sutherland titulada A corazón abierto: geografía literaria de la homosexualidad en Chile.  

La dilatada trayectoria de Lemebel no se detiene en obstáculos políticos o sociales, más bien recibe el estímulo de la marginalidad que inyecta el efluvio de la indocilidad. En 1987, funda con el poeta Francisco Icaza el dúo Las Yeguas del Apocalipsis, de estilo perfomático y provocador, que irrumpía en los lanzamientos de libros y exposiciones de arte para manifestar su confesa inclinación por la contracultura. Las Yeguas del Apocalipsis aparecen en la premiación del poeta Raúl Zurita, en la nerudiana casona La Chascona, y ofrecen una corona de espinas al galardonado que repele el ofrecimiento. Un año más tarde, en un encuentro de intelectuales con el candidato presidencial Patricio Aylwin, sin invitación previa, el dúo irrumpe en el escenario con tacones y plumas desplegando un lienzo en el que se leía “Homosexuales por el cambio”, ocasión en que Francisco, integrante del dúo se abalanza sobre Ricardo Lagos, candidato a senador y posterior presidente de Chile, besándolo en la boca. Las Yeguas del Apocalipsis irrumpen por última vez en la Bienal de La Habana, en 1997, esta vez con invitación oficial.  Al siguiente año aparece su libro De perlas y cicatrices y en ese mismo año, Lemebel, publica Loco Afán: Crónicas de sidario que aborda la marginalidad de los travestis.   

En una reseña de prensa se lee: “Entre 1987 y 1995, Las Yeguas del Apocalipsis realizaron por lo menos quince intervenciones públicas, 17 y en total no más de veinte. La mayoría fueron en Santiago, pero también las hubo en Concepción donde despellejaron sus cuerpos enterrándose en cal, así como en Talca y La Habana, donde se presentaron en la Casa de las Américas. Otras de sus acciones de arte fueron bailar cueca sobre vidrios, interpretar ambos a Frida Kahlo, o cabalgar desnudos como Lady Godiva sobre un caballo blanco por la Facultad de Arte de la Universidad de Chile en alusión al fundador de Santiago, Pedro de Valdivia”.

Performances, travestismo, fotografía, video e instalación son los materiales con que Las Yeguas del Apocalipsis pasearon su arte y su denuncia contra los atentados a los derechos humanos y la libertad sexual, elementos que también incluían una protesta en favor de la democracia y la constante búsqueda de un sentido de justicia y dignidad de la vida. "Quizás esa primera experimentación con la plástica, la acción de arte... fue decisiva en la mudanza del cuento a la crónica. Es posible que esa exposición corporal en un marco religioso fuera evaporando la receta genérica del cuento...el intemporal cuento se hizo urgencia crónica...", explica Lemebel.

Pedro Lemebel hizo de la marginalidad el centro existencial de su vida y obra, en un grito por la inclusión de género y el reconocimiento a la diversidad sexual y los derechos colectivos de un pais ahogado en la dictadura militar. El yermo espacio que deja su deceso provocado por un cáncer de laringe, abre una interrogante en Chile: hasta dónde la propuesta suya se hace carne en una sociedad profundamente conservadora, cuya impronta es la marginalidad y la represión de las culturas alternativas y contestatarias. Es probable que la respuesta subyace en la propia obra de Lemebel, en su estilo barroco y kitsch, “mezcla de realidad y ficción”, en que la tragedia se funde a la comedia en un mismo aliento combativo de rebeldía y rechazo a lo establecido: “Si a la masa idiotizada de los chilenos le basta con lo que le da la televisión, me parece que este es un pobre país, porque, aunque seguramente tiene mucho futuro y goza de una prosperidad que se refleja en sus malls y en sus palmeras sintéticas, es un país al que se le está apagando el alma”. El adiós a Lemebel, acaso, deba incluir el epitafio que él diera a su amigo y colega Roberto Bolaño: la muerte fue un zarpazo de la vida.

CALDO DE GALLINA


Por Aitor Arjol

Si Quito amanece como una capital extraña, es porque me refiero a que uno levanta el ojo, sobre su almohada, lo cruza a través de la ventana, y la capital se agiganta, o se estrecha, o finalmente se estrella contra el hecho de despertar. Nos ha debido suceder alguna vez. Por extraño que lo parezca. Algunos edificios se enturbian mientras el sol acomete sus primeras andanzas. Otros, sin embargo, le hacen la competencia y parecen más blancos que nunca. Las aceras grises. Los crecientes bocinazos del tránsito. La pelea de algún lejano mirlo. La bulla del gentío. La abrumadora presencia del transporte público, para quienes la prudencia no es más que el espejismo de un buitre. Poco a poco la ciudad nos hace frente, a cada quien en un lado diferente de las sienes, pero al fin y al cabo, nos pertenece, cualquiera que fuera el punto cardinal donde bosteces, te cepilles los dientes o dejes caer el agua fría, tibia o caliente. Los patacones vienen después. O cada quien su queso. O será que salen en ayunas, más acelerados que una patineta, o con la desgana del lunes, o con el sobresalto de los viernes, o con la particular pereza de los sábados. Así es cuando vives aquí todos los días y no te separas de la rutina por un instante.

Por lo demás, la extrañeza no solo viene dada por desembarazarse del sueño, sino también por ser consciente de ello. Porque hay quienes poco les importa cómo es la capital, o como le amanece a uno, porque todos los días son iguales. Levantarse. El libre asueto del desayuno. Practicar la monotonía de la oficina. Levantarse para ser merecedor de un buen almuerzo. Registrar la salida. Y poco más. La misma breva, como dicen en algunas latitudes. Apenas la silueta de la cordillera. Una ciudad estirada más allá de donde conviven los páramos. De este a oeste. De norte a sur. Depende cómo se mire o por dónde empieces. Porque cada mes, pareciera que emprende la huida en cada uno de sus extremos y se pierde por Machachi o por Carapungo o por Carcelén y Quito engulle a todos, prácticamente a todos los despistados, hasta el mismísimo puente del río Chiche y, si no nos damos cuenta, a punto está de embriagarse con el valle, o con el vuelo de un cóndor.  Como dije, en caso de darse cuenta.

Sin embargo, podemos preguntamos qué sucede con aquellos para quienes además de esta ciudad, ha habido otras. Otras en las que han practicado el buen o mal vivir durante muchos años. Otras ciudades que se compenetran en sus vidas que no son más que un largo sendero de diferentes sueños. Pongamos un viajero. O un nómada. O un artista de los pasos de cebra. O un profesional de la cooperación al desarrollo. O un escritor al que le guste tomar el pulso en distintos países. O una mariposa que saliera de su crisálida en la selva y emigre para morir en Honduras. O un atento observador. Para ellos, como para muchos otros que no se cita por aburrimiento, la extrañeza viene dada desde afuera, desde la perspectiva de más allá, y puede que tengan un grado excepcional de asombro. Asombrarse hasta de lo más simple. Sorprenderse como si la vida fuera en ello. Tomar nota con el corazón más abierto o tal vez más cerrado, ante cualquier motivo, cuestión, movimiento, hábito, detalle arquitectónico, liviandad del viento, sostén colgado en la azotea, medias gozando el devenir de su humedad, guardias hablando por teléfono mientras la seguridad les importa un comino o aquella viejecita con su cesta ofreciendo media docena de bizcochos de Cayambe por un diáfano dólar.

Cualquier detalle, en el sentido anterior, en la hora o día que nos fijásemos de antemano, es capaz de levantar desde un cuento hasta una profunda tesis filosófica. O una sonrisa. O un silbido. O una atención. O despertar el hambre. Por qué no. Hacer que las tripas rugan como leones endemoniados. Y si, por esto de las latitudes, nos gusta más lo que huele a pueblo y menos lo que tiene un tufillo de altísima clase social, habrá que detenerse en cualquiera de los “agachaditos”, que no solo abundan por la Floresta, como hace un par de años afirmaba un reconocido periodista viajero español. Claro que, no es lo mismo escribir de lejos que hacerlo in situ y en estrecha convivencia con la respiración de Quito. Así que, agachadito, de pie junto al mostrador o sentado en el borde de la acera, si nos olvidamos del norte por un rato, y agarramos la mochila, o las dos ruedas, o los dos pies, o simplemente soñamos con el espíritu tranquilo, emprendemos la huida y nos olvidamos de quiénes somos, podemos llegar hasta cierta avenida. Una tribuna. Un domingo a mediodía. Un sol extraordinario. Una abundancia de gentes nobles y que viven un día después de haber trabajado los restantes o trabajan ese día para que a los demás nos permitan vivir. Una señora de unos sesenta años atiende el local, entre una vieja licuadora, cubos, vasos plásticos y, ante todo, una prominente sonrisa. Le acompaña su hijo. Que por añadidura cuenta que había emigrado y vivido unos cuantos años en Madrid. Haciendo de todo. El oficio del humilde trabajador. Camarero o lo que aquí cuentan como mesero. Cuidador. Acompañante. Tal vez carpintero. El caso es que una vida dura pero acometida con honradez. Eso es suficiente como para escucharle hasta la última noche de nuestras vidas. Y por si tuviera que ser más esencial, encima de una olla, con gran solemnidad, un cartel anuncia que hay caldo de gallina. Caldo de gallina para esta extraña y bella ciudad.

miércoles, 14 de enero de 2015

JORGE MATEUS Y UN DESAFÍO LLAMADO DESEO


 
Fotografía El Telégrafo y L.Parrini
Por Leonardo Parrini

Más allá de la parodia al nombre de la pieza teatral del dramaturgo estadounidense Tennessee Williams, Un tranvía llamado deseo, (A Streetcar named Desire), el actor y director ecuatoriano Jorge Mateus asume el desafío de dirigir esta obra respondiendo, acaso, a un íntimo deseo: corroborar de que el teatro es, en esencia, una metáfora de la vida en la confrontación de dilemas existenciales de fuertes trazos vitales. La adaptación y montaje en Quito de este clásico del teatro norteamericano, estrenado por primera vez en 1947 con Premio Pulitzer en género dramático, es el mayor reto asumido por J. Mateus con un elenco nacional integrado por los actores Santiago Carpio y Sonia Valdez, en roles protagónicos.

La historia: una trama narrada en tinta fuerte por T. Williams (1911-1983) cuenta la relación de Blanche DuBois (Sonia Valdez), de origen acomodado, atractiva y excéntrica, con su hermana Stella, durante una visita que realiza a su apartamento de la calle Campos Elíseos, en la ruta llamada Deseo por donde transita el tranvía citadino de Nueva Orleans. Stella convive con Stanley Kowalski (Santiago Carpio), un obrero de origen polaco en un patio de vecinos junto a otros inmigrantes. La obra alude a la confrontación de dos mundos antagónicos, la cultura refinada de la pequeña burguesía sureña estadounidense y el agreste entorno proletario inmigrante. 

La reseña de la obra cuenta: Blanche llega a casa de Stella con la noticia de que su antigua plantación Belle Rêve, Bello Sueño, en Laurel Misisipi, se ha perdido por la mala gestión de sus ancestros. La llegada de Blanche interfiere en la vida de su hermana y su cuñado Stanley, hombre lleno de energía con una presencia varonil, práctica y tosca. Blanche comienza una relación con un amigo de Stanley, Harold Mitchel, no obstante que existe una atracción oculta pero poderosa entre Blanche y Stanley. Su atracción va en contra de los valores morales y culturales de ambos; sus conflictos representan el antagonismo entre los grupos sociales a los que representan: la fuerza bruta de la naturaleza es tan poderosa como los prejuicios morales. Al final, eclosionan todas las emociones de Blanche y, desequilibrada, es internada en una casa de salud mental. En el epílogo, en una frase resume su vida: Siempre he dependido de la amabilidad de los extraños.

Un actor intenso

Jorge Mateus confesó en nota de prensa que realizar Un tranvía llamado deseo es el “sueño deseado de cualquier director”. Enhorabuena para el talento ecuatoriano, se ha hecho realidad ese sueño del teatro nacional de emular la fama mundial de una obra clásica de alto estirpe dramatúrgico. Al leer su entrevista evoqué los días en que Jorge Mateus se iniciaba en el teatro, allá a fines de los setenta, cuando puso en cartelera Las Criadas de Jean Genet, y el famoso tríptico, Crónicas del Desamor, obras de las cuales guardo en digital los afiches que le diseñé, en ese entonces, con fotografías tomadas a las escenas durante los ensayos. En lo sucesivo, vinieron una retahíla de obras monologantes, y las colectivas: Diario de una dama neoyorquina, Corazón de Agua tibia, El rincón de los Amores Inútiles, Justamente ahora, entre otras. En ese avatar, Jorge Mateus, paseó su talento histriónico y dramatúrgico por los escenarios del país y del exterior, alternando con su labor de investigador teatral y director del Grupo El Callejón del Agua.

En una entrevista anterior para LAPALABRABIERTA, este monologador de las tablas, había reconocido su predilección por el soliloquio. Mateus, dice que de esa manera puede “trabajar cosas que me interesan de manera más intensa, más íntima; claro que he dirigido grupos grandes y pequeños, pero en los últimos años he hecho sólo unipersonales”. Sobrio, intenso, afiatado en su oficio actoral, el suyo es un quehacer que penetra profundo los vericuetos del género humano y su tránsito por una vida donde no está todo dicho, ni todo saldado, en deuda existencial del hombre por alcanzar un sentido de vivir. Mateus acciona y reflexiona sobre diversos resortes del alma humana que se activan al estímulo de interrogantes vitales: qué sentido tiene vivir, actuar y dirigir, son soplos de un mismo aliento. Con ese talante suyo de austeridad personal y profesional, Mateus a estas alturas de su trayectoria, asume este nuevo trabajo de mostrar la obra de Tennessee Williams con serena pasión, como un desafío llamado deseo.


Funciones en el Teatro de CCI en Quito, de jueves a sábados a las 20:00 y los domingos desde las 18:00.

domingo, 11 de enero de 2015

UN DESPERTAR EXTRAÑO


Fotografía Dani Game
Por Dani Game 

“Siempre París para soñar, siempre París para morir, siempre París para rodar, sin ser Manón, sin ser Mimí.” (1)

En el Parque de Belleville despedimos al 2014 y parecía que la ciudad también se despedía de nosotros. Desde ahí vimos al sol caer del otro lado, era de un naranja inmenso y llegaba hasta nuestros ojos atravesándolo todo. La Torre Eiffel parecía un prisma que delineaba con sus reflejos los techos parisinos. Los diafragmas de las pocas cámaras presentes en el parque tenían que cerrarse al igual que nuestros ojos ante tanta luz. Los párpados subversivos se abrían con cuidado para contemplar la belleza de la ciudad. Esa tarde parecía una señal de despedida, el abrazo apretado de un tiempo envejecido que  dice que un tiempo nuevo y mejor llegará.

De regreso a casa se escuchaba hablar de la réveillon; palabra francesa que se refiere a la cena de Año Nuevo (y Navidad). Es la comida que celebra la media noche, el cambio de un día a otro. Antes de conocer este dato preciso, mi francés arbitrario había asumido una conexión etimológica con la palabra réveil, que significa despertar. Resulta más novelesco pensar que los franceses consideran al año que se va como un sueño y al nuevo año como un despertar que debe ser celebrado. Llegó el 2015 y devino con sus primeros días pintados de pereza, tejidos adiposos expandidos y ganas aún intactas de empezar otra vida.


Repasé varias veces las fotos de esa última tarde en el Parque de Belleville; los besos que se dieron con la ciudad a punto de oscurecer, el silencio y la contemplación, partes de un buen presagio que pareció expirar el martes, 7 de enero. Tal vez nos habíamos quedado dormidos en el naranja del sol, y en esta primera semana, después de veinte muertos, hemos tenido que despertar.

No es fácil levantarse en París y reconocer que aquí también habita el odio. No es fácil porque esta ciudad suena a todos los idiomas, viste de todas las formas, escribe periódicos de todas las líneas políticas y las calles huelen a crepes, kebab y comida china. No es fácil porque en los muros de cientos de edificios hay tres palabras talladas para siempre: Liberté, égalité, fraternité; están ahí para ser leídas por todos, para no olvidar que deben ser usadas más allá del Estado y de cualquier Fuerza del Orden. No es fácil despertar así de un sueño.

Estas muertes muestran lo que nuestras postales de París esconden; aquí también existe la exclusión, la censura, la condena, el fanatismo y los discursos hechos de enemigos; y hay más dudas que respuestas, más inocentes muertos y otros tantos señalados con el dedo como culpables.

En esta situación tan “poco parisina” nos levantamos, reconociendo con tristeza que las balas siempre suenan más fuerte en el barrio de al lado, pero duelen menos cuando estallan en lugares lejanos. Pero ya estamos despiertos, y si nuestros párpados siguen siendo subversivos seguiremos buscando la belleza antes de conciliar de nuevo el sueño, volveremos a ver a París, soleado o vestido de gris, volveremos a reconocer esas tres palabras en sus muros, a leer sus periódicos, a encontrar sus eternas discusiones radiales y a marchar de République a Bastille. Volveremos a escuchar los sonidos de otras lenguas y todos los nombres del mundo, volveremos a vestirnos y a desnudarnos,  volveremos siempre a París.





(1) “Siempre París”, tango de los hermanos Virgilio y Homero Expósito. (Buenos Aires, 1942)