Un día como hoy, el martes 11 de septiembre
de 1973, Salvador Allende Gossens, Presidente Constitucional de Chile, moría en
el Palacio de la Moneda combatiendo contra la arremetida, por aire y tierra,
del Ejército chileno, durante el golpe de Estado más cruento de la historia de
la humanidad. El Presidente mártir ofrendó su vida a la causa de la revolución y
con su ejemplo marcó un derrotero de dignidad y consecuencia política para el
futuro de las generaciones venideras.
Hoy al conmemorar 42 años de ese suceso, LAPALABRABIERTA rinde homenaje al dirigente de la Revolución chilena en la voz de tres grandes latinoamericanos:
Eduardo Galeano, Pablo Neruda y Gabriel Garcia Márquez. Tres voces imperecederas,
testigos de nuestro tiempo, que relievan la figura y memoria de Salvador
Allende con palabras que permanecen grabadas en el atrio de la historia de la
patria grande.
SALVADOR ALLENDE EN LA MONEDA, EL 11 DE SEPTIEMBRE DE 1973.
Por Eduardo Galeano
Por valija diplomática
llegan los verdes billetes que financian huelgas y sabotajes y cataratas de
mentiras. Los empresarios paralizan a Chile y le niegan alimentos. No hay más
mercado que el mercado negro. Largas colas hace la gente en busca de un paquete
de cigarrillos o un kilo de azúcar; conseguir carne o aceite requiere un
milagro de la Virgen María Santísima.
La Democracia Cristiana y
el diario «El Mercurio» dicen pestes del gobierno y exigen a gritos el
cuartelazo redentor, que ya es hora de acabar con esta tiranía roja; les hacen
eco otros diarios y revistas y radios y canales de televisión. Al gobierno le
cuesta moverse; jueces y parlamentarios le ponen palos en las ruedas, mientras
conspiran en los cuarteles los jefes militares que Allende cree leales.
En estos tiempos difíciles,
los trabajadores están descubriendo los secretos de la economía. Están
aprendiendo que no es imposible producir sin patrones, ni abastecerse sin
mercaderes. Pero la multitud obrera marcha sin armas, vacías las manos, por
este camino de su libertad. Desde el horizonte vienen unos cuantos buques de
guerra de los Estados Unidos, y se exhiben ante las costas chilenas. Y el golpe
militar, tan anunciado, ocurre.
Le gusta la buena vida.
Varias veces ha dicho que no tiene pasta de apóstol ni condiciones para mártir.
Pero también ha dicho que vale la pena morir por todo aquello sin lo cual no
vale la pena vivir. Los generales alzados le exigen la renuncia. Le ofrecen un
avión para que se vaya de Chile. Le advierten que el palacio presidencial será
bombardeado por tierra y aire. Junto a un puñado de hombres, Salvador Allende escucha
las noticias. Los militares se han apoderado de todo el país. Allende se pone un
casco y prepara su fusil. Resuena el estruendo de las primeras bombas. El
presidente habla por radio, por última vez: Yo no voy a renunciar…
Una gran nube negra se
eleva desde el palacio en llamas. El presidente Allende muere en su sitio. Los
militares matan de a miles por todo Chile. El Registro Civil no anota las
defunciones, porque no caben en los libros, pero el general Tomás Opazo
Santander afirma que las víctimas no suman más que el 0,01 por 100 de la
población, lo que no es un alto costo social, y el director de la CIA, William
Colby, explica en Washington que gracias a los fusilamientos Chile está
evitando una guerra civil. La señora Pinochet declara que el llanto de las
madres redimirá al país. Ocupa el poder, todo el poder, una Junta Militar de
cuatro miembros, formados en la Escuela de las Américas en Panamá. Los encabeza
el general Augusto Pinochet, profesor de Geopolítica. Suena música marcial
sobre un fondo de explosiones y metralla: las radios emiten bandos y proclamas
que prometen más sangre, mientras el precio del cobre se multiplica por tres,
súbitamente, en el mercado mundial.
El poeta Pablo Neruda,
moribundo, pide noticias del terror. De a ratos consigue dormir y dormido
delira. La vigilia y el sueño son una única pesadilla. Desde que escuchó por
radio las palabras de Salvador Allende, su digno adiós, el poeta ha entrado en
agonía.
MI PUEBLO HA SIDO EL
MÁS TRAICIONADO DE ESTE TIEMPO
Por Pablo Neruda
De los desiertos del
salitre, de las minas submarinas del carbón, de las alturas terribles donde
yace el cobre y lo extraen con trabajos inhumanos las manos de mi pueblo,
surgió un movimiento liberador de magnitud grandiosa. Ese movimiento llevó a la
presidencia de Chile a un hombre llamado Salvador Allende, para que realizara
reformas y medidas de justicia inaplazables, para que rescatara nuestras
riquezas nacionales de las garras extranjeras.
Donde estuvo, en los países
más lejanos, los pueblos admiraron al presidente Allende y elogiaron el
extraordinario pluralismo de nuestro gobierno. Jamás en la historia de la sede
de las Naciones Unidas, en Nueva York, se escuchó una ovación como la que le
brindaron al presidente de Chile los delegados de todo el mundo.
Aquí en Chile se estaba
construyendo, entre inmensas dificultades, una sociedad verdaderamente justa,
elevada sobre la base de nuestra soberanía, de nuestro orgullo nacional, del heroísmo
de los mejores habitantes de Chile. De nuestro lado, del lado de la revolución
chilena, estaban la Constitución y la ley, la democracia y la esperanza. Del
otro lado no faltaba nada. Tenían arlequines y polichinelas, payasos a granel,
terroristas de pistola y cadena, monjes falsos y militares degradados.
Unos u otros daban vueltas
en el carrusel del despecho. Iban tomados de la mano el fascista Jarpa con sus
sobrinos de “Patria y Libertad”, dispuestos a romperles la cabeza y el alma a
cuanto existe, con tal de recuperar la gran hacienda que ellos llamaban Chile.
Junto con ellos, para amenizar la farándula, danzaba un gran banquero y
bailarín, algo manchado de sangre; era el campeón de rumba González Videla, que
rumbeando entregó hace tiempo su partido a los enemigos del pueblo. Ahora era
Frei quien ofrecía su partido demócrata – cristiano a los mismos enemigos del
pueblo, y bailaba además con el ex coronel Viaux, de cuya fechoría fue
cómplice.
Estos eran los principales
artistas de la comedia. Tenían preparados los viveros del acaparamiento, los
“miguelitos”, los garrotes y las mismas balas que ayer hicieron de muerte a
nuestro pueblo en Iquique, en Ranquil, en Salvador, en Puerto Montt, en la José
Maria Caro, en Frutillar, en Puente Alto y en tantos otros lugares. Los
asesinos de Hernán Mery bailaban con naturalidad santurronamente. Se sentían
ofendidos de que les reprocharan esos “pequeños detalles”.
Chile tiene una larga
historia civil con pocas revoluciones y muchos gobiernos estables, conservadores
y mediocres. Muchos presidentes chicos y sólo dos presidentes grandes:
Balmaceda y Allende. Es curioso que los dos provinieran del mismo medio, de la
burguesía adinerada, que aquí se hace llamar aristocracia. Como hombres de
principios, empeñados en engrandecer un país empequeñecido por la mediocre
oligarquía, los dos fueron conducidos a la muerte de la misma manera.
Balmaceda fue llevado al
suicidio por resistirse a entregar la riqueza salitrera a las compañías
extranjeras. Allende fue asesinado por haber nacionalizado la otra riqueza del
subsuelo chileno, el cobre. En ambos casos la oligarquía chilena organizó
revoluciones sangrientas. En ambos casos los militares hicieron jauría. Las
compañías inglesas en la ocasión de Balmaceda, las norteamericanas en la
ocasión de Allende, fomentaron y sufragaron estos movimientos militares.
En ambos casos las casas de
los presidentes fueron desvalijadas por órdenes de nuestros distinguidos
“aristócratas”. Los salones de Balmaceda fueron destruidos a hachazos. La casa de
Allende, gracias al progreso del mundo, fue bombardeada desde el aire por
nuestros heroicos aviadores.
Sin embargo, estos dos
hombres fueron muy diferentes. Balmaceda fue un orador cautivante. Tenía una
complexión imperiosa que lo acercaba más al mando unipersonal. Estaba seguro de
la elevación de sus propósitos. En todo instante sé vio rodeado de enemigos. Su
superioridad sobre el medio en que vivía era tan grande, y tan grande su
soledad, que concluyó por reconcentrarse en sí mismo.
El pueblo que debía
ayudarle no existía como fuerza, es decir, no estaba organizado.Aquel
presidente estaba condenado a conducirse como iluminado, como un soñador: un
sueño de grandeza se quedó en sueño. Después de su asesinato, los rapaces
mercaderes extranjeros y los parlamentarios criollos entraron en posesión del
salitre: para los extranjeros, la propiedad y las concesiones; para los
criollos las coimas.
Recibidos los treinta
dineros todo volvió a su normalidad. La sangre de unos cuantos miles de hombres
del pueblo se secó pronto en los campos de batalla. Los obreros más explotados
del mundo, los de las regiones del norte de Chile, no cesaron de producir
inmensas cantidades de libras esterlinas para la City de Londres.
Allende nunca fue un gran
orador. Y como estadista era un gobernante que consultaba todas sus medidas.
Fue el anti dictador, el demócrata principista hasta en los detalles. Le tocó
un país que ya no era el pueblo bisoño de Balmaceda; encontró una clase obrera
poderosa que sabía de qué se trataba. Allende era dirigente
colectivo; un hombre que, sin salir de las clases populares, era un producto de
la lucha de esas clases contra el estancamiento y la corrupción de sus
explotadores. Por tales causas y razones, la obra de que realizó en tan corto
tiempo es superior a la de Balmaceda; más aún, es la más importante en la
historia de Chile.
Sólo la nacionalización del
cobre fue una empresa titánica, y muchos objetivos más se cumplieron bajo su
gobierno de esencia colectiva. Las obras y los hechos de Allende, de imborrable
valor nacional, enfurecieron a los enemigos de nuestra liberación.
El simbolismo trágico de
esta crisis se revela en el bombardeo del Palacio de Gobierno; uno evoca la
Blitz Krieg de la aviación nazi contra indefensas ciudades extranjeras,
españolas, inglesas, rusas; ahora sucedía el mismo crimen en Chile; pilotos
chilenos atacaban en picada el palacio que durante siglos fue el centro de la
vida civil del país.
Escribo estas rápidas
líneas para mis memorias a sólo tres días de los hechos incalificables que
llevaron a la muerte de mi gran compañero el presidente Allende. Su asesinato
se mantuvo en silencio; fue enterrado secretamente; sólo a su viuda le fue
permitido acompañar aquel inmortal cadáver. La versión de los agresores es que
hallaron su cuerpo inerte, con muestras de visible suicidio. La versión que ha
sido publicada en el extranjero es diferente. A reglón seguido del bombardeo
aéreo entraron en acción los tanques, muchos tanques, a luchar intrépidamente
contra un solo hombre: el Presidente de la República de Chile, Salvador
Allende, que los esperaba en su gabinete, sin más compañía que su corazón,
envuelto en humo y llamas.
Tenían que aprovechar una
ocasión tan bella. Había que ametrallarlo porque nunca renunciaría a su cargo.
Aquel cuerpo fue enterrado secretamente en un sitio cualquiera. Aquel cadáver
que marchó a la sepultura acompañado por una sola mujer que llevaba en si misma
todo el dolor del mundo, aquella gloriosa figura muerta iba acribillada y
despedazada por las balas de las metralletas de los soldados de Chile, que otra
vez habían traicionado a Chile.”
LA VERDADERA MUERTE DE UN PRESIDENTE
Por Gabriel García Márquez
La contradicción más
dramática de su vida fue ser al mismo tiempo, enemigo congénito de la violencia
y revolucionario apasionado, y él creía haberla resuelto con la hipótesis de
que las condiciones de Chile permitían una evolución pacífica hacia el
socialismo dentro de la legalidad burguesa. La experiencia le enseñó demasiado
tarde que no se puede cambiar un sistema desde el gobierno, sino desde el
poder.
Esa comprobación tardía
debió ser la fuerza que lo impulsó a resistir hasta la muerte en los escombros
en llamas de una casa que ni siquiera era la suya, una mansión sombría que un
arquitecto italiano construyó para fábrica de dinero y terminó convertida en el
refugio de un Presidente sin poder.
Resistió durante seis horas
con una metralleta que le había regalado Fidel Castro y que fue la primera arma
de fuego que Salvador Allende disparó jamás.
El periodista Augusto
Olivares que resistió a su lado hasta el final, fue herido varias veces y murió
desangrándose en la asistencia pública. Hacia las cuatro de la tarde el general
de división Javier Palacios, logró llegar hasta el segundo piso, con su
ayudante el capitán Gallardo y un grupo de oficiales. Allí entre las falsas
poltronas Luis XV y los floreros de Dragones Chinos y los cuadros de Rugendas
del salón rojo, Salvador Allende los estaba esperando. Llevaba en la cabeza un
casco de minero y estaba en mangas de camisa, sin corbata y con la ropa sucia
de sangre. Tenía la metralleta en la mano. Allende conocía al general Palacios.
Pocos días antes le había dicho a Augusto Olivares que aquel era un hombre
peligroso, que mantenía contactos estrechos con la Embajada de los EE.UU. Tan
pronto como lo vio aparecer en la escalera, Allende le gritó: Traidor y lo
hirió en la mano.
Allende murió en un
intercambio de disparos con esa patrulla. Luego todos los oficiales en un rito
de casta, dispararon sobre el cuerpo. Por último un oficial le destrozó la cara
con la culata del fusil. La foto existe: la hizo el
fotógrafo Juan Enrique Lira, del periódico El Mercurio, el único a quien se
permitió retratar el cadáver. Estaba tan desfigurado, que la Sra. Hortensia
Allende, su esposa, le mostraron el cuerpo en el ataúd, pero no permitieron que
le descubriera la cara. Había cumplido 64 en el julio anterior y era un Leo
perfecto: tenaz, decidido e imprevisible.
Lo que piensa Allende sólo
lo sabe Allende, me había dicho uno de sus ministros. Amaba la vida, amaba las
flores y los perros, y era de una galantería un poco a la antigua, con esquela
perfumada y encuentros furtivos. Su virtud mayor fue la consecuencia, pero el
destino le deparó la rara y trágica grandeza de morir defendiendo a bala el
mamarracho anacrónico del derecho burgués, defendiendo una Corte Suprema de
Justicia que lo había repudiado y había de legitimar a sus asesinos,
defendiendo un Congreso miserable que lo había declarado ilegítimo pero que
había de sucumbir complacido ante la voluntad de los usurpadores, defendiendo
la voluntad de los partidos de la oposición que habían vendido su alma al
fascismo, defendiendo toda la parafernalia apolillada de un sistema de mierda
que él se había propuesto aniquilar sin disparar un tiro.
El drama ocurrió en Chile,
para mal de los chilenos, pero ha de pasar a la historia como algo que nos
sucedió sin remedio a todos los hombres de este tiempo, que se quedó en
nuestras vidas para siempre.
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