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jueves, 10 de septiembre de 2015

LA CIRUELA SIN EDAD

Por Leonardo Parrini

¿Un buen recuerdo vale más que la realidad, como dice Cortázar? Esta interrogante pende de esa historia que es el ramillete de historias que transitan la vida de nueve mujeres en La Edad de la Ciruela. Una metáfora del tiempo sin medida de tiempo -en la deliberada ambigüedad de la evocación poética- la obra de Arístides Vargas de rotunda vigencia, nos sitúa frente a nuevos bordes de ese implacable ir y devenir de la vida. 

Un tiempo congelado en la evocación. Un pretérito recreado en los recuerdos. Todo confluye sobre las tablas, mientras los personajes devienen unos a otros con cambios de caracterización en el mismo escenario. La tía sonámbula, la criada, la madre, las hermanas protagonizan una trama de mujeres un poco chaladas, un poco solas, un poco ridículas, que ponen en tensión el músculo de la memoria en el ejercicio de la nostalgia. 

Dos hermanas escriben cartas porque la madre está próxima a morir, se abren así las grietas de la memoria y comienzan a fluir las vivencias pretéritas en la forma de añoranza. Un tiempo juzgado en el rigor de la recreación que les permita a las mujeres protagonistas ser lo que no fueron.

Los protagonistas

Arístides Vargas, argentino de Córdova se radica en Ecuador en 1978, exiliado luego de sufrir persecución por las dictaduras argentinas en la década de los 70. Luego de los vaivenes que demanda todo desarraigo, comienza su labor dramatúrgica en el país y funda el grupo Malayerba. En la convicción de su autor -Arístides Vargas-, La Edad de la Ciruela se la puede “juzgar desde una perspectiva técnica, pero es incuestionable desde el punto de vista ético”, en una propuesta que reivindica la condición femenina simbolizada en la piel de la ciruela. Un aliento dramatúrgico caracterizado por una profunda percepción del sentimiento femenino, en el tono de un lirismo sobrio que permite emerger la belleza de un texto finamente urdido en una poética mayor.  

Con un record de más de 600 puestas en escena desde 1996, la obra del dramaturgo argentino vuelve a las tablas quiteñas encarnada por Rossana Iturralde y Nadyeszhda Loza de Corporación Teatral Tragaluz en la sala Mariana de Jesús de la Casa de la Cultura Ecuatoriana en Quito. Para la actriz guayaquileña, Rossana Iturralde, la puesta en escena de la obra sigue siendo la misma. “Nunca tuve la intención de cambiar el concepto de la puesta en escena tal y como fue concebida…por lo tanto he respetado y respetaré esa premisa hasta el último día que haga esta obra…además de tener una relación muy fuerte con La edad de la ciruela precisamente por lo que originalmente fue”.

La intensidad de su actuación, fundida en el sentido existencial de los personajes, convierte a Iturralde en una de las más destacadas protagonistas de esta obra ya clásica de la dramaturgia latinoamericana. En ese intercambio de vivencias, la actriz reflexiona en torno a su rol: Me he preguntado durante mucho tiempo si es el actor que se apodera de los personajes o son los personajes que se apoderan del actor…la respuesta es más simple de lo que parece y es que los personajes son como fragmentos de uno mismo…es la técnica que conozco y la que más se acerca a lo que yo creo que es la esencia de la interpretación. Cuando el actor se enfrenta a la creación, en particular al descubrimiento de los personajes, termina atrapado en sus propias redes interiores.

Atrapamiento que asimila el trabajo de teatro como una poética de los sueños, como ha significado el dramaturgo chileno Marco Antonio de la Parra: La poética de los sueños es el momento en el que todos hacemos teatro. Jugamos con nuestro mundo de memoria más íntima, más profunda y la reinventamos. El asombro que tiene una obra de teatro, en los sueños nunca nadie se aburre, en los sueños siempre está el encanto, el hechizo, aunque no esté la comprensión, pero si está la perplejidad y el asombro, el misterio que es parte fundamental del teatro. Como ha reflexionado Arístides Vargas, en el nombre está el estigma, La Edad de la Ciruela es la edad del tiempo, sin tiempo, mientras perdure en la evocación aquel ejercicio volátil de la memoria. Precisamente es ese devenir del tiempo el que conjura el retorno de esta poética singular, esta ética de la vida, en esta edad de la ciruela donde los recuerdos y los sueños desafían a la realidad.

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