Por Leonardo Parrini
Los griegos lo tenían claro, saber pensar y concebir el mundo era para ellos la epísteme, saber hacer era cosa de la tecné. Así los roles entre esclavos y filósofos, entre guerreros y artistas estaban bien definidos. Hoy el arte ha perdido sentido. Este laconismo no es más que la constatación de que las manifestaciones de arte se han convertido en una repetición de expresiones audiovisuales e iconográficas en serie, tamizadas por la tecné que se impone por sobre la epísteme.
Una de las cuestiones claves para dilucidar el sentido del arte consiste en ver si este oficio sigue teniendo el significado que la historia le atribuye, desde la aparición de los policromos rupestres en las cuevas de Altamira, como registro del quehacer humano en este mundo.
Ahora impelido a sobrevivir en el caos tumultuoso de la posmodernidad, donde la muerte de la utopía lo empuja de bruces a un arte sin vocación de futuro, el artista enfrenta el reto superior de redimirse a través de una creación que otorgue un sentido a la realidad circundante.
¿Cómo se hace arte en un mundo donde sobrevivimos, solos, sin dioses o utopías posibles?
La expresión multimedia es el prototipo del arte actual, un fruto del triunfo de la tecné por sobre la epísteme, un contacto inestable entre personas y mensajes que se difunden y propician lecturas diversas. El resultado es una heterogeneidad fugaz e inasible, entendida como participación segmentada y diferencial de un emporio internacional de mensajes que penetra por todos lados y de maneras inesperadas al entramado local de la cultura.
Se inauguran de este modo los rasgos de un arte impuro, con predominio de collages de textos e imágenes en un súper mercado de inversiones; un arte que ha perdido mística, energía transformadora y carga afectiva. Un arte que privilegia la somera diversión de los sentidos, cultura light, democrática y mediocre que posterga toda contemplación crítica por la fruición hedónica. Un producto de las industrias culturales que no difiere de los artefactos engendrados con modos de producción a gran escala. Este arte crea un público al que no le interesan nuevas temáticas - si es que las hay -, sino nuevas formas, ornamentales y seductoras formas de presentarle más de lo mismo. Aguda dicotomía, mientras la cultura de masas busca dispersión, el arte reclama recogimiento.
Un arte así producido pierde todo sustrato cultural, nos recuerda Aldous Huxley, condición y posibilidad de la distancia necesaria, entre obra y espectador, para que éste último pueda recogerse y contemplarla. Una obra así reproducida, no sería ya una obra de arte, sino un pastiche convertido en fetiche donde solo prima su valor exhibitivo, útil y funcional.
Se bifurcan así dos salidas posibles: un espacio dogmático para elites consumidoras de productos de circulación restringida, que se basa en la premisa de que para entender el arte hay que tener no sólo educación, sino una cierta disposición estética. Y otro circuito pragmático de amplia difusión que busca llegar a públicos masivos, que otorga lo que se dice que desean: experiencias fragmentarias de cultura; retazos de formas y fondos distintos y decorativos.
El arte posmoderno ha perdido sentido. Se impone el simulacro, meras actuaciones que representan aquello que no es; simulaciones que fingen acciones sociales en las prácticas culturales de un mundo donde lo virtual, en su función simuladora, prevalece por sobre lo real.
¿Qué sentido queda entonces al arte actual? Por un lado la práctica de un sujeto que tiene la opción de jugar al artista socialmente incomprendido, de élite o marginal, premunido de una epísteme que busca dar significado ontológico a la realidad. O por el otro, un individuo-masa, dominado por la tecné, que puede arriesgarse a combinar géneros y estilos, y convertirse así en otro híbrido de la caótica y tumultuosa cultura de la posmodernidad.
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