GRANDES TEMAS - GRANDES HISTORIAS

E c u a d o r - S u d a m é r i c a

jueves, 7 de mayo de 2015

JORGE LUIS BORGES, EL CIEGO ALEGRE


Por Leonardo Parrini     

El tiempo pasa y nos vamos poniendo borgesanos. Sí, es una imprecación para un conspicuo lector de Julio Cortázar. Blasfemante, puesto que el cronopio dijo alguna vez en un encuentro con estudiantes en Santiago de Chile, que su colega argentino era “ciego física y espiritualmente”. Insinuar que la condición de no vidente, habría afectado la lucidez mental del eterno aspirante al Nobel de literatura resulta, por decir lo menos, una paradoja. No obstante, el signo de toda la vida de este escritor sofrenado por una venturosa frigidez intelectual, -en el decir de Rafael Cansinos Assens-, es su exactitud y rigor, propios de un estilo casi numismático de escribir.

Acaso la equidistante traza matemática de su pensamiento que multiplica a la perfección con la ecuación irónica de su forma de existir, es aquello que, a la postre del tiempo, subyuga nuestro entendimiento y admiración por el Borges de la sonrisa fácil y filuda ironía, esbozada en boca de ciego alegre. Alguna vez Borges dijo que su ceguera se manifiesta incompleta, que borró de su pupila el color rojo, pero que su obsesión por el amarillo quedó intacta ya que su órgano visual sí registraba ese matiz. De igual manera los negros, verdes y azules eran percibidos en atmósferas opalinas. La ceguera total de un ojo y parcial del otro, lejos de remitirlo a una ausencia absoluta del mundo, lo acercó esencialmente a las cosas, circunstancias e ideas que dilucida con encantadora cachaza. Una limitación visual que “se ha extendido desde 1899 sin momentos dramáticos, un lento crepúsculo que duró más de medio siglo”, contrastan con la afirmación de Elsa Astete, su ex esposa, que admitió que no fue feliz junto a Borges: “Era introvertido, callado y poco cariñoso. Era etéreo, impredecible. No vivía en un mundo real”.

En 1974 Borges dijo de si: “he sabido, antes de haber escrito una sola línea, que mi destino sería literario. Mi primer libro data de 1923; mis Obras Completas, ahora, reúnen la labor de medio siglo. No sé qué mérito tendrán, pero me place comprobar la variedad de temas que abarcan. La patria, los azares de los mayores, las literaturas que honran las lenguas de los hombres, las filosofías que he tratado de penetrar, los atardeceres, los ocios, las desgarradas orillas de mi ciudad, mi extraña vida cuya posible justificación está en estas páginas, los sueños olvidados y recuperados, el tiempo...La prosa convive con el verso; acaso para la imaginación ambas son iguales”.

Eran los días de la verde adolescencia. Sin embargo, leer a Borges era poco menos una estulticia, según mis compañeros de aula. Distraernos de la pasión nerudiana, de la cotidianeidad del cronopio, de la reveladora irreverencia milleriana, o de la sentenciosa obra sartreana, era un pecado no venial, sino mortal, porque palmarían nuestros primeros balbuceos intelectuales abortados en el gélido mundo de las abstracciones. El tiempo pasa, no en vano se aquietan las aguas, y precipitan sobre el limo del alma confiriendo parsimonia a nuestras iracundias que se traducen en discretas tolerancias a los tragos ideáticamente fuertes.

A la luz y sombra de los años, quién sabe si es la resignación o la madurez, dos signos de edad provecta en todo caso, que me inspiran otra mirada al Borges ultraísta: “esa inútil terquedad en fijar verbalmente un yo vagabundo que se transforma en cada instante, el ultraísmo tiende a la meta primicial de toda poesía, esto es, a la transmutación de la realidad palpable del mundo en realidad interior y emocional”. Un Borges, como lo perfila Cansinos, ostentador de una “voluntad caudalosa que rebasa todo límite escolástico…una orientación hacia continuas y reiteradas evoluciones, un propósito de perenne juventud literaria, una anticipada aceptación de todo módulo y de toda idea nuevos. Representa el compromiso de ir avanzando con el tiempo”.

Un tiempo que no parece transcurrir en la faena de Borges, porque “carezco de todo sentido histórico”, como alguna vez reconocería, lo eterniza en el acontecer evolutivo, puesto que “somos el mismo que hoy aprendió ciertas astucias, destrezas. Soy el que era cuando publiqué mi primer libro en 1923. Cuando escribo lo hago urgido por una necesidad íntima, no pienso en público selecto. Pienso en expresar lo que quiero decir. Las palabras que pertenecen al idioma oral son las que tienen eficacia. Hay que resignarse a escribir con palabras comunes. Lo barroco se interpone entre el escritor y el lector, tiene un pecado de vanidad. Es un ejercicio de la vanidad”.

Un Borges lleno de serenidad discreta y sonriente, fino y ecuánime, encantador; irónico y condescendiente, enfrenta la cámara en una entrevista realizada en 1976 en Madrid. “¿Usted tiene mucho sentido del humor?”; respondió: “Y, me parece que no está mal. La realidad es tan rara que si uno no la toma con humor no queda otro camino que el suicidio. Aunque también el suicidio puede ser una forma de humor; de humor negro, en todo caso.” Lo sigo en vertiginoso diálogo con el entrevistador, con una sonrisa a medio labio. Me atrapa y envuelve en su agilidad, mientras manifiesta: “la tarea del arte es transformar en símbolos, en música. Tenemos que cumplir con eso, si no nos sentiríamos muy desdichados. El artista tiene ese deber de transitar todo en símbolos, colores, formas, sonidos”. ¿Qué otra verdad me impide hacer mías estas palabras?

El tiempo parece darle razón a Borges. El devenir de los años transcurridos, los avatares de la política, las imprecaciones literarias, los giros de una vida virtual signada por una ausencia de lo real, suelen confirmar su lapidaria afirmación: La democracia es un abuso de la estadística nada más. Yo descreo de la política no de la ética. Nunca la política intervino en mi obra literaria, aunque no dudo que este tipo de creencias puedan engrandecer una obra. Vean a Withman, que creyó en la democracia y así pudo escribir Leaves of Grass, o a Neruda, a quien el comunismo convirtió en un gran poeta épico…Yo nunca he pertenecido a ningún partido, ni soy el representante de ningún gobierno…Yo creo en el Individuo, descreo del Estado. Quizás yo no sea más que un pacífico y silencioso anarquista que sueña con la desaparición de los gobiernos. La idea de un máximo de Individuo y de un mínimo de Estado es lo que desearía hoy…

Jorge Luis Borges murió y ni él de suyo, ni el mundo, saldaron una cuenta pendiente. Dar reconocimiento cabal a su trayectoria y pensamiento literarios. Acaso una filuda ironía enunciada por Borges valga para un epitafio escrito, nada más que en la memoria. Porque “somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos…sólo es nuestro lo que ha muerto, que sólo nos pertenece lo que hemos perdido, nuestros los días que ya no están…”

No hay comentarios:

Publicar un comentario