Por Leonardo
Parrini
Cuando Nietzsche
sentenció que Dios ha muerto, -en su
célebre texto Así habló Zaratustra-,
sin duda no se refería a la muerte física de un ser. La idea que quiso expresar
el filósofo alemán se refiere a que Dios ya no fue capaz de actuar como fuente moral
para los hombres. La crisis de la muerte de Dios supone la orfandad ética del
ser humano quien, desprovisto ya de un orden divino se ve en la necesidad de
proveerse de un sistema de valores. ¿Es ese sistema lo que llamaríamos cultura?
En ausencia de una ética universal representada por Dios, habrase perdido un
orden cósmico de valores absolutos. Huérfano el hombre y enfrentado a recrear
sus propios referentes, protagoniza
lo que Abdón Ubidia caracterizó al decir que estamos solos en el mundo sin dioses. Frente a esa orfandad, ¿es la cultura
aquel bagaje que reclama Nietzsche; el saber hacer y saber pensar, como dirían
los griegos?
Los problemas allí
recién comienzan. La cultura, metafóricamente hablando, sí es espejo y fuente de
luz, reflejo del hombre en su condición ontológica. No obstante, la cultura
como irradiación de la dimensión humana, presuntamente ha muerto, en el decir
de Mario Vargas Llosa. Esta lapidaria sentencia no es, pues, equivalente a la
denodada búsqueda de “la reevaluación de los fundamentos de los valores humanos”, como
pretendía Nietzsche. El parangón de las dos muertes -de
Dios y de la cultura, nos hace transitar un callejón existencial sin salida. Si
la cultura adviene como conciencia de la condición humana -creencias,
acciones y premoniciones- que guían al hombre en un derrotero, ¿qué ocurre al fenecer
esa forma de estar alerta frente a la existencia?
Muerte en vida
En el libro La civilización del espectáculo, Mario Vargas
Llosa describe en grupo de ensayos a “la banalización y frivolidad de la mayoría
de las manifestaciones culturales de nuestro tiempo”. El texto en manos de los
críticos está recibiendo una pertinaz, y no menos ácida valoración. En el periódico estadounidense New
York Times, el crítico Joshua Cohen señala que Vargas Llosa se contradice
al señalar que “la gente ya no lee tanto ni está tan atenta a las novedades
artísticas como antes”. No obstante, el autor peruano se "queja de que los
intentos para democratizar la cultura, hacerla llegar a un más amplio sector
del público, “solo trivializan y abaratan” la vida cultural, pues simplifican
las formas y los contenidos de los trabajos artísticos para ponerlos al alcance
de las grandes mayorías”.
Cohen argumenta
que las
ideas vargasllosianas “son absolutamente opuestas a las propuestas literarias de
novelas suyas como La ciudad y los
perros, La casa verde y Conversación en la Catedral, en las que los
diferentes tipos de culturas que conforman la sociedad peruana se amalgaman e
integran”. En el caso de las obras La tía
Julia y el escribidor y El hablador,
éstas corresponden a textos que tratan “la interacción de esa gran tradición
con productos culturales masivos”. Así, resulta preferible leer dichas obras en
lugar del libro último del peruano. Ante la idea vargasllosiana de la muerte de
la cultura que deambula su texto, la crítica señala que Vargas Llosa se lamenta
de su propia muerte; puesto que el declive cultural a que se refiere el Premio
Nobel, “coincide con el de su propia actividad como escritor y creador de
productos culturales”. Una coincidencia que el escritor peruano no parece
advertir.
El crítico Nick
Romero, de The Chicago Tribune, afirma que los calificativos de “trivial y
barata” que Vargas Llosa atribuye a la actual producción cultural, en contraste
con la cultura clásica, “son tautológicos”. La cultura digna de ser preservada,
es la “gran cultura avalada por la tradición y los intelectuales”, pero esos
mismos intelectuales universitarios son parte de dicha tradición. En esa línea de
pensamiento, la crítica concluye que la nostalgia de Vargas Llosa no es por la
“tradición cultural occidental”, sino por los libros que leyó en su juventud,
gracias a los cuales formuló sus criterios. Ideas, en su momento, renovadoras y
que hoy son contradichas por su propio autor.
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