Fotografía Leonardo Parrini
Por Abdón Ubidia
Según el estudioso Kinsley Davis, la ciudad, tal y como la
conocemos hoy, con más de cien mil habitantes y un hacinamiento que la asemeja
más a una colonia de insectos que a una de mamíferos, es obra apenas del siglo
XX. Antes, con excepción de Londres, lo que hubo fueron grandes villas. Así, pues, el proceso urbanizador es reciente en la historia
humana. En Latinoamérica, ese proceso se cumplió de modo paulatino y, de
diversa manera, en los países del Mar del Plata (Argentina y Uruguay), por una
parte, y en los del resto de Latinoamérica, por otro. En Argentina y Uruguay el
crecimiento desmedido de Buenos Aires y Montevideo fue el resultado de grandes
migraciones exteriores provenientes de Europa y tuvo lugar sobre todo en las primeras
décadas del siglo XX. En cambio, en el resto de países latinoamericanos, la
urbanización fue un fenómeno resultante de migraciones interiores, sobre todo
del campo hacia las ciudades, iniciadas hacia 1930 y prolongadas, en gran
escala, hasta 1960 y más.
La gran Literatura ecuatoriana de los años 30 (Gallegos Lara, José
de la Cuadra,
Aguilera Malta, Pareja Diezcanseco, Enrique Gil Gilbert, Jorge Icaza, etc.) se
ocupó de aquellas migraciones y de sus efectos en la formación de suburbios y
barrios marginales. Pablo Palacio fue el fundador de la literatura urbana de
Ecuador, en lo que tiene que ver con los dramas de los individuos, sus
conflictos, neurosis, y dramas existenciales de orden subjetivo y privado.
Esa manera de escribir, tan distinta a la del realismo social que
practicara la generación del 30, ya mencionada, tuvo muchos continuadores, a
partir de 1970: Adoum, E. Cárdenas, Pérez Torres, Iván Egüez, Francisco Proaño,
Dávila Vásquez, Miguel Donoso Pareja, Velasco Mackenzie, Vásconez, Ruales y
modestamente, entre muchos otros, yo
también.
La pequeña ciudad a comienzos de los sesentas
Quito, al principio de los sesentas, era una aldea desmesurada. Sus habitantes, no sin un orgullo recoleto y cándido, la calificaban de
"franciscana y conventual". "Ciudad María campanario", la
llamaba el poeta Rafael Larrea. Tenía 300.000 habitantes, lo que ahora suma una
sola de sus parroquias. El peso de la Colonia perduraba en ella. La vida
comunal se reducía al centro histórico. Entre esas calles retorcidas,
empinadas, las enormes moles de las iglesias, las plazas, los mercados
pululantes, las casas de corte andaluz con patios centrales y piletas de
piedra, el helado espíritu colonial parecía arrastrarse, como una sombra, por
recovecos y rincones y aposentarse en lo más profundo de los corazones de las
gentes.
Envueltas en sus mantas de lino negro, con sus gafetes y alfileres
también negros, las últimas beatas madrugaban a la misa de seis. Las familias
contaban entre sus miembros con una tía inevitable, solterona y virgen,
heredada de otro siglo. Las clases sociales también parecían inamovibles: una
capa rica hecha de hacendados e industriales medianos; la clase media formada
por gentes ligadas al pequeño comercio y la administración pública y privada y,
por último, la legión del pueblo llano con sus mercachifles e indios descalzos
venidos de los páramos serranos.
Endurecido, bronco, amodorrado, ese presente eterno parecía
perdurar adherido a la piedra, la cal y el ladrillo de los viejos muros, los
tejados añosos, las torres innumerables. Descontando la opulencia de los
templos, el conjunto de la ciudad lucía más bien pobre y viejo, a pesar de las
villas europeas de La Mariscal, entre las que se contaban algunas de corte
exótico: las pocas edificaciones modernistas y neocoloniales, los castilletes
que la burguesía había construido en un despoblado y esporádico Norte y, por
cierto, las nuevas residencias y edificios de hormigón que nunca rebasaban los
diez pisos. No había pasos a desnivel, ni autopistas y no todas las calles
estaban pavimentadas e iluminadas con esas lívidas luces de mercurio típicas de
esa época. El resto de vías aún conservaba sus adoquines y empedrados de
siglos. Las alumbraban amarillos focos colocados en lo alto de postes de madera
de eucalipto. De ellos salía la maraña de alambres negros que se metía en los
zaguanes de las casas.
Aquella atmósfera "municipal y espesa" -como la llamó un
poeta-, apenas era perturbada por acontecimientos tan previsibles como las
procesiones religiosas y las llamadas "bullas políticas", estas
últimas casi tan periódicas como las primeras y tan propias de ese país bananero
que era el de entonces. En lo que a mí respecta, me fue dado testimoniar el
rápido crecimiento demográfico y económico que experimentó Quito en los años
setenta en una novela corta, Ciudad de Invierno, incluida en un tomo de relatos
que se llamó Bajo el mismo extraño cielo. Allí quise mostrar los cambios que se
operaron en la ciudad de Quito y, antes que nada, en la vida íntima de los
quiteños a raíz del auge petrolero.
La ciudad petrolera de los setentas
Estábamos sentados en una de las mesitas al aire libre del café de
siempre. Mirar, hablar, oír, entre sorbo y sorbo de un vaso de cerveza o de un
capuchino ya frío y con la espuma endurecida en los bordes de la taza de
cristal. Los jóvenes y los no tan jóvenes pasaban y repasaban por la alegre
avenida, ágiles, modernos, despreocupados, buscando un sitio en aquel café o en
el restaurante vecino. La moda los enfundaba en ropajes deliberadamente pobres
y ligeros. Eso se veía sobre todo en las muchachas: blue jean, sandalias, a
veces una liviana blusa forrada al cuerpo casi siempre fino, casi siempre
elástico. Hablo, claro, de lo que nosotros preferíamos ver. Y había turistas, hippies,
gente errabunda de todo tipo. Era agradable el lugar. Las mesas tenían
parasoles de colores y de entre ellas se alzaban dos árboles con los tallos
blanqueados con cal. Del otro lado de las tupidas filas de autos, estaba el
supermercado y por sobre él asomaban las torres góticas de la vecina iglesia.
En los atardeceres era hermoso contemplarlas erguidas contra el cielo
arrebolado.
Un día pensé que tendría tiempo de hablar de los fantásticos
atardeceres de mi ciudad. Incluso me había fabricado al respecto una frase para
soltarla en alguna ocasión especial, porque entonces no temía la afectación que
consideraba un riesgo inevitable de todo conversador. Decía la frase: «Siempre
habrá un atardecer arrebolado para salvarnos de la muerte». Nunca tuve
oportunidad de decirla. Es que había tantas cosas de qué hablar. Empezando por
la ciudad, súbitamente modernizada y en la que ya no era posible reconocer las
trazas de la aldea que fuera poco tiempo atrás. Ni beatas, ni callejuelas, ni
plazoletas adoquinadas. Eran ahora los tiempos de los pasos a desnivel, las
avenidas y los edificios de vidrio. Lo otro quedaba atrás, es decir al Sur.
Porque la ciudad se estiraba entre las montañas hacia el Norte, como huyendo de
sí misma, como huyendo de su propio pasado.
Al Sur, la mugre, lo viejo, lo pobre, lo que quería olvidarse. Al
Norte, en cambio, toda esa modernidad desopilante cuya alegría singular podía
verse en las vitrinas de los almacenes adornadas con posters de colores
sicodélicos, en esos mismos colores que relampagueaban por las noches en las
nuevas discotecas al son de ritmos desenfrenados de baterías y guitarras
eléctricas, y podía verse también en las melenas y en los peinados afro de las
chicas y los chicos que saludaban desde las ventanas de sus automóviles con el
pulgar levantado, apuntando al cielo, como diciendo «todo va para arriba»,
porque, en efecto, todo iba para arriba, y no solamente los edificios y los
negocios de todo tipo, sino, además, lo que Santiago llamaba el cúmulo de las «experiencias
vitales» de la gente. «Es el petróleo», decía Andrés soltando suavemente las
palabras y como envolviéndolas en las grandes volutas del humo de sus
cigarrillos negros.
No era que lo creyéramos equivocado pero Andrés era uno de esos
hombres solemnes y trascendentales, que se emplean a fondo en su propia
gravedad hasta para dar los buenos días. Y aquello invitaba a rebatirlo sin que
importara mucho la validez de sus opiniones. Después de todo se trataba
simplemente de conversar. Entonces alguno de nosotros le salía al paso y le
decía. «No solo es eso, hermano, es la época». A lo cual los demás aportábamos
con nuevos argumentos que buscaban persistir en la degustación, en el disfrute,
en el enamoramiento de esa palabra como hecha de ecos: «época», y que era capaz
de resumir, en sí misma, todo un conjunto heterogéneo de causas, y mostrarlas
de un modo definitivo en forma de un estilo de vida inconfundible, de una
manera de reír y de sufrir, de vivir y de morir, inconfundible. Y al decirlo
así ya no era necesario evocar los consabidos y prestados ejemplos de fin de
siglo o de los años veinte; no era necesario, pero el atardecer, confiado sólo
a la mirada, terminaba por volverse aburrido, y había que evitar los lugares de
la conversación en los cuales pudiera colarse un silencio demasiado prolongado
y entonces hablábamos del can-can y de la vida de Toulouse, o de Chicago y los
gángsters o de la ternura infinita de Chaplin. Todo eso para llegar a la
conclusión de que en esa ciudad nos había tocado vivir también, a nuestro modo,
una época con signos propios y precisos, nuestra «bella época».
Ella había cambiado la ciudad, ella había irrumpido en nuestras
vidas revolviéndolo todo, metiéndonos en esa fabulosa confusión en donde nunca
más sería lo que antes fue. Y lo único que alcanzaba a entenderse de aquel
barullo era que andábamos como perdidos en una vertiginosa, agobiante, casi
angustiosa búsqueda de la felicidad. No era otra cosa lo que nos arrastraba a
las fiestas y a las borracheras, a los cines y a los restaurantes, a la
marihuana a veces, al alcohol casi siempre.
Entre tanto la ciudad crecía hasta desbordarse, entre tanto las
inversiones sucias y no sucias estremecían las cajas registradoras de los
ricos, entre tanto las ruletas de los casinos giraban incansablemente, entre
tanto nuestras vidas y las vidas de aquéllos que conocíamos adquirían
fisonomías imprevistas: hubo uno que se metió en las drogas hasta la locura,
hubo otro que no paró hasta verse convertido en millonario, y muchos más que
estaban en trance de serlo, otro que después de haberlo sido quebró
aparatosamente; hubo desde luego intentos de suicidio, en fin, pero sobre todo
hubo lo que solíamos llamar «las crisis de pareja», mote con el cual acuñábamos
todo tipo de divorcios, separaciones, reuniones, adulterios y demás hecatombes
conyugales que se propagaban, lo juro, por toda la ciudad como una fiebre
irreal engendrada por tanto cambio exterior que parecía exigir, a la par,
cambios y readecuaciones en la misma intimidad de la gente.
Ciudad de invierno
Pero esa fiesta se acabó pronto y, a partir de los años 80, empezó
la crisis. Esta época, en cambio, la mostré en una novela extensa, Sueño de
Lobos. Ahora, el Quito del cambio de siglo se ha desbordado y la época muy
cruel que, a partir del desastre bancario, la dolarización, las migraciones
hacia Europa y USA, es muy distinta. Escribí otra novela que refleja tales
avatares. Se llama La Madriguera. Los
otros libros de relatos que hago, poco tiene que ver con una literatura
propiamente urbana, pues se acercan un poco a la ciencia ficción. Me refiero a Divertinventos,
El palacio de los espejos y uno que lo he ido publicando por partes en la
revista Conectados y que se llamará La
escala humana.
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