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E c u a d o r - S u d a m é r i c a

martes, 25 de agosto de 2015

LA CIUDAD Y MI LITERATURA

Fotografía Leonardo Parrini
Por Abdón Ubidia

Según el estudioso Kinsley Davis, la ciudad, tal y como la conocemos hoy, con más de cien mil habitantes y un hacinamiento que la asemeja más a una colonia de insectos que a una de mamíferos, es obra apenas del siglo XX. Antes, con excepción de Londres, lo que hubo fueron grandes villas. Así, pues, el proceso urbanizador es reciente en la historia humana. En Latinoamérica, ese proceso se cumplió de modo paulatino y, de diversa manera, en los países del Mar del Plata (Argentina y Uruguay), por una parte, y en los del resto de Latinoamérica, por otro. En Argentina y Uruguay el crecimiento desmedido de Buenos Aires y Montevideo fue el resultado de grandes migraciones exteriores provenientes de Europa y tuvo lugar sobre todo en las primeras décadas del siglo XX. En cambio, en el resto de países latinoamericanos, la urbanización fue un fenómeno resultante de migraciones interiores, sobre todo del campo hacia las ciudades, iniciadas hacia 1930 y prolongadas, en gran escala, hasta 1960 y más.

La gran Literatura ecuatoriana de los años 30 (Gallegos Lara, José de la Cuadra, Aguilera Malta, Pareja Diezcanseco, Enrique Gil Gilbert, Jorge Icaza, etc.) se ocupó de aquellas migraciones y de sus efectos en la formación de suburbios y barrios marginales. Pablo Palacio fue el fundador de la literatura urbana de Ecuador, en lo que tiene que ver con los dramas de los individuos, sus conflictos, neurosis, y dramas existenciales de orden subjetivo y privado.

Esa manera de escribir, tan distinta a la del realismo social que practicara la generación del 30, ya mencionada, tuvo muchos continuadores, a partir de 1970: Adoum, E. Cárdenas, Pérez Torres, Iván Egüez, Francisco Proaño, Dávila Vásquez, Miguel Donoso Pareja, Velasco Mackenzie, Vásconez, Ruales y modestamente, entre muchos otros,  yo también.

La pequeña ciudad a comienzos de los sesentas
               
Quito, al principio de los sesentas, era una aldea desmesurada. Sus habitantes, no sin un orgullo recoleto y cándido, la calificaban de "franciscana y conventual". "Ciudad María campanario", la llamaba el poeta Rafael Larrea. Tenía 300.000 habitantes, lo que ahora suma una sola de sus parroquias. El peso de la Colonia perduraba en ella. La vida comunal se reducía al centro histórico. Entre esas calles retorcidas, empinadas, las enormes moles de las iglesias, las plazas, los mercados pululantes, las casas de corte andaluz con patios centrales y piletas de piedra, el helado espíritu colonial parecía arrastrarse, como una sombra, por recovecos y rincones y aposentarse en lo más profundo de los corazones de las gentes.

Envueltas en sus mantas de lino negro, con sus gafetes y alfileres también negros, las últimas beatas madrugaban a la misa de seis. Las familias contaban entre sus miembros con una tía inevitable, solterona y virgen, heredada de otro siglo. Las clases sociales también parecían inamovibles: una capa rica hecha de hacendados e industriales medianos; la clase media formada por gentes ligadas al pequeño comercio y la administración pública y privada y, por último, la legión del pueblo llano con sus mercachifles e indios descalzos venidos de los páramos serranos.

Endurecido, bronco, amodorrado, ese presente eterno parecía perdurar adherido a la piedra, la cal y el ladrillo de los viejos muros, los tejados añosos, las torres innumerables. Descontando la opulencia de los templos, el conjunto de la ciudad lucía más bien pobre y viejo, a pesar de las villas europeas de La Mariscal, entre las que se contaban algunas de corte exótico: las pocas edificaciones modernistas y neocoloniales, los castilletes que la burguesía había construido en un despoblado y esporádico Norte y, por cierto, las nuevas residencias y edificios de hormigón que nunca rebasaban los diez pisos. No había pasos a desnivel, ni autopistas y no todas las calles estaban pavimentadas e iluminadas con esas lívidas luces de mercurio típicas de esa época. El resto de vías aún conservaba sus adoquines y empedrados de siglos. Las alumbraban amarillos focos colocados en lo alto de postes de madera de eucalipto. De ellos salía la maraña de alambres negros que se metía en los zaguanes de las casas.

Aquella atmósfera "municipal y espesa" -como la llamó un poeta-, apenas era perturbada por acontecimientos tan previsibles como las procesiones religiosas y las llamadas "bullas políticas", estas últimas casi tan periódicas como las primeras y tan propias de ese país bananero que era el de entonces. En lo que a mí respecta, me fue dado testimoniar el rápido crecimiento demográfico y económico que experimentó Quito en los años setenta en una novela corta, Ciudad de Invierno, incluida en un tomo de relatos que se llamó Bajo el mismo extraño cielo. Allí quise mostrar los cambios que se operaron en la ciudad de Quito y, antes que nada, en la vida íntima de los quiteños a raíz del auge petrolero.

La ciudad petrolera de los setentas       

Estábamos sentados en una de las mesitas al aire libre del café de siempre. Mirar, hablar, oír, entre sorbo y sorbo de un vaso de cerveza o de un capuchino ya frío y con la espuma endurecida en los bordes de la taza de cristal. Los jóvenes y los no tan jóvenes pasaban y repasaban por la alegre avenida, ágiles, modernos, despreocupados, buscando un sitio en aquel café o en el restaurante vecino. La moda los enfundaba en ropajes deliberadamente pobres y ligeros. Eso se veía sobre todo en las muchachas: blue jean, sandalias, a veces una liviana blusa forrada al cuerpo casi siempre fino, casi siempre elástico. Hablo, claro, de lo que nosotros preferíamos ver. Y había turistas, hippies, gente errabunda de todo tipo. Era agradable el lugar. Las mesas tenían parasoles de colores y de entre ellas se alzaban dos árboles con los tallos blanqueados con cal. Del otro lado de las tupidas filas de autos, estaba el supermercado y por sobre él asomaban las torres góticas de la vecina iglesia. En los atardeceres era hermoso contemplarlas erguidas contra el cielo arrebolado.

Un día pensé que tendría tiempo de hablar de los fantásticos atardeceres de mi ciudad. Incluso me había fabricado al respecto una frase para soltarla en alguna ocasión especial, porque entonces no temía la afectación que consideraba un riesgo inevitable de todo conversador. Decía la frase: «Siempre habrá un atardecer arrebolado para salvarnos de la muerte». Nunca tuve oportunidad de decirla. Es que había tantas cosas de qué hablar. Empezando por la ciudad, súbitamente modernizada y en la que ya no era posible reconocer las trazas de la aldea que fuera poco tiempo atrás. Ni beatas, ni callejuelas, ni plazoletas adoquinadas. Eran ahora los tiempos de los pasos a desnivel, las avenidas y los edificios de vidrio. Lo otro quedaba atrás, es decir al Sur. Porque la ciudad se estiraba entre las montañas hacia el Norte, como huyendo de sí misma, como huyendo de su propio pasado.

Al Sur, la mugre, lo viejo, lo pobre, lo que quería olvidarse. Al Norte, en cambio, toda esa modernidad desopilante cuya alegría singular podía verse en las vitrinas de los almacenes adornadas con posters de colores sicodélicos, en esos mismos colores que relampagueaban por las noches en las nuevas discotecas al son de ritmos desenfrenados de baterías y guitarras eléctricas, y podía verse también en las melenas y en los peinados afro de las chicas y los chicos que saludaban desde las ventanas de sus automóviles con el pulgar levantado, apuntando al cielo, como diciendo «todo va para arriba», porque, en efecto, todo iba para arriba, y no solamente los edificios y los negocios de todo tipo, sino, además, lo que Santiago llamaba el cúmulo de las «experiencias vitales» de la gente. «Es el petróleo», decía Andrés soltando suavemente las palabras y como envolviéndolas en las grandes volutas del humo de sus cigarrillos negros.

No era que lo creyéramos equivocado pero Andrés era uno de esos hombres solemnes y trascendentales, que se emplean a fondo en su propia gravedad hasta para dar los buenos días. Y aquello invitaba a rebatirlo sin que importara mucho la validez de sus opiniones. Después de todo se trataba simplemente de conversar. Entonces alguno de nosotros le salía al paso y le decía. «No solo es eso, hermano, es la época». A lo cual los demás aportábamos con nuevos argumentos que buscaban persistir en la degustación, en el disfrute, en el enamoramiento de esa palabra como hecha de ecos: «época», y que era capaz de resumir, en sí misma, todo un conjunto heterogéneo de causas, y mostrarlas de un modo definitivo en forma de un estilo de vida inconfundible, de una manera de reír y de sufrir, de vivir y de morir, inconfundible. Y al decirlo así ya no era necesario evocar los consabidos y prestados ejemplos de fin de siglo o de los años veinte; no era necesario, pero el atardecer, confiado sólo a la mirada, terminaba por volverse aburrido, y había que evitar los lugares de la conversación en los cuales pudiera colarse un silencio demasiado prolongado y entonces hablábamos del can-can y de la vida de Toulouse, o de Chicago y los gángsters o de la ternura infinita de Chaplin. Todo eso para llegar a la conclusión de que en esa ciudad nos había tocado vivir también, a nuestro modo, una época con signos propios y precisos, nuestra «bella época».

Ella había cambiado la ciudad, ella había irrumpido en nuestras vidas revolviéndolo todo, metiéndonos en esa fabulosa confusión en donde nunca más sería lo que antes fue. Y lo único que alcanzaba a entenderse de aquel barullo era que andábamos como perdidos en una vertiginosa, agobiante, casi angustiosa búsqueda de la felicidad. No era otra cosa lo que nos arrastraba a las fiestas y a las borracheras, a los cines y a los restaurantes, a la marihuana a veces, al alcohol casi siempre.

Entre tanto la ciudad crecía hasta desbordarse, entre tanto las inversiones sucias y no sucias estremecían las cajas registradoras de los ricos, entre tanto las ruletas de los casinos giraban incansablemente, entre tanto nuestras vidas y las vidas de aquéllos que conocíamos adquirían fisonomías imprevistas: hubo uno que se metió en las drogas hasta la locura, hubo otro que no paró hasta verse convertido en millonario, y muchos más que estaban en trance de serlo, otro que después de haberlo sido quebró aparatosamente; hubo desde luego intentos de suicidio, en fin, pero sobre todo hubo lo que solíamos llamar «las crisis de pareja», mote con el cual acuñábamos todo tipo de divorcios, separaciones, reuniones, adulterios y demás hecatombes conyugales que se propagaban, lo juro, por toda la ciudad como una fiebre irreal engendrada por tanto cambio exterior que parecía exigir, a la par, cambios y readecuaciones en la misma intimidad de la gente.

Ciudad de invierno        

Pero esa fiesta se acabó pronto y, a partir de los años 80, empezó la crisis. Esta época, en cambio, la mostré en una novela extensa, Sueño de Lobos. Ahora, el Quito del cambio de siglo se ha desbordado y la época muy cruel que, a partir del desastre bancario, la dolarización, las migraciones hacia Europa y USA, es muy distinta. Escribí otra novela que refleja tales avatares. Se llama La Madriguera.  Los otros libros de relatos que hago, poco tiene que ver con una literatura propiamente urbana, pues se acercan un poco a la ciencia ficción. Me refiero a Divertinventos, El palacio de los espejos y uno que lo he ido publicando por partes en la revista Conectados y que se llamará La escala humana.

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