Por Leonardo Parrini
El recinto quedó pequeño en el auditorio Agustín Cueva del Mincult, acaso más grande era el propósito: fijar la primera intervención oficial en la materia del flamante Ministro de Cultura, Guillaume Long, funcionario de larga trayectoria ministerial que se convirtió en el séptimo titular de esa cartera. Con estilo coloquial, acostumbrado a las cámaras y valiéndose de un carisma innato, dijo que “la cultura es un bien público, al cual todos los ciudadanos deben acceder”. Buena promesa para empezar, una idea por lo demás no tan novedosa, pero en todo caso oportuna. Pertinente, en un país que ha vivido la cultura de la marginalidad social, política y económica por ende, cultural. Oportuna, porque luego de seis ministros frustrados en su cargo, ya los actores culturales y gestores de las artes se están preguntando si debe continuar existiendo un Ministerio de Cultura que no ha tenido la capacidad de generar una cultura de culturas en el país.
Long prometió “trabajar para fortalecer y ubicar al
ministerio como el de mayor impacto en el proceso de transformación del Ecuador”.
Promesa bien calibrada que refleja la principal falencia de ese Ministerio: no
haber sido, hasta el momento, el gran animador del cambio revolucionario en el país
y promotor de una nueva cultura
nacional. ¿Qué le ha impedido serlo?
La primera razón que surge es obvia: ha existido un divorcio entre el Estado
capitalista y la cultura, entre mandatarios y mandantes que no han tenido
oportunidad de encontrarse en un punto de convergencia. Mientras que los
hombres y mujeres de la cultura han visto con sospecha al Estado y han buscado
su transformación, el Estado ha ejercido la política del garrote contra los
actores culturales contestatarios, no sólo en el continente, sino en el propio
Ecuador históricamente hablando. Tal vez muchos Estados burgueses siguieron al
pie de la letra la sentencia del propagandista nazi que dijo: cuando escucho la palabra cultura, me llevo
la mano al cinto.
La relación entre Estado y cultura ha sido
beligerante, excluyente y tortuosa en los países capitalistas. Pero esa
historia, se supone, empezó a cambiar en el Ecuador cuando el Estado se auto proclama
plurinacional e intercultural en la Constitución del 2008. Es decir, se define diverso
y respetuoso de todas las formas y manifestaciones culturales que tengan lugar en
su territorio. Esta declaratoria constitucional parecía
zanjar el tema de definir, académica y políticamente, qué entendemos cuando
hablamos de cultura, puesto que no existe una sola cultura, sino varias
culturas en la diversidad social del país. No obstante, esa definición
constitucional, por sí misma, no bastó para implementar políticas públicas
culturales, puesto que el rol del Estado frente a las culturas no ha sido definido
en los mejores términos aun.
¿Por qué no
existe una política cultural clara en el país, desde la mirada del Estado? La
respuesta es múltiple. Porque el Ministerio debe responder a una política
pública para la cultura y no al revés. Se ha esperado esa política pública
proveniente desde el Estado cuando debe surgir desde los actores
culturales. Es decir, se ha entendido y tratado la política cultural como una estructura y no como un proceso dinámico,
transformacional participativo. Y ese escenario revela la orfandad cultural del
ministerio en la falta de cuadros comprometidos con la política y con la
cultura.
El divorcio
entre Estado y cultura, en el Ecuador, se expresa en la ausencia de gestores
culturales orgánicos incorporados al aparato estatal. Es decir, los gestores culturales
no confían políticamente del todo en el Estado regido por este Gobierno ni se
identifican con él. Y al mismo tiempo, los burócratas que han formado parte de las
instancias ministeriales no necesariamente han sido o son personajes relevantes de la cultura.
En este escenario es fácil reconocer una falta de compromiso de los intelectuales
y artistas con el proceso revolucionario ciudadano;
y por otra, una falta de compromiso de los burócratas con la cultura y sus
diversas manifestaciones. Un ejemplo ilustra esta hipótesis: en Chile de los
años setenta no fue necesario crear un ministerio para hacer política cultural desde
el Estado. Fueron los propios actores culturales, escritores, músicos, cineastas, pintores,
escultores, actores que integraron gremios, organizaciones culturales y núcleos
de gestión cultural quienes dinamizaron el proceso cultural de un país en plena
revolución. Claro que la gran mayoría de ellos militaba en los partidos que
integraban el bloque de gobierno de la Unidad Popular. Resultado de ello fue la
política de Editorial Quimantú que inundó el país de libros de bajo costo, la gestión
de Dicap, discoteca del cantar popular que lanzó al estrellato a Quilapayún,
Intillimani, Víctor Jara, Violeta Parra y sus hijos, entre otros iconos de la
música latinoamericana. La significativa producción cinematográfica de Chile Film. La proliferación de talleres literarios y de teatro. La
gestión de Pablo Neruda como embajador cultural, que obtiene el Premio Nobel de
Literatura en pleno ejercicio de sus funciones, en 1971, es otro hito de ese proceso.
En Ecuador, un reciente
intento de acercamiento del Estado a la cultura, protagonizó el Vicepresidente de
la República Jorge Glas, al cursar sendas invitaciones a diversos gestores
culturales, entre ellos al Presidente de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Raúl
Pérez Torres, escritores, pintores, actores, músicos y periodistas culturales.
Asistimos a la invitación para visitar las megas obras energéticas realizadas
por el Estado: el complejo petrolero de Pañacocha y la central hidroeléctrica Coca
Codo Sinclair y luego compartimos suculenta cena con el segundo mandatario. El
resultado es que existe un documento en el que, desde la Casa de la Cultura, se
proponen una serie de acciones tendientes a armonizar la relación del Estado con
la cultura, para que se vuelva productiva, estimulante y transformadora.
Ese primer paso está
dado. Está pendiente la respuesta a una invitación que cursamos al Presidente
Rafael Correa y al Vice Presidente Jorge Glas, para poner en su consideración dicho
documento y esperar que salga humo blanco. El nuevo Ministro de Cultura tiene
la palabra y la responsabilidad de estrechar lazos entre el Estado y la
cultura. Sospechamos que se lo debe hacer despojándose de los pujos burocráticos,
para dar lugar a una frondosa expresión de las organizaciones culturales, núcleos
de la CCE, talleres, asociaciones, es decir expresiones de base que deben
encontrar en el Estado a un facilitador, coordinador y promotor de las culturas
de un país culturalmente megadiverso. A ver si esta vez damos pie con bola.
Estimado Leonardo:
ResponderEliminarCon respecto al tema propuesto le comento que en los 7 años de "Revolución Ciudadana" el Ministerio de Cultura carece de una partida de nacimiento, es decir de un a Ley que le permita trabajar con pies firmes en el país.
Se presentan muchos borradores de la Ley de Cultura o Culturas y no pasan de la gabeta de los asambleistas. Las propuestas de sectores culturales, actores, promotores, duermen en la Asamblea Nacional, a pesar de que la Constitución de Montecristi señala y manda que en un año de vigencia de esta Ley se cree la del Sistema Nacional de Cultura.
La falta de gremios, organizaciones, promotores se nota, ya que nadie exige y a nadie le importa.
Eso explica muchas cosas, de verdad, y refleja la falta de concepto sobre la cultura de nuestros legisladores. Además esa falta de interés de los actores refleja lo que dijimos: el divorcio
ResponderEliminarde la cultura y el Estado