Leonardo Parrini
Una mujer anónima en una ciudad cualquiera se detiene en una esquina;
de pronto, una imagen alucinante: una estatua es transportada lejos de ahí
colgada de un helicóptero. Es el busto de Lenin que cruza su mirada muerta con
la mirada de la mujer. Es un instante impresionante, la estatua parece querer
tender una mano en un gesto vacío, es un gesto imposible La estatua se aleja y
la mujer anónima queda ahí en la esquina de esa ciudad, pero ya todo ha
cambiado.
Esta escena corresponde al
filme Good bye, Lenin del cineasta
alemán Wolfgang Becker que encontré en una tienda de videos y que vuelvo a ver después
de diez años de haber sido rodada. La película narra el momento en que la República
Democrática Alemana RDA, se sacude bajo el derrumbe del socialismo a la caída
del muro de Berlin en octubre de 1989. La escena de la mujer junto a la estatua
de Lenin que simbolizó el socialismo real en la Alemania de Eric Honecker, me
hace pensar en tantos ídolos, iconos de utopías, que hemos visto caer, o mejor,
reemplazar en la historia por una nueva forma de organización social, o por el
regreso al pasado, en una involución muchas veces dificil de entender.
En América Latina hemos
asistido en las cuatro últimas décadas a la muerte de Salvador Allende, a la
desaparición de Hugo Chávez, al retiro en vida de Fidel Castro, por nombrar a
tres líderes que de alguna manera han encarnado la utopía latinoamericana de la
sociedad socialista. En los tres casos la ausencia del lider ha significado, o podría
significar, también la desaparición de aquello que representan, de la quimera política
que encarnaron en su momento histórico concreto.
Y ahí están las estatuas citadinas,
porque una ciudad sin estatuas es una ciudad sin héroes. El anhelo de mundos
ideales, tan antiguo como el ser humano conduce a la idolatría, esa vieja
práctica que impulsa al hombre a crear dioses. Una manera de petrificar las
ideas en iconos que simbolicen las aspiraciones populares de trascender el
momento histórico vigente, a cambio de un mundo idealizado que se presenta como
alternativo al mundo real existente.
¿Están condenados los héroes a
desaparecer junto con los sueños que encarnan? La utopía no sólo consiste en
soñar, sino cambiar la vida real. ¿Qué ilusión queda en un mundo en ruinas donde
los grandes relatos están diseminados como escombros? Es preciso descubrir, como
el ave Fénix, la nueva utopía que puede sostener al hombre.
Nos toca vivir un tiempo de
héroes transitorios y cruzarnos con la mirada vacía y ausente de un dios muerto,
un icono desaparecido, un lider desterrado o una causa perdida. Habitamos un
mundo derrumbado, como la épica que entrañó sus grandes utopías ya
desvencijadas. Cuando se acaba el macro relato y sólo quedan pequeñas historias
cotidianas de sobrevivientes anónimos, se comienzan a ver los náufragos de una
tormenta existencial en la que hemos navegado sin faro.
Los pueblos sacralizan sus
héroes a la medida de sus necesidades ideológicas, cada grupo humano crea dioses
transitorios que luego incinera en la hoguera del desprecio y en las cenizas del
olvido. Ecuador ha petrificado sus tendencias políticas de cada tiempo histórico
con mucha nitidez. En el ámbito nacional se yerguen estatuas al ideario del liberalismo
y conservadurismo que, en su momento, se han alternado en la conducción de los
destinos del país.
Sin embargo, Ecuador tiene
pocas estatuas como pocos héroes que perduran en su memoria colectiva. José
Antonio de Sucre, Juan Montalvo y Eloy Alfaro, vigilan algunas esquinas del
país. Gabriel García Moreno, José Vicente Olmedo o José M. Velasco Ibarra enfilan
una mirada de piedra a orillas de un rio o en medio de un parque. El resto
corresponde a un puñado de gamonales nacidos en pequeños feudos de origen rural,
que lucen desportilladas estatuas en plazas pueblerinas.
Es comprensible que sociedades
tribales de chamanes y brujos, de aquelarres políticos y revoluciones de papel,
sucumban a la sacralización de ídolos de cartón. Aludo a aquellos líderes que llamados
a conducir colectivos humanos en la senda de lo grupal, por ironía de la
historia y culto a la personalidad, concentraron en su efigie el destino de procesos
que debieron contar con una orgánica que garantice su continuidad, más allá de
la vida de sus dirigentes. Hoy son cadáveres políticos, sin siquiera una
estatuilla de barro.
La historia toca a campanazos
de alerta a los líderes actuales. Llamados a trascender y hacer trascender las
causas que lideran, las revoluciones podrían morir con ellos, precisamente por
no sembrar la raíz orgánica de un movimiento colectivo que sobreviva a la
transitoriedad histórica de los hombres. Latinoamérica está llena de héroes pasajeros,
y acaso todo lider en la soledad del poder esté condenado a la fugacidad
temporal de un momento de gloria, para luego convertirse en estatua de sal que será
retirada un día de una plaza cualquiera, como sucedió con el líder bolchevique
en el filme Good bye Lenin.
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