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lunes, 8 de julio de 2013

LA INDISCRETA SOLEDAD DEL INTERNET


Por Leonardo Parrini  
 
El Internet me abre una ventana al mundo, pero me cierra una puerta a la vida. Trágica sentencia para un tiempo de comunicaciones virtuales a través de un computador que, lisa y llanamente, supone reconocer que la desolación es el estado natural del ciberespacio. Algo así como estar multitudinariamente solo y pretender disimular la indiscreta soledad del Internet.

¿Cómo hablar de soledad en Internet, si ahora estamos abrumadoramente más conectados que antes? Al menos, esa fue la promesa de la comunicación digital. Humberto Eco dijo recientemente que el Internet “podría remediar la soledad, pero la multiplica”. ¿Qué quiso decir con esto? Si bien el Internet no suple el trato personal, puede impulsar las relaciones humanas de modo mecánico. El Internet suele favorecer la soledad porque ofrece un ropaje de relacionamiento interpersonal, incluso intenso, que en el fondo constituye la provocación a refugiarnos en el mundo aislado del yo, bajo la apariencia de estar relacionado con el mundo exterior.

¿Puede haber algo más desolador que una bandeja de entrada sin mensajes? La respuesta es no, para quienes tasan el nivel de interrelación humana en el contador de entradas de un blog o por la cantidad de post almacenados en nuestros archivos. Es probable que el Internet no naciera para mitigar ausencias y soledades, sino para determinados fines militares. Pero, lo cierto es que su uso civil generalizado, puede desencadenar adicción patológica y el consecuente desencanto de quienes buscan sustituir el trato personal por los mensajes en la red.

La abrumadora transferencia de información crea la ilusión de estar en todo lugar y de pertenecer a un mundo global interconectado, cuando en realidad formamos parte de servidores que almacenan metadatos de nuestras relaciones virtuales por Internet. Una reciente investigación llevada a cabo en la Universidad Clemson de los EE.UU., sugiere que “usar internet de manera compulsiva puede generar depresión y soledad en las personas” y que aquellos que navegan por Internet pueden convertirse “en usuarios compulsivos o en usuarios normales”, según el caso.

¿Quién no ha vivido la manera compulsiva de buscar al otro y esa ansiedad de ver la bandeja de entrada sin mensajes, ese despertar a la hora del lobo y declararse insomne, por no decir solitario? Todos sabemos el significado de engrosar la fría estadística de los ciberdeprimidos, sin noción del tiempo transcurrido, frente a los signos de la pantalla. Y que no estás ahí para matar el tiempo, sino para librar una lucha secreta y que el tiempo no te mate de soledad. Patología la llaman los especialistas, a falta de mejor explicación.

Quienes vivimos solos en un apartamento sabemos que el mejor diálogo es consigo mismo: oír el retorno de las palabras que rebotan en el espejo. Que este simulacro de coloquio, esa impostura de comunicación cibernética por Internet nunca reemplazará, siquiera, el silencio de una mirada fugaz en vivo y en directo. Que en el Internet la vida virtual roba tiempo a la vida real, no es noticia. La noticia está en esa sutil línea divisoria entre lo que es y no es, en la zona difusa donde no sabemos si somos información almacenada en un soporte digital o seres reales. Para el caso en cuestión, viene a ser lo mismo.

El idioma de la miseria

Los analistas dicen que el tiempo de conexión en internet depende de las actitudes que se tenga frente a la pantalla. Están los que se muestran dispuestos a difundir mucha información personal en las redes y que, por tanto, se vuelven más compulsivos en el uso de la web. Se trata de personas con escasos contactos, cara a cara, candidatos a sufrir ansiedad social frente al computador en espera de un partner que responda a la llamada. No hablamos aquí de aquellos que hacen uso excesivo de Internet, sino de quienes hacen uso compulsivo del mismo.

Lejos están los días en que la espera de una carta no producía ansiedad, sino nostalgia, y la llegada del cartero equivalía a una explosión de alegría en nuestro fuero interior. Leer la carta restauraba en nosotros ese estado de complacencia -así fueran malas noticias- porque ahí se verificaba una comunicación real y necesaria que suplía la auténtica parvedad de no saber del otro y sus noticias venían a satisfacer esa demanda. En Internet sucede todo lo contrario, no buscamos saber del otro, queremos saber más de nosotros mismos, en el sentido de enterarnos de qué está pasando con nosotros en el interés de los demás. En palabras más directas, quiero saber cuánto importo al resto del mundo, es decir, una autoafirmación que raya en lo patético.

La pobreza de contenido de lo expresado en internet contribuye a la vaciedad espiritual, que es el inequívoco signo de la soledad. Se ha impuesto un metalenguaje propio de la red que atenta contra la más elemental riqueza expresiva del idioma. Incluso es tal la compulsión por decir algo en Facebook o en Twitter, que solemos leer: No tengo nada que decir o voy a escribir algo…El idioma se ha vuelto miserable en Internet.

La desolación es el estado natural del Internet, aunque millones de personas contradigan esta afirmación. Tal vez no por la inconmensurable cantidad de información que fluye en la red, sino por el estado espiritual que nos llama a estar en él. Pobreza del alma, aun cuando se use el Internet como herramienta de trabajo: ese espacio luminoso de la pantalla ya es absolutamente imprescindible para sentir que estoy integrado al mundo y justificar de ese modo mi soliloquio existencial. “Eso es lo que creemos -dice un adicto al Internet- y si ya no estamos solos, entonces la felicidad, la profunda comunicación humana es una realidad…pero virtual”

A tal punto el Internet reemplaza la vida, que existen los llamados Pen pal: sólo amistad por email o por mensajes de texto. Se trata de la ilusión de estar más próximos que antes: hablar escribiendo, sentir leyendo una pantalla, sin siquiera mirar al otro a los ojos, sin escuchar su voz, sin palpar el roce de sus manos, en un acto de incomunicación real donde ya no cabe la nostalgia, aun sabiendo que si no estamos en Internet, no existimos. El Internet me abre una ventana al mundo, pero me cierra una puerta a la vida. Todo esto tiene un nombre: se trata de los signos patéticos de la más sofisticada e indiscreta soledad del Internet.

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