Por Leonardo Parrini
El Internet me abre una
ventana al mundo, pero me cierra una puerta a la vida. Trágica sentencia para
un tiempo de comunicaciones virtuales a través de un computador que, lisa y
llanamente, supone reconocer que la desolación es el estado natural del
ciberespacio. Algo así como estar multitudinariamente
solo y pretender disimular la indiscreta soledad del Internet.
¿Cómo hablar de soledad en
Internet, si ahora estamos abrumadoramente más conectados que antes? Al menos,
esa fue la promesa de la comunicación digital. Humberto Eco dijo recientemente
que el Internet “podría remediar la
soledad, pero la multiplica”. ¿Qué quiso decir con esto? Si bien el
Internet no suple el trato personal, puede impulsar las relaciones humanas de
modo mecánico. El Internet suele favorecer la soledad porque ofrece un ropaje
de relacionamiento interpersonal, incluso intenso, que en el fondo constituye
la provocación a refugiarnos en el mundo aislado del yo, bajo la apariencia de
estar relacionado con el mundo exterior.
¿Puede haber algo más
desolador que una bandeja de entrada
sin mensajes? La respuesta es no, para quienes tasan el nivel de interrelación
humana en el contador de entradas de un blog o por la cantidad de post
almacenados en nuestros archivos. Es probable que el Internet no naciera para
mitigar ausencias y soledades, sino para determinados fines militares. Pero, lo
cierto es que su uso civil generalizado, puede desencadenar adicción patológica y el consecuente
desencanto de quienes buscan sustituir el trato personal por los mensajes en la
red.
La abrumadora transferencia de
información crea la ilusión de estar en todo lugar y de pertenecer a un mundo
global interconectado, cuando en realidad formamos parte de servidores que
almacenan metadatos de nuestras
relaciones virtuales por Internet. Una reciente investigación llevada a cabo en
la Universidad Clemson de los EE.UU., sugiere que “usar internet de manera compulsiva puede generar depresión y soledad
en las personas” y que aquellos que navegan por Internet pueden convertirse
“en usuarios compulsivos o en usuarios
normales”, según el caso.
¿Quién no ha vivido la manera
compulsiva de buscar al otro y esa
ansiedad de ver la bandeja de entrada sin mensajes, ese despertar a la hora del
lobo y declararse insomne, por no decir solitario? Todos sabemos el significado
de engrosar la fría estadística de los ciberdeprimidos, sin noción del tiempo
transcurrido, frente a los signos de la pantalla. Y que no estás ahí para matar
el tiempo, sino para librar una lucha secreta y que el tiempo no te mate de
soledad. Patología la llaman los especialistas, a falta de mejor
explicación.
Quienes vivimos solos en un
apartamento sabemos que el mejor diálogo es consigo mismo: oír el retorno de
las palabras que rebotan en el espejo. Que este simulacro de coloquio, esa
impostura de comunicación cibernética por Internet nunca reemplazará, siquiera,
el silencio de una mirada fugaz en vivo y en directo. Que en el Internet la
vida virtual roba tiempo a la vida real, no es noticia. La noticia está en esa
sutil línea divisoria entre lo que es y no es, en la zona difusa donde no
sabemos si somos información almacenada en un soporte digital o seres reales.
Para el caso en cuestión, viene a ser lo mismo.
El idioma de la miseria
Los analistas dicen que el
tiempo de conexión en internet depende de las actitudes que se tenga frente a
la pantalla. Están los que se muestran dispuestos a difundir mucha información
personal en las redes y que, por tanto, se vuelven más compulsivos en el uso de
la web. Se trata de personas con escasos contactos, cara a cara, candidatos a
sufrir ansiedad social frente al
computador en espera de un partner
que responda a la llamada. No hablamos aquí de aquellos que hacen uso excesivo de Internet, sino de quienes
hacen uso compulsivo del mismo.
Lejos están los días en que la
espera de una carta no producía ansiedad, sino nostalgia, y la llegada del
cartero equivalía a una explosión de alegría en nuestro fuero interior. Leer la
carta restauraba en nosotros ese estado de complacencia -así fueran malas
noticias- porque ahí se verificaba una comunicación real y necesaria que suplía la auténtica parvedad de no saber del otro y sus noticias venían a
satisfacer esa demanda. En Internet sucede todo lo contrario, no buscamos saber
del otro, queremos saber más de nosotros mismos, en el sentido de enterarnos de
qué está pasando con nosotros en el interés de los demás. En palabras más
directas, quiero saber cuánto importo al resto del mundo, es decir, una
autoafirmación que raya en lo patético.
La pobreza de contenido de lo
expresado en internet contribuye a la vaciedad
espiritual, que es el inequívoco signo de la soledad. Se ha impuesto un
metalenguaje propio de la red que atenta contra la más elemental riqueza
expresiva del idioma. Incluso es tal la compulsión por decir algo en Facebook o
en Twitter, que solemos leer: No tengo
nada que decir o voy a escribir algo…El idioma se ha vuelto miserable en
Internet.
La desolación es el estado
natural del Internet, aunque millones de personas contradigan esta afirmación.
Tal vez no por la inconmensurable cantidad de información que fluye en la red,
sino por el estado espiritual que nos llama a estar en él. Pobreza del alma,
aun cuando se use el Internet como herramienta de trabajo: ese espacio
luminoso de la pantalla ya es absolutamente imprescindible para sentir que
estoy integrado al mundo y justificar
de ese modo mi soliloquio existencial. “Eso
es lo que creemos -dice un adicto al Internet- y si ya no estamos solos, entonces la felicidad, la profunda
comunicación humana es una realidad…pero virtual”
A tal punto el Internet
reemplaza la vida, que existen los llamados Pen
pal: sólo amistad por email o por mensajes de texto. Se trata de la
ilusión de estar más próximos que antes: hablar escribiendo, sentir leyendo una
pantalla, sin siquiera mirar al otro a los ojos, sin escuchar su voz, sin palpar
el roce de sus manos, en un acto de incomunicación real donde ya no cabe la
nostalgia, aun sabiendo que si no estamos en Internet, no existimos. El Internet me abre una ventana al mundo, pero me cierra una puerta a la vida. Todo esto
tiene un nombre: se trata de los signos patéticos de la más sofisticada e
indiscreta soledad del Internet.
Muy buena entrada
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