Por Leonardo Parrini
El retorno a las pantallas
quiteñas del filme El Padrino, (EE.UU 1972), dirigida por Francis Ford
Coppola, está por confirmar si aquello que la historia
se repite una vez como tragedia y otra como farsa, tiene o no asidero en el cine. Regresa cargada
de augurios "como la mejor película de la historia del cine" –todo indica que puede estar entre
las dos mejores, junto a Amarcord de Fellini-, el filme El Padrino, basado en
la novela homónima de Mario Puzo, se proyecta como reminiscencia de un tiempo
de grandes realizaciones cinematográficas, la década de los setenta; y de una época
de auge y decadencia de la sociedad norteamericana, los años treinta. Una época cuando
los gánster vestían con tal elegancia, como para asistir a veladas de placer, violencia
y muerte cada día. En medio del glamour de
aquella época de entreguerras emergía la impenetrable sociedad secreta de la Cosa Nostra, la mafia -de origen italiano
y auge norteamericano-, a la que sólo accedían los elegidos por heredad
familiar y se mantenían de capos a
sangre y fuego.
El Padrino, encarnado en la
soberbia actuación de Marlon Brando, narra la historia de Don Vito Corleone,
jefe de una de las cinco familias que ejercen el mando de la Cosa Nostra en
Nueva York en los años 40. El
filme, galardonado con de tres premios Oscar, cuenta que Don Corleone con cuatro
hijos, Connie, y tres varones, Santino, Michael y Freddie, (interpretados, por Al Pacino,
James Caan, John Cazale, Robert Duvall, Diane Keaton,) busca heredar el
poder al hijo mayor, al que envía exiliado a Las Vegas, dada su incapacidad
para asumir puestos de mando en la "Familia". Como un monarca absoluto, Don Vito reina con derecho de vida y muerte
sobre un auténtico ejército de guardaespaldas, sicarios, contables, sin
olvidar a su propia familia. Otro capo de las fracciones mafiosas,
Sollozzo, intenta asesinar a Corleone porque el Padrino rechaza intervenir en
el negocio de estupefacientes.
Allí estalla una cruenta lucha de violentos episodios entre los
distintos grupos de la mafia.
El Padrino retorna cuando la
mafia actual dista mucho de ser la organización elegante, jerárquica y férreamente unida en
el ámbito familiar, profundamente católica que gobernó los principales negocios turbios norteamericanos del siglo XX. Hoy los grupos o carteles no tienen
el estilo, el glamour de antaño. Sus hombres y mujeres surgen del bajo fondo y,
si trepan al poder, no alcanzan el otro nivel
que se requiere para liderar la sociedad con abolengo.
Esa otra mafia, sin linaje, está en otro
negocio, el narcotráfico, lucrativamente superior al bussines de licor clandestino en épocas de ley seca o de prostitutas
para ejecutivos y hombres de empresas. Hoy el billete está en la venta de
drogas y la diversión en las prepago y licores de exclusivas etiquetas. No hay
que confundir trabajo con placer. Ese mundo de poder vulgar, venido a menos en
valores, es el que reflejan, como una sórdida caricatura, las narco novelas colombianas
y mexicanas. Una historia de la tragedia, repetida como farsa en la pantalla
chica.
El Padrino viene a recordar que el
mundo del hampa puede ser más glamoroso que la chabacana trama de putas pre pago, sicarios
de mala muerte y vendedores de drogas. Las narco novelas, a diferencia de El
Padrino, muestran en descarada apología el negocio del narco tráfico, aunque
traten de vestir la pantalla de una falsa ética. Habría que investigar si no son una forma de lavar dinero proveniente del propio negocio de las
drogas. Dos pájaros de un tiro: blanqueo la cuenta bancaria y la consciencia.
En Colombia las narco novelas como El
Capo, Sin tetas no hay Paraíso, Las muñecas
de la mafia, entre otras, están de regreso, ya cansaron a la teleaudiencia
y, por lo mismo, las exportaron a Ecuador. Así lo resaltaron voces críticas en
el debate sobre el tema llevado a cabo en la Universidad Javeriana. El rector,
padre Joaquín Sánchez, al abrir el foro señaló que “la academia, la industria
televisiva y las autoridades de la televisión se sentaron a analizar este
fenómeno, ante la alarma de importantes sectores de opinión por el hecho de que
el melodrama tradicional y la ficción han sido desplazados, y las pantallas se
han ido llenando de delincuentes, criminales, capos y prepagos, sin que se sepa
cuál es el efecto de esos programas en las audiencias infantiles y juveniles”.
En el debate, los defensores
del género narco televisivo como Martha Bossio,
autora de La mala hierba, argumentan
que hay que aceptar que la televisión es un negocio, una industria y por tanto
tiene derecho a realizar sus productos. Para
una mayoría critica, las narco novelas son “la aceptación de una vida de
crímenes, prostitución traquetismo y escasez de valores, que se promueve todos los días, a través de la
pantalla chica”. Del otro lado del
debate, aduciendo que estas producciones reflejan y documentan parte del actual
conflicto colombiano, están apostados quienes ven éste como "un tema que toca
con la libertad de expresión y el derecho de los ciudadanos a recibir
información".
Saturadas las pantallas de las
narco novelas, la crítica denuncia “la tal apología del dinero fácil, del
traquetismo y de las prepagos” aduciendo que el crimen termina mal en el
sórdido mundo del narcotráfico y afines. Así, “Los capos, terminan capados. Los
traquetos, trapeados. Los lavaperros, enchandados. Las prepago, “putiadas”. No
queda títere con cabeza. Todos terminan quebrados, arruinados, encarcelados,
deportados, enfermos o tirados en una alcantarilla cuando no picados con
sevicia y perversidad”.
Hoy El Padrino, trascendiendo en la posmodernidad, regresa a la capital
ecuatoriana para mostrarnos una tramoya de la vida de un tiempo, -que no ha
cambiado mucho en nuestros tiempos- en que “los gangsters eran gentes que se
hacían a sí mismos, que progresaban desde lo más bajo, que luchaban contra
circunstancias injustas y se sobreponían a las peores situaciones provocadas
por guerras, crisis, políticas…”. Una trama que reitera lo que ya nos han dicho
antes: que el mundo hay que treparlo, a como dé lugar, para ser alguien en este
libre albedrio capitalista, donde el self-made
man, el sujeto auto construido sobre los escombros de los demás, es el héroe
de una historia en que “el
bandido, el ladrón, han sido en muchos momentos símbolos de libertad, una
libertad muy reivindicada por la sociedad americana siempre”, convertida hoy en
la perversión del sueño americano, el revés del mundo que nos queda por construir.
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