Por Leonardo
Parrini
Al sur de Chile había
diversas formas de viajar. En los pulmanbus
que se tragaban la Panamericana resoplando como viejas cafeteras; en avión Douglas
DC-3 desde el antiguo aeropuerto de Los Cerrillos, o en el tren verpestino que
trepidaba en un concierto de fierros, al iniciar el viaje rumbo al sur. Cada
verano elegíamos esta forma de emprender el viaje a la tierra de Pablo Neruda,
Parral, en la Región del Maule. El poeta, hijo de obrero ferroviario, había vivido
su infancia en su pueblo natal entre bigornias, fierros y maderos de los trenes
sureños:
Trenes
del Sur,
pequeños
entre los volcanes,
deslizando vagones sobre rieles mojados
por la lluvia vitalicia,
entre montañas crespas
y pesadumbre de palos quemados.
deslizando vagones sobre rieles mojados
por la lluvia vitalicia,
entre montañas crespas
y pesadumbre de palos quemados.
Traqueteando en
la memoria, el tren del sur es una metáfora de su propia existencia. Una larga hilera
de vagones tirados por una locomotora a vapor, -producido en una caldera
alimentada por carbón-, que devoraba las distancias del país más largo del
mundo. Había que vivir la algarabía en la Estación Central cada salida del expreso al sur. Una sensación de
libertad ante la expectativa del viaje se mezclaba con la ansiedad que nos
provocaba la travesía. Al primer resuello de la caldera el aire se impregnaba
del aroma a carbón que exhalaba la vieja locomotora de origen inglés. Esa máquina
ubicaba sus orígenes en la primera locomotora que hizo sonar su silbato, en
1913, en el inicio del trayecto al sur de Santiago a Linares. Una bocanada de
humo bajo el sol radiante era la señal de partida y el repiquetear de la
campana seguido del silbato del maquinista, en el periplo de mil kilómetros entre
Santiago y Puerto Montt.
Mezclado a los olores de la atmósfera que emitía la carbonera,
se olía el aroma del pan amasado caliente que ofrecían vendedoras vestidas con
delantal blanco, en grandes canastos de mimbre que apoyaban en sus caderas. Entonces
el tren al sur iniciaba el viaje con toda parsimonia, del mismo modo que zarpan
los barcos del puerto. Al silbato del controlador, el convoy acomodaba su esqueleto
metálico al partir, y ponía en tensión las vértebras de acero de la larga columna
de vagones entre señales, luces y adioses de los que se quedaban en la estación.
Neruda, así lo decía en sus versos…
Yo voy contigo, tren, trepidante
tren de la frontera:
voy a Renaico, espérame,
tengo que comprar lana en Collipulli,
espérame, que tengo
que descender en Quepe,
en Loncoche, en Osorno,
buscar piñones, telas
recién tejidas, con olor
a oveja y lluvia...
Con el tren ya
en marcha, el maquinista asomaba en la ventanilla su silueta de uniforme azul y
gorra gris para verificar que todo estaba yendo bien. Los mayores se acomodaban
en sus asientos mientras que los muchachos recorríamos el convoy de principio a
fin. Cruzábamos de vagón en vagón, desde la carbonera hasta el coche de cola, mirando
los gestos ansiosos de los pasajeros. Luego nos deteníamos en los estribos en
la articulación de cada vagón, donde el ruido ensordecedor del traqueteo de las
ruedas sobre rieles agregaba mayor emoción a la aventura. Afuera, una extensa
columna de vapor enturbiaba el aire puro de los campos; el olor a carbón incinerado
se fue perdiendo con el tiempo a medida que la locomotora a Diésel reemplazó a la
de vapor, y ésta fue desplazada por la locomotora a electricidad. El tren sureño devoraba valles, bosques y estribaciones
costeras, cruzaba raudo pueblos y comarcas. Deteniéndose, de tramo en tramo, en
viejas estaciones donde era recibido por las vendedoras de dulces, empanadas y
refrescos vestidas con pulcros delantales y grandes pañolones en la cabeza.
El tren al sur tenía
su antónimo en el regreso, con rumbo norte, a Santiago. Los santiaguinos hacían
la travesía de retorno a un ritmo distinto. Agobiados por las jornadas del viaje
los pasajeros dormían e ignoraban el paisaje de bosques de encina y roble,
los acantilados costeros por donde bordeaba a tramos el convoy o las estaciones
con vendedoras de dulces criollos. El regreso siempre tenía sabor a sórdida nostalgia,
esa que nos hace valorar más lo vivido que aquello que nunca jamás existió.
Oh tren explorador de soledades,
cuando vuelves al hangar de Santiago,
a las colmenas del hombre y su cruzado poderío,
duermes tal vez por una noche triste
un sueño sin perfume, sin nieves, sin raíces,
sin islas que te esperan en la lluvia inmóvil
cuando vuelves al hangar de Santiago,
a las colmenas del hombre y su cruzado poderío,
duermes tal vez por una noche triste
un sueño sin perfume, sin nieves, sin raíces,
sin islas que te esperan en la lluvia inmóvil
entre anónimos vagones.
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