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jueves, 13 de noviembre de 2014

CRÓNICA DEL TREN AL SUR


Por Leonardo Parrini

Al sur de Chile había diversas formas de viajar. En los pulmanbus que se tragaban la Panamericana resoplando como viejas cafeteras; en avión Douglas DC-3 desde el antiguo aeropuerto de Los Cerrillos, o en el tren verpestino que trepidaba en un concierto de fierros, al iniciar el viaje rumbo al sur. Cada verano elegíamos esta forma de emprender el viaje a la tierra de Pablo Neruda, Parral, en la Región del Maule. El poeta, hijo de obrero ferroviario, había vivido su infancia en su pueblo natal entre bigornias, fierros y maderos de los trenes sureños:

Trenes del Sur,
pequeños entre los volcanes,
deslizando vagones sobre rieles mojados
por la lluvia vitalicia,
entre montañas crespas
y pesadumbre de palos quemados.

Traqueteando en la memoria, el tren del sur es una metáfora de su propia existencia. Una larga hilera de vagones tirados por una locomotora a vapor, -producido en una caldera alimentada por carbón-, que devoraba las distancias del país más largo del mundo. Había que vivir la algarabía en la Estación Central cada salida del expreso al sur. Una sensación de libertad ante la expectativa del viaje se mezclaba con la ansiedad que nos provocaba la travesía. Al primer resuello de la caldera el aire se impregnaba del aroma a carbón que exhalaba la vieja locomotora de origen inglés. Esa máquina ubicaba sus orígenes en la primera locomotora que hizo sonar su silbato, en 1913, en el inicio del trayecto al sur de Santiago a Linares. Una bocanada de humo bajo el sol radiante era la señal de partida y el repiquetear de la campana seguido del silbato del maquinista, en el periplo de mil kilómetros entre Santiago y Puerto Montt. 

Mezclado a los olores de la atmósfera que emitía la carbonera, se olía el aroma del pan amasado caliente que ofrecían vendedoras vestidas con delantal blanco, en grandes canastos de mimbre que apoyaban en sus caderas. Entonces el tren al sur iniciaba el viaje con toda parsimonia, del mismo modo que zarpan los barcos del puerto. Al silbato del controlador, el convoy acomodaba su esqueleto metálico al partir, y ponía en tensión las vértebras de acero de la larga columna de vagones entre señales, luces y adioses de los que se quedaban en la estación.

Neruda, así  lo decía en sus versos…

Yo voy contigo, tren, trepidante
tren de la frontera:
voy a Renaico, espérame,
tengo que comprar lana en Collipulli,
espérame, que tengo
que descender en Quepe,
en Loncoche, en Osorno,
buscar piñones, telas
recién tejidas, con olor
a oveja y lluvia...

Con el tren ya en marcha, el maquinista asomaba en la ventanilla su silueta de uniforme azul y gorra gris para verificar que todo estaba yendo bien. Los mayores se acomodaban en sus asientos mientras que los muchachos recorríamos el convoy de principio a fin. Cruzábamos de vagón en vagón, desde la carbonera hasta el coche de cola, mirando los gestos ansiosos de los pasajeros. Luego nos deteníamos en los estribos en la articulación de cada vagón, donde el ruido ensordecedor del traqueteo de las ruedas sobre rieles agregaba mayor emoción a la aventura. Afuera, una extensa columna de vapor enturbiaba el aire puro de los campos; el olor a carbón incinerado se fue perdiendo con el tiempo a medida que la locomotora a Diésel reemplazó a la de vapor, y ésta fue desplazada por la locomotora a electricidad. El tren sureño devoraba valles, bosques y estribaciones costeras, cruzaba raudo pueblos y comarcas. Deteniéndose, de tramo en tramo, en viejas estaciones donde era recibido por las vendedoras de dulces, empanadas y refrescos vestidas con pulcros delantales y grandes pañolones en la cabeza.  

El tren al sur tenía su antónimo en el regreso, con rumbo norte, a Santiago. Los santiaguinos hacían la travesía de retorno a un ritmo distinto. Agobiados por las jornadas del viaje los pasajeros dormían e ignoraban el paisaje de bosques de encina y roble, los acantilados costeros por donde bordeaba a tramos el convoy o las estaciones con vendedoras de dulces criollos. El regreso siempre tenía sabor a sórdida nostalgia, esa que nos hace valorar más lo vivido que aquello que nunca jamás existió.

Oh tren explorador de soledades,
cuando vuelves al hangar de Santiago,
a las colmenas del hombre y su cruzado poderío,
duermes tal vez por una noche triste
un sueño sin perfume, sin nieves, sin raíces,
sin islas que te esperan en la lluvia inmóvil
entre anónimos vagones.

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