Por Aitor Arjol
Hoy es viernes, 28 de noviembre. Son seis horas más en España que en cualquier lugar de Quito. Estoy en una vieja biblioteca. Es más vieja por los recuerdos que por los años en que se puso el primer ladrillo. Quiero decir, con ello, que por las estanterías, cajas, mesas, sillas, calefacciones pegadas a la pared y ventanas de aluminio han transcurrido mis carnes desde que era adolescente hasta el presente en que escribo. Veinte años entre un extremo y otro. Que dan para contar mucho. En primer lugar, por los regresos. Después, por las ignorancias y, además, inevitablemente, pienso en el transcurso del tiempo. En cómo nos vemos un año tras otro, sin que quede mayor rastro de fe para la esperanza.
Estas y otras
preguntas se detallan en un imaginario papel de periódico sobre mi cabeza. En
diferentes páginas y secciones. La de los regresos, a la sección del tiempo. No
piensen que por una cuestión de rayos, truenos y condecoraciones grises. Al
tiempo lo que es del César. En cuanto a las ignorancias, buena pregunta. Dónde
carajos las pongo. En lo local, porque la ignorancia empieza en todos los
alrededores que no conozco e ignoro supinamente. En la de espectáculos,
también, y hasta es una candidatura idónea, porque no hay mayor e inconsecuente
ignorancia que la que pesa sobre quien está pendiente de su propia imagen
estética, como si los perros fueran más bellos con un collar de perlas. O tal
vez en la internacional, que va como anillo al dedo dado que, por costumbre, o
ignoramos lo que sucede más allá de nuestras cejas o los medios de comunicación
trivializan tanto las malas noticias que nos acostumbramos a las
decapitaciones, las guerras latentes, los crímenes despóticos, las
desapariciones masivas, las grandes catástrofes naturales, las pandemias, los
movimientos circulares de las caderas femeninas, las separaciones escandalosas
o los famosos que entran y salen de y hacia las cárceles como racimos de uva.
Después de la
enumeración anterior creo que la respuesta que más sentido tiene es que la
ignorancia disponga de una presencia universal en todas las secciones de la
mayor parte de medios de comunicación. Y de ahí, me pregunte, una vez a mi
regreso, si España es un país de ignorantes. Miro al vecino, al contertulio, a
la estudiante anónima de la mesa de al lado de la biblioteca, al
administrativo, al panadero, al que reparte luces y bombillas, a la que atiende
la renovación del pasaporte, al guardia de paisano que hace lo propio con mi
cédula de identidad, a otros que están en la cola, al viento que invade el
carril de mis ojos, a mi madre que me acompaña, a la que me insulta por escrito
creyendo que jode, a la que se ríe conmigo después de contarnos la vida de los
últimos doce años sin contar con lo que hemos vivido bajo la sombra de un
sauce, la que me saluda desde el interior de su establecimiento como una forma
de decirle que he llegado... después de mirar eso puedo advertir lo siguiente.
La ignorancia está en nosotros en la medida en que nos hemos hecho los
ignorantes o los medios han hecho que lo seamos para que, en consecuencia,
ignoremos cuán ignorantes son aquellos que tienen la responsabilidad de no
serlo ¿Se entiende el trabalenguas? Se lo explico con mayor concisión.
El anónimo autor de
un artículo, escribiendo al respecto, responde que se refiere a "la ignorancia
premeditada y sibilina, de aquellos forajidos ibéricos, expertos infames,
cuatreros tramposos, astutos bandoleros" y "la ignorancia del que
sabiendo lo que hace, y por qué lo hace, prefiere pronunciar un sonoro no sé o
no me consta”. Así que ya sabemos que la ignorancia de la que más me importa
hacerme eco es la que un buen número de políticos de los más diversos signos
ideológicos, empresarios, maletines e imputados judiciales pertenecientes a los
más diversos órdenes de la representación nacional. Una ignorancia sumada a la
arrogancia con que están dispuestos a negar los delitos cometidos. Es como si
únicamente ellos tuvieran el privilegio de cometer lo que les plazca, sin que
por ello la justicia terrenal les caiga. Dicho en términos populares: quieren
hacer lo que les salga de la punta del peine, por si acaso se pensaban que iba
a situar otra especie de punta para que luego las beatas o “curuchupas” eleven
el grito al cielo y me excomulguen. Y después de hacer lo que les plazca,
saltándose a la torera todo tipo de leyes, reglamentos y preámbulos, además
quieren hacerse los machos o las hembras, porque hemos tenido de todo: desde
“machotes” yendo al cajero automático a sacar dinero en efectivo para dedicarlo
a putas, cacerías y viajecillos; hasta “hembrotas” que son capaces de mandar a
unos tíos en plan marciano a matar perros y con ello afirmar que resolvió la
crisis del ébola; pasando por caballeros con pedigrí de sangre azul que se
montan una fundación para desviar fondos, no declarar a la Hacienda Pública y
obtener el beneplácito de otro que fue importante para el país pero a punto de
jubilarse se mete a cazar elefantes en alguna parte de África; eso sin contar
con un honorable presidente que está jubilado y le dio por confesar que durante
más de dos décadas tuvo platica escondida en Suiza; y después toda una larga
trama de alcaldes y concejales varios acusados de favoritismo, concesiones
ilegales, prevaricación y robo de chuletas de cordero. La lista me duele la
cabeza.
Claro que para
informarse de esto, como señalaba al principio, acudimos a diferentes medios de
comunicación que, en la mayor parte de los casos, están polarizados y sirven a
los intereses políticos de turno. Es decir, a ver quién coño se atreve a morder
la mano que te da de comer. En el mejor de los casos, solo sirven para seguir
mintiendo a los lectores, o convencer a la ciudadanía de que no pasa
absolutamente nada. Oye, qué va, si solo es una simple granizada. Qué no cae
nada del cielo. Que estamos saliendo de la crisis. Claro que, después de todo
eso, resulta que aparece una formación política totalmente nueva, nacida no de
lo que proponen sino de lo que los demás no han hecho, y en vez de dejarles un
necesario espacio de difusión o reflexión, los mismos medios de comunicación la
demonizan, atendiendo al siguiente principio fundamental: ojo que los que
vienen son peores que el hambre, que quieren convertir a España en una
República de propiedad colectiva y pandereta comunitaria. ¿Es objetivo que una
televisión pública, o un medio de prensa nacional, recurran a este argumento?
¿O lo correcto sería analizar sus propuestas y, de paso, atreverse a denunciar
la corrupción? ¿Es que España es un país de tontos? ¿O solo somos tontos en la
medida en que hemos elegido libremente a quienes tontamente nos representan y
nos dan por los cuartos traseros hasta que nos escueza?
La tontería tiene
diferentes grados y niveles, al parecer. Pero, en definitiva, donde resulta más
paradójica y sorprendente es en la propia apatía de la ciudadanía. Es como si
nada les importara y fuesen los más interesados en correr un tupido velo, en
seguir pensando en que esto es como el “País del Nunca Jamás” de Peter Pan, el
“Barrio Sésamo” de la gallina Caponata o el “País de las Maravillas” de Alicia.
Realmente, este trasunto va con todos nosotros. Hacen que yo también me sienta
tonto. Bueno, casi, porque en caso contrario no escribiría nada de esto. Así
que, más o menos tonto, me senté a dialogar con la lluvia, en la biblioteca,
como dije al principio, de cara a una ventana que no ofrece más que lluvia al
otro lado, gotas de sudor otoñal sobre el río Nervión. A ver si sabemos lo que
leemos.
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