Por Leonardo Parrini
Era mi ídolo y lo sigue siendo. Cada pedaleada que doy trepando en ascenso o en la explanada pienso cómo lo haría él, montado en el caballito de acero. Es que los ídolos son, nada más y nada menos, esa otra parte que no somos y queremos ser. Son aquella fuerza que se necesita para no doblegarse y nos impulsa a ser mejores. A ser buenos, en el sentido de superación después de haber luchado – si no vencido – con espadas limpias y sentirse ganador incluso en la derrota que deja un sabor moral de victoria. Y los ciclistas lo sabemos, porque este deporte de hombres nobles que en plena competencia ayudan a su contrincante ante una caída en la ruta, nos enseña una fortaleza espiritual, acaso más notable que la potencia física, en los músculos del alma.
Cuando leí la noticia que el ciclista Lance Amstrong, vencedor siete
veces consecutivas del Tour de France, había sido descubierto en una larga
carrera de fraudes deportivos que lo hicieron obtener un tremendo palmares de
medallas de oro, aupado por estimulantes y sustancias esteroides, sentí una doble
sensación de impotencia y estupor.
Se había
caído el ídolo del pedestal de mi admiración por un competidor fraguado en el
consumo de estupefacientes que lo convirtieron en el súper hombre que cruzó la
meta de la inmortalidad, como el mejor ciclista
de todos los tiempos, luego de vencer al cáncer. Y no se trata de moralismo estériles,
sino de un sentimiento de derrota que rasga los pliegues del alma más al fondo
de lo que uno cree. Ese sentimiento de decepción te hace descubrir - de
improviso- que el mundo funciona exactamente
al revés de lo que uno imagina en la idealización de las cosas posibles o en la
exaltación de las cosas buenas.
Acto seguido
fui a mirar la foto que guardo de Amstrong cruzando la meta, luego del sprint
final. Lo observe un instante con los brazos alzados, con esa estampa de gladiador
invencible y me dije: ¡qué carajo, si la vida es así! Al menos así nos la pintan
aquellos que manejan los hilos de esta fábula de lo absurdo. Así es el mundo contrahecho
que termina por hacernos trizas el último sueño de niño, la postrera ilusión en
un mundo ideal y seguro, y me dije, qué carajo, la vida siempre ha sido así.
Así, cuando
una suerte de malhadada comedia de las equivocaciones nos hace aceptar lo que
no debe ser como posible, y considerar paisaje natural aquello que no lo es. La
vida es así, me dije, cuando se encarga de mostrarnos el revés de las cosas sin
porvenir, con el rostro más decepcionante de la mentira, con la lógica del
absurdo convertida en casualidad de lo admisible.
La vida
es así cuando el negro pasa por blanco y la opacidad por luz. Cuando ya no es
de creer en quien creíste y el credo es una patética oración en los labios.
Cuando los puntos cardinales de la vida extravían y consideramos natural que la
izquierda sea derecha y la revolución, involución. Así es la vida de pantomima cuando un
indio traiciona su estirpe ancestral y posa con un banquero populista sobre una tarima electoral. Así de absurda es la vida cuando los referentes no
son más que espejismos y vivimos el simulacro como real.
Qué carajo,
así es la vida. Amstrong aun me tenía reservada una lección adicional. Un motivo
para seguirlo admirando, ahora con los pies puestos en la tierra. Aun cuando el
caballito de acero luce inmóvil, con esa patética quietud que tienen las cosas móviles
cuando quedan quietas, como dice Cortázar. El ciclista Lance Amstrong, que cruzó la meta de
mis sueños con los brazos alzados, aun en sus victorias, aun en su derrota, me
hace comprender que la vida puede ser así. Un renacer de ave fénix, subidos al
podio y laureados con una mirada más realista de la existencia. Un fugaz
momento que nos impulsa a soñar en la posible imposibilidad que la vida no siga
siendo así.
No hay comentarios:
Publicar un comentario