Por
Leonardo Parrini
Que el duelo de la
vida duele más que el de la muerte, no hay duda. Se prolonga más allá de la
pérdida de un ser amado, y cae de bruces sobre la nostalgia del futuro, no solo
del pretérito imperfecto, cuya acción, se suponía, quedaba abierta al devenir.
La partida final de la escritora catalana Palmira Roses, -madre de cinco de mis
hermanos de padre- deja un vacío de añorar lo que nunca jamás sucedió en ese
porvenir que duele por no haber ocurrido.
Y esa nostalgia
guarda relación con las uvas de Macul y las tardes rubias de sol dando cuenta
de una generosa sandia en el huerto rodeado de achiras. Y de aquellas jornadas
de lluvia en la casa de madera bebiendo interminables tazas de café entre
alusiones a la vida de los escritores que cultivaron nuestro espíritu
tempranamente. Esas congregaciones colectivas cuando la vida política de Chile
transitaba por las grandes alamedas junto a la esperanza. Y esa algarabía de
cada septiembre rojo, que conmemoraba todo lo trascendente que le ocurrió a los
chilenos en su historia claroscura. Todo aquello que era parte de un pretérito
imperfecto, ahora sin futuro posible. Ese absoluto que no da cabida, sino a la
nostalgia también imperiosa.
A Palmira Roses la
conocí hace ya algunos años, cuando
comencé a frecuentar el hogar que compartía con mi padre y sus hijos Vicente,
Paloma, David, Rodrigo y Sebastian, cinco hermanos que me devolvía la vida como
una promesa. Palmira había llegado a Chile procedente de Cataluña, siendo aún
una joven de pollerón largo y cabellos cortos que dejaba los paseos en
bicicleta por Sabadell, su aldea natal, para vincularse a la aventura vital de
un Chile que abría sus puertas a los migrantes españoles.
Palmira traía la
poesía en la piel. Testimonio vital de su infancia en Sabadell, su pueblo que
le había premunido de los elementos existenciales para escribir versos necesarios, como el pan, en sus Cartas a Sabadell:
Hay
un tren detenido entre la nieve de mi memoria…
En la
memoria tengo el don de la ubicuidad
Igual
que un personaje de Chagall
Vuelo
sobre el tren
Oscuro
sólido y blanco por la nevada
Y Sabadell asoma
como un destello que anuncia la luz del recuerdo.
En
otoño este bosque
Acapara
todos los tonos ocres
Y
amarillos del mundo
Cuando
llueve
Deberían
ver la lluvia en el bosque
Se
descuelgan grandes gotas
De
sus hojas
Y en los charcos uno siente el vértigo
De
caerse del cielo.
Vértigo de la
memoria poética que se disipa en versos de una poesía que es usual como el cielo que nos desborda, al decir de
René-Guy Cadou. Hechos de nostalgias ciertas y con palabras verdaderas que
fueron escritas desde la serenidad cabal del espíritu de su autora, para expresar la desazón que me producen los
recuerdos, según su propia confesión.
Mi último encuentro con Palmira fue en Hueldén, una pintoresca caleta de pescadores, al sur del mundo,
allá en la isla de Chiloé. Era el invierno del 2006 durante mi visita a
Chile. Días de evocaciones y promesas que se prolongaron, a mi regreso a Ecuador, en
un sustancial epistolario que mantuve con Palmira, en el que nunca deje de
sentir ese hálito vital que solemos percibir
en las palabras de los seres amados. Junto a los manzanos desnudos del huerto
de la cabaña que mi hermano Vicente había construido junto al mar, recordamos y
revivimos ese pretérito que se volvía perfecto en la memoria.
Y en esa memoria Palmira
es la muchacha que transita en bicicleta por las calles de Sabadell. Abro
después de muchos años las páginas luminosas de su Cartas a Sabadell y me estremece su lectura con un temblor de
nostalgia.
Nadie
ha muerto en esta casa
Los
que a ella llegan traen sus propias historias
Y
entre el tejer y el destejer de la charla
Algunas hilachas quedan perdidas en los
rincones…
Puedo
irme y en esta casa nadie llorara mi ausencia…
Un recuerdo que se
arrincona a contravía, porque mientras uno espera todavía más de la vida,
Palmira Roses acaso quería retomarla como un recuento. No sea cosa que Palmira se nos
fuera para cumplir ese designio de Alonso Gatto: Todos tenemos prisa de morir para regresar a nuestra aldea…
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