Por Leonardo Parrini
La primera vez que escuché la palabra
Yasuní me sonó a una fina beldad japonesa; no obstante, por su tenue sonoridad fonética
de género femenino, es nombre apto para evocar a una warmi huaorani. Mi ignorancia
se disipó cuando tuve la oportunidad de conocer la reserva ecológica con la mayor
biodiversidad del planeta: el Yasuní, un territorio selvático virgen de 9.820
kilómetros cuadrados ubicado entre los ríos Napo y Curaray, en las provincias amazónicas
ecuatorianas de Pastaza y Orellana.
El Yasuní se volvió un vocablo
memorable, aunque sin etimología conocida en los diccionarios, cuando en 2010
el Estado ecuatoriano, representado por el Presidente Rafael Correa, propuso la
Iniciativa
Yasuní-ITT (Ishpingo, Tambocha y Tiputini) consistente en dejar bajo tierra
unos 920 millones de barriles de petróleo con el fin de evitar la emisión de
410 millones de toneladas de CO2 y la desaparición de una importante fauna y
flora, considerando que esta es la región con más biodiversidad en el mundo.
En compensación el Ecuador recibiría 3.600 millones de dólares hasta el
año 2023, proveniente de aportes de donantes internacionales, equivalentes al
50% del valor económico de la reserva hidrocarburífera yaciente bajo el Yasuní.
Una reciente evaluación determina que el proyecto Yasuní ha generado apenas $ 10
millones en el fideicomiso internacional y $ 2 millones en el nacional, además de
la promesa de recabar $ 336 millones de forma inmediata. El balance negativo
amerita la toma de decisión frente a la continuidad de la iniciativa Yasuní-ITT
de parte del Estado.
El inminente fracaso del proyecto Yasuní-ITT tiene responsables
identificados entre los gobiernos y las ONGs europeas y americanas que
comprometieron, demagógicamente, su palabra de desembolsar aportes económicos ofrecidos
bajo la euforia del ecologismo, a ultranza, que no ha pasado esta vez de las
palabras a los hechos. El Estado ecuatoriano ya hizo lo suyo: ofreció desistir, formalmente, de la extracción de hidrocarburos del Yasuní y renunciar así a explotar el 25% de la reserva
petrolera nacional.
La propuesta ecuatoriana Yasuní-ITT se inscribe en los principios ecosocialistas de justica social y
defensa ambiental, que pasan por el cuestionamiento a la lógica de acumulación capitalista generadora de crisis
económicas, financieras, energéticas y climáticas. La lógica que privilegia el crecimiento económico como sinónimo de
“desarrollo”, sustentado en mera acumulación de riquezas, se impone siempre en
detrimento de la naturaleza. El modo de
producción aplicado por sobre las consideraciones sociales y naturales, imperante
en las naciones capitalistas industrializadas, hace que el símbolo mundial llamado Yasuní, no sea para esos países más que una
romántica declaración desprovista de auténtico sentido de justicia social y ambiental.
Renunciar al Yasuní significa dar la espalda a un nuevo modelo de
desarrollo basado en el cambio radical de la matriz energética –reducir uso de
combustibles fósiles sustituyéndolos por energía hidráulica, geotérmica o solar-,
como alternativa de una nueva modalidad de matriz productiva de industrias generadoras
de industrias, dentro de una economía postpetrolera. Ojala que la decisión presidencial
escuche su propia conciencia y no responda a presiones internacionales del ambientalismo
neoliberal o del extractivismo voraz. Tampoco sería viable canjear la iniciativa
Yasuní por acuerdos libre mercantilistas con los países europeos.
El Yasuní debe prevalecer en la conciencia de los ecuatorianos como el gesto
magnánimo de un país que, invocando a la madre Tierra, escucha el llamado de la
Pachamama a no traicionarnos. Hijos pródigos de una tierra que se brinda generosa,
al extremo de renunciar a su riqueza material en nombre de una utopía natural inmanente
y, por lo mismo, trascendente.
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