Por Leonardo
Parrini
Mientras el trole avanza por la Av. 10 de agosto en Quito, Carlos, que vende golosinas
en los buses, cuenta
que lleva quince años trepándose a más de 70 unidades diarias que transitan por el
corredor central de la ciudad. Su mercadería consiste en una funda de dulces
que compra en un almacén de abarrotes del Centro Histórico quiteño. Camella
desde las 7 de la mañana hasta las 9 de la noche; y, en el mejor de los casos,
consigue vender 15 dólares diarios: “Con
ese dinero doy de comer a mis tres hijos y pago arriendo de la casa”, dice
nuestro personaje. Carlos engrosa la lista de los 25 mil vendedores que
diariamente pululan en los terminales de buses y se trepan a las unidades con
la esperanza de una venta, porque no me
he subido a robar, me he subido a vender…
Forman parte
del paisaje urbano y siempre aluden a la consabida fórmula: Usted se estará
preguntando ¿cuánto le cuesta, cuanto le vale? Una frase manida para romper el
hielo de los indiferentes pasajeros. Debe ser la pregunta preconcebida más repetida,
y sin convicción, por los comerciantes informales que en cada cuadra abordan
los buses capitalinos. La usan para vender desde la historia de una enfermedad que
incluye una operación de vesícula o la amputación de una pierna, hasta
caramelos de menta para la tos, la carraspera y el mal aliento. Más bien, con
desaliento se suben y bajan de los buses urbanos estos lumpen del comercio
callejero, regulado por el Municipio de Quito. Alli se encuentra, en troles y alimentadores, un selecto número de ciegos, sordomudos y discapacitados de toda índole
vendiendo lastimeras historias.
¿Existe una
ordenanza que regule este tipo de comercio en los transportes municipales? La
respuesta tiene dos explicaciones: la presencia de comerciantes ambulantes
responde a la voluntad misericordiosa del controlador del sistema de
movilización municipal o, caso contrario, el comercio practicado por minusválidos
en buses municipales refleja una política metropolitana. Lo curioso es que esa práctica
incluye al trabajo infantil, del que tanto se ufanan las autoridades de estar
haciendo desaparecer en una capital que todavía tiene niños explotados por
adultos que los obligan a transar mercancías callejeras.
Llama la
atención, -señal ineludible de que alguien más está detrás de vendedores,
lisiados y comerciantes infantiles- el argumento de venta esgrimido como un
guión común escrito para todos: Señores
pasajeros, damitas y caballeros, me he subido a esta unidad gracias a la buena
voluntad del señor conductor y no lo hago solo, lo hago acompañado de este rico
caramelo que le voy a pasar a ofrecer por sus asientos. No me dejarán con la
mano estirada, porque más vale su educación. Yo trabajo en este medio de
transporte cuando podría estar robando. Usted se preguntará -y nadie lo hace, en realidad- cuánto le cuesta, cuánto le vale…recibir no
es comprar…
Y así la
oferta se reduce a una letanía común a todo tipo de vendedores, sin que exista
diferencia de edad, condición física o producto. Y están los raperos,
vendedores de estampitas cristianas, el negro que amenaza con su sola
presencia, predicadores apocalípticos, el payaso de cara tristemente pintada, convalecientes
con muletas, la madre que mantiene a sus
hijos, la menor que vende helados, o los adolescentes con traza delincuencial a
los que debes agradecerles por no robarte a vista y paciencia de todos…ya que me encuentro trabajando honradamente, después
de estar en la cárcel largo tiempo, señores pasajeros…
María sube a
unos 60 buses por día, a vender helados a diez centavos cada uno. Su ganancia
diaria no supera los diez dólares, y con ese dinero intenta mantener a sus dos pequeños
hijos. Dice que hay ocasiones en que, por simple corazonada de madre, no se
atreve a dejar solos a sus dos menores -de cuatro y seis años- en los cuartos que
arrienda y los lleva con ella vender en
los buses. La situación se le complica en los días de lluvia del impredecible
clima quiteño.
El peor
enemigo para ecuatorianos como María, es la nueva Ley de Transporte Terrestre,
Tránsito y Seguridad Vial, que en el artículo 139, literal e, impide la presencia de
vendedores en los buses, y sanciona por una contravención leve de primera clase
a los conductores con multa de 10 dólares y 1,5 puntos menos en la licencia. Esta
normativa ya se encontraba en la ley anterior, pero ahora lanza a
la desocupación a unos 25 mil trabajadores informales del país que tratan de
sobrevivir del sustento diario de las ventas callejeras, según manifiesta Freddy
Viejó, secretario de la Central Ecuatoriana de Organizaciones Clasistas (CEDOC).
No obstante, la ley es subvertida por quienes la concibieron: las autoridades
reprimen, por un lado, y permiten por otro, la presencia de los comerciantes
informales, una doble moral que tranquiliza la conciencia de unos y exacerba la
sensibilidad de otros.
Las ventas informales en los sistemas de transporte público quiteño del
Trolebús, Ecovía, Corredores Sur Occidental y Sur Oriental, teóricamente está
prohibida. Bajo su impedimento, este año la Policía Metropolitana ha desalojado
a más de 200 vendedores. Los transeúntes de a pie sugieren que se distinga entre
comerciantes y ladrones disfrazados que se dedican a sustraer celulares y
billeteras de los bolsillos de los pasajeros, pero la vorágine urbana no
permite tal distinción y la fuerza policial opera en contra de moros y
cristianos.
Esta historia no tiene final feliz, ni conclusión cerrada. Continuará…como dicen los cuentos, sin principio ni fin, en un espiral de vida. Como la frase repetida hasta el infinito, ¿cuánto le cuesta cuánto le vale? Pues, la cuantía de un instante cotidiano en que alguien quiera vendernos con una dulce golosina, la amargura de un trozo de historia de su propia vida.
Esta historia no tiene final feliz, ni conclusión cerrada. Continuará…como dicen los cuentos, sin principio ni fin, en un espiral de vida. Como la frase repetida hasta el infinito, ¿cuánto le cuesta cuánto le vale? Pues, la cuantía de un instante cotidiano en que alguien quiera vendernos con una dulce golosina, la amargura de un trozo de historia de su propia vida.
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