Por Leonardo Parrini
Es una fría mañana de abril, el
sol filtra tímidos rayos entre el follaje de los árboles en el Parque
Metropolitano de Quito. A esta hora del amanecer de un viernes santo, el parque
está vacío. Sobre la bicicleta sorteas los chaquiñanes aspirando el aire puro,
impregnado de un aroma a eucaliptus. Ascenso
y descenso, como la vida misma, conducen por el sendero acostumbrado hacia el árbol
que divide la cicloruta, a campo traviesa, en una bifurcación del camino. Es un
enjuto eucaliptus en medio del bosque en un punto de intersección como disyuntiva
de la ruta. En un ambiente ligeramente húmedo y brumoso, el bosque destila
agua por la corteza de los árboles, mientras evapora la última lluvia de la noche
anterior.
Inicia el día como una jornada
de rutina en el hábito de trepar la montaña en bicicleta, reiterando un
poderoso estimulo físico y espiritual que brinda el ciclismo de altura. Esta
mañana algo anda mal. En el último ascenso, luego de superar el tercer mirador
que domina desde lo alto el valle de Tumbaco cubierto por un banco de niebla
que une cielo y tierra en un solo abismo blanco, un dolor cansino, inusual, se
apodera del brazo derecho. Iniciado el descenso que conduce al chaquiñán que
lleva al cuarto mirador, los músculos de la mano derecha no responden ante el esfuerzo
de accionar el freno. La bicicleta avanza sorteando depresiones y montículos
sobre un terreno húmedo sembrado de hojas, musgos y piedras pequeñas. A la sensación
incomoda en el brazo, se suma un ardor en el centro del pecho, como una presión
indescriptible. Es un dolor inédito, un peso opresivo que se irradia hacia la
espalda. Es un dolor que no proviene de un síntoma muscular, óseo o neurálgico,
la dolencia es de origen vascular: duele el flujo de sangre que fluye a través
del torrente cardiovascular.
Al arribo al árbol de
eucaliptus que divide el bosque en dos nuevos senderos, una sensación de desorientación
abruma los sentidos. Es un extravío sensorial en la soledad del paisaje verde, desteñido
por una tenue bruma que desciende de la copa de los árboles. Una sensación definitiva
de muerte inminente, da paso a un escalofrío que estremece todo el cuerpo. La opresión
como una estaca clavada en el centro del pecho aumenta, mientras espasmos reflejados
hacia los músculos abdominales se convierten en descontrolada peristalsis que provoca
un vomito de vísceras vacías, de bilis fluyendo y refluyendo como hiel hasta la
garganta. El dolor no cede y se multiplica por el organismo como chicotazos de
corriente eléctrica hacia las encías, el abdomen, los pulmones, los testículos,
provocando una sensación de debilidad extrema que ya no permite el registro de
la frecuencia del corazón. Un sol tibio, impotente, es la única fuente de
energía posible, cuando el cuerpo se entrega a la descompensación fatal. Arriba
un cielo gris y distante, cubierto literalmente por el follaje de árboles ancestrales
y jóvenes arbustos, el paisaje matinal se convierte potencialmente en la última
imagen posible de vida.
Es cuando un supremo esfuerzo físico
y mental te impulsa a levantarte de la alfombra de hojas y musgos, donde has permanecido
los últimos minutos del infarto cardiaco en curso y decides vivir. Que este no será
tu último encuentro con la vida, simbolizada en esos árboles frondosos que cubren el cielo mezquino que te niega su sol
reconfortante. Que hay motivos para vencerte y vencer este ejercicio extremo de
aferrarte a la vida. Que en un flashback delirante, toda tu existencia te llama
a sobrevivir. Que el dolor pectoral inenarrable se convierte en el último soplo
de vida, pero no: te yergues y decides que este no es el momento de renunciar
al último aliento vital. Que tu corazón asesino puede ser un aliado, a cambio
de dejarlo vivir como un caballo desbocado que galopa en cámara lenta y en
sordina. Un corcel sin la potencia suficiente para llevar la vida por el
torrente de sangre a cada rincón de tu cuerpo. Sin el influjo supremo para
llevar la vida hasta el último rincón del alma. Te levantas y te multiplicas, mientras
el infarto te resta las escasas fuerzas que sumas, más allá de toda medida en
la postrera decisión de vivir. Solo en medio de este bosque extraño, ahora cubierto
de niebla, como un signo de la muerte que acabas de eludir te levantas y evades. Pocas horas después despiertas en una camilla de una sala de emergencias médicas.
Todo confirma que has sobrevivido al momento más agudo del infarto localizado en la arteria circunfleja posterior. Sonríes,
con una sonrisa tenue y poderosa. El reloj marca una hora incierta. Los
especialistas preparan el quirófano para invadir tu corazón con un stent, a través
de las sondas del cateterismo. Te sientes el ser más poderoso y el más vulnerable
del universo. El sentido de la vida ha dado un vuelco para siempre. Esta
historia ocurrió, precisamente, hace diez años, un viernes 18 de abril. No me la
contaron, la viví para contarla.
¡Qué suerte! ¿Ganas de vivir? ¿destino? ¿Milagro?
ResponderEliminarBonito relato.
Tu valentía, perseverancia y anhelo de seguir junto a nosotras, dio fortaleza a tu corazón, lo vivimos contigo y siempre estaremos a tu lado, gracias padre por existir !!!
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