Por Aitor Arjol
Tierra de
campos. El Cerrato. Páramos. Perdices. Liebres. El invierno más longevo y
perezoso que de costumbre. Mientras contemplo semejante horizonte pienso en
cómo dar a conocer estos paisajes a un lector curioso pero ignorante. Curioso
por naturaleza e ignorante para bien. Los promedios de lectura están por los
suelos. El tiempo es irrisorio. Dedicarlo a un paisaje y a unas gentes que
desconoce, por lo tanto, parece una labor inútil. A la desgana se une el hecho
de que, con frecuencia, está demasiado absorto en su entorno, aquejado de
cierto provincialismo o vete a saber. Pero vayamos al grano. Veamos de qué está
la curiosidad. Ahora somos más visuales. Una imagen parece valer más que mil
palabras. Y a falta de imagen, nos queda el consuelo de una descripción viva.
El Cerrato es una
comarca metida en los campos de Castilla y León. Nunca mejor dicho. Entre tres
sencillas provincias: Palencia, Burgos y Valladolid. Campos donde predomina el
páramo, la llanura salpicada de oteros, laderas carcomidas por el viento,
campos de cereal salpicados por reducidos pero frecuentes pueblos, que se van
disputando el horizonte. Una comarca que, en su mayor parte, pertenece a la
provincia de Palencia y en la que tengo el placer de tan próximo como un nido
de golondrina.
El propio nombre
lo dice todo. Tierras predominantemente llanas, salvo que una noche, algún
borracho hubiera creído que eran un acordeón y quiso plegarlas. Pero se quedó
en eso: en una intención. Ahí las dejó. En tierras salpicadas por cerros, en
cuyas laderas, sobre todo en las que miran hacia la vega del río Pisuerga, es
frecuente observar lejanos y pequeños huecos, como ojos de alguna calavera
olvidada. No son más que antiguas explotaciones de yeso, a lo que se une sus
antecedentes fuertemente ganaderos y agrícolas. Rebaños de ovejas. Cultivos de
secano. Barbechos. Madrigueras de conejo. Paisaje muy propio de las novelas de
Miguel Delibes, aquel escritor vallisoletano que con tanta solera nos dejara
obras como “Los Santos Inocentes” o “La sombra del ciprés es alargada”.
Si bien la mayor
parte de la comarca pertenece a la provincia de Palencia, su capitalidad, desde
finales del siglo XV, la ostenta la población de Baltanás, a una escasa
veintena de kilómetros de Torquemada. Dos pueblos que, a fin de cuentas,
comparten mucho más que esa cercanía separada, tan solo, por los consabidos
cerros y por una estación abandonada ya, a la sombra de la línea de
ferrocarril. Una carretera tan recta como una pluma estilográfica, asciende y
desciende, se inclina hacia Hornillos, rodeada un otero poblado de modernos
molinos de energía eólica y, al fondo, como si tales circunstancias, Baltanás,
extendido por doquier, de donde extraigo dos fugaces imágenes. La primera es la
colina situada a un lado de la iglesia de San Millán, horadada por una invasión
de bodegas, chimeneas y escueto matorral que no llega ni a los tobillos, lo que
dice mucho de la relación entre el pueblo y el inexpugnable vino. La otra es
una de las cooperativas queseras más reconocidas del país, cuyas instalaciones
quedan en las afueras del pueblo, en la carretera en dirección a Valdecañas de
Cerrato.
La colina de las
bodegas es uno de los espectáculos más singulares que cualquier extranjero o
ingnorante del paisaje pueda sentir. Es como si algo funcionara mal en su
retina, más acostumbrada a la relación entre el vino de Rioja y la marca de
España. Un error fulgurante que conviene aclarar porque el vino que te sirva
cualquier abuelo, de uva cosechada en las inmediaciones y fermentación afín en
una u otra bodega, o en cualquier cuba privativa, es mucho mejor. Es como una
semilla de semblante oscuro. Así de sencillo. Sin estrategias comerciales. Como
un sello marcado al rojo vivo. El resto son burdos escenarios.
En cuanto al
queso. El queso del Cerrato. De cabra, oveja o vaca. A la salida del pueblo. En
el abismo de una carretera que vuelve a ascender por un cerro sin cordura.
Normalmente se aparca a pie de un edificio donde se atiende al público. Un
espacio reducido y servido, hasta no hace mucho, por dos o tres señoras, dicho
sea de paso, que siempre atendieron con pulcritud, esmero y una sonrisa mediana
en los labios, así fuera domingo. Allí te esperaban una larga lista de quesos
de cuatro kilos, otros de dimensiones más reducidas, cuñas de ellos mismos y
productos de la comarca similares. Una verdadera ópera quesera. Esfuerzo de un
grupo de ganaderos que en 1968 deciden fundar una cooperativa y a tres años
después comienzan a fabricar queso. Desde entonces, mis ojos los han visto
durante años y años, casi siempre durante los periodos estivales, ganando
renombre, recuerdos y buena memoria.
Hoy en día la
cooperativa pertenece a un grupo más extenso y los quesos han recibido más
premios que el sendero de mi abuelo. Pero como los tiempos cambian y, no
siempre para bien, a inicios de diciembre se me ocurre acercarme de nuevo.
Aparcar o parquear el carro. Como ustedes prefieran. Echar pie a tierra. Llegar
al antiguo edificio que sigue tal cual, pero con el acceso cerrado. Buena o
mala señal. Las instalaciones se han ampliado y modernizado. Ahora hay un
discreto supermercado, pero con una oferta más escasa de quesos. Empleados de
la cooperativa. Pregunto al encargado. Ya no son aquellas señoras. Disculpe
porque soy de aquí pero de más lejos que los rayos del sol de anteayer. De
Ecuador. De esa amalgama de cordillera de los Andes, selva y discreto océano
Pacífico. Quiero darles a conocer, a ellos y a quienes están tan equivocados
sobre la España de pandereta y crisol flamenco, que éste queso es como una veta
de oro y, de paso, a ustedes les redunda en la necesaria difusión. La respuesta
de parte de los nuevos propietarios dejó mucho que desear. Y me dije. Qué pena.
Qué tristeza tan poco gastronómica. Es el resultado de la falta de conexión
entre quienes dirigen determinada iniciativa empresarial y el verdadero sentir
del origen. Que luego no se quejen. Y menos mal que los quesos prevalecen sobre
la falta de carácter de ciertas personas que no merecen representar a un
ejemplar cultural tan lácteo y de buen devenir. Lo mío son los quesos, las
bodegas y campanarios.
Quiero hacer alguna puntualización sobre este artículo.
ResponderEliminarEn primer lugar, la distancia entre Torquemada y Baltanás, es de menos de 10 kms.
Respecto al personal que atiende las ventas de los productos que comercializa en el "hipermercado" de la Cooperativa del Cerrato - AGROPAL, fabricante de los "Quesos Cerrato", son en mi entender, unas personas suficientemente preparadas y alguna con mucha veteranía en el "oficio", a la altura de la empresa para la que trabajan, desarrollando perfectamente su labor.
Espero haber aclarado estos dos puntos. Saludos.
Germán López Bravo, "el Cerrateño"
A la att. de Germán. Como se puede deducir del contenido, no es lo mismo ser el "propietario" que los empleados. A fin de cuentas, los empleados no solo están capacitados, preparados y son amables en el trato, sino que en todo momento ofrecieron las facilidades propias de su responsabilidad. Quedo muy agradecido a los empleados. No es responsabilidad de ellos el interés que los propietarios o gerentes tengan en apoyar la difusión de su producto. Qué le vamos a hacer, pero así es la vida.
ResponderEliminarY en segundo lugar, la distancia entre Torquemada y Baltanás es de 13,3 kilómetros. Comprobable a través de los respectivos mapas o cartografías. Tanto desde la calle Arrabal como desde la ermita de la Santa Cruz en las afueras de Torquemada, en dirección a Cordovilla la Real, por la carretera de Astudillo.
Atentamente
El autor del reportaje
Ninguna de sus dos afirmaciones es empíricamente correcta.