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E c u a d o r - S u d a m é r i c a

jueves, 18 de abril de 2013

VIVIR PARA CONTARLA


Por Leonardo Parrini

Es una fría mañana de abril, el sol filtra tímidos rayos entre el follaje de los árboles en el Parque Metropolitano de Quito. A esta hora del amanecer de un viernes santo, el parque está vacío. Sobre la bicicleta sorteas los chaquiñanes aspirando el aire puro, impregnado de un aroma a eucaliptus. Ascenso y descenso, como la vida misma, conducen por el sendero acostumbrado hacia el árbol que divide la cicloruta, a campo traviesa, en una bifurcación del camino. Es un enjuto eucaliptus en medio del bosque en un punto de intersección como disyuntiva de la ruta. En un ambiente ligeramente húmedo y brumoso, el bosque destila agua por la corteza de los árboles, mientras evapora la última lluvia de la noche anterior.

Inicia el día como una jornada de rutina en el hábito de trepar la montaña en bicicleta, reiterando un poderoso estimulo físico y espiritual que brinda el ciclismo de altura. Esta mañana algo anda mal. En el último ascenso, luego de superar el tercer mirador que domina desde lo alto el valle de Tumbaco cubierto por un banco de niebla que une cielo y tierra en un solo abismo blanco, un dolor cansino, inusual, se apodera del brazo derecho. Iniciado el descenso que conduce al chaquiñán que lleva al cuarto mirador, los músculos de la mano derecha no responden ante el esfuerzo de accionar el freno. La bicicleta avanza sorteando depresiones y montículos sobre un terreno húmedo sembrado de hojas, musgos y piedras pequeñas. A la sensación incomoda en el brazo, se suma un ardor en el centro del pecho, como una presión indescriptible. Es un dolor inédito, un peso opresivo que se irradia hacia la espalda. Es un dolor que no proviene de un síntoma muscular, óseo o neurálgico, la dolencia es de origen vascular: duele el flujo de sangre que fluye a través del torrente cardiovascular.

Al arribo al árbol de eucaliptus que divide el bosque en dos nuevos senderos, una sensación de desorientación abruma los sentidos. Es un extravío sensorial en la soledad del paisaje verde, desteñido por una tenue bruma que desciende de la copa de los árboles. Una sensación definitiva de muerte inminente, da paso a un escalofrío que estremece todo el cuerpo. La opresión como una estaca clavada en el centro del pecho aumenta, mientras espasmos reflejados hacia los músculos abdominales se convierten en descontrolada peristalsis que provoca un vomito de vísceras vacías, de bilis fluyendo y refluyendo como hiel hasta la garganta. El dolor no cede y se multiplica por el organismo como chicotazos de corriente eléctrica hacia las encías, el abdomen, los pulmones, los testículos, provocando una sensación de debilidad extrema que ya no permite el registro de la frecuencia del corazón. Un sol tibio, impotente, es la única fuente de energía posible, cuando el cuerpo se entrega a la descompensación fatal. Arriba un cielo gris y distante, cubierto literalmente por el follaje de árboles ancestrales y jóvenes arbustos, el paisaje matinal se convierte potencialmente en la última imagen posible de vida.

Es cuando un supremo esfuerzo físico y mental te impulsa a levantarte de la alfombra de hojas y musgos, donde has permanecido los últimos minutos del infarto cardiaco en curso y decides vivir. Que este no será tu último encuentro con la vida, simbolizada en esos árboles frondosos que cubren el cielo mezquino que te niega su sol reconfortante. Que hay motivos para vencerte y vencer este ejercicio extremo de aferrarte a la vida. Que en un flashback delirante, toda tu existencia te llama a sobrevivir. Que el dolor pectoral inenarrable se convierte en el último soplo de vida, pero no: te yergues y decides que este no es el momento de renunciar al último aliento vital. Que tu corazón asesino puede ser un aliado, a cambio de dejarlo vivir como un caballo desbocado que galopa en cámara lenta y en sordina. Un corcel sin la potencia suficiente para llevar la vida por el torrente de sangre a cada rincón de tu cuerpo. Sin el influjo supremo para llevar la vida hasta el último rincón del alma. Te levantas y te multiplicas, mientras el infarto te resta las escasas fuerzas que sumas, más allá de toda medida en la postrera decisión de vivir. Solo en medio de este bosque extraño, ahora cubierto de niebla, como un signo de la muerte que acabas de eludir te levantas y evades. Pocas horas después despiertas en una camilla de una sala de emergencias médicas. 

Todo confirma que has sobrevivido al momento más agudo del infarto localizado en la arteria circunfleja posterior. Sonríes, con una sonrisa tenue y poderosa. El reloj marca una hora incierta. Los especialistas preparan el quirófano para invadir tu corazón con un stent, a través de las sondas del cateterismo. Te sientes el ser más poderoso y el más vulnerable del universo. El sentido de la vida ha dado un vuelco para siempre. Esta historia ocurrió, precisamente, hace diez años, un viernes 18 de abril. No me la contaron, la viví para contarla.

2 comentarios:

  1. ¡Qué suerte! ¿Ganas de vivir? ¿destino? ¿Milagro?
    Bonito relato.

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  2. Gabriela Parrini4/18/2013

    Tu valentía, perseverancia y anhelo de seguir junto a nosotras, dio fortaleza a tu corazón, lo vivimos contigo y siempre estaremos a tu lado, gracias padre por existir !!!

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