GRANDES TEMAS - GRANDES HISTORIAS

E c u a d o r - S u d a m é r i c a

domingo, 7 de junio de 2009

LA OEA, MEA CULPA














Por Leonardo Parrini

Las recientes afirmaciones del presidente Rafael Correa acerca del sentido, función y destino de la OEA, hacen pensar en la necesidad de un reordenamiento de los organismos regionales de cara y en concordancia con las nuevas realidades políticas registradas en el continente, toda vez que es una consecuencia lógica que las instancias naturales donde se agrupan los Estados, reflejen su condición histórica, del mismo modo que el mapa mundial, diseñado a partir del corolario de post guerra, diera origen a la ONU. La tendencia actual de Latinoamérica, desde el nuevo mandato constitucional de algunos de sus países y el giro experimentado por los EEUU, amerita que el continente incube una nueva organización panamericana que represente las voluntades expresadas por cada uno de sus pueblos.

En ese contexto no sería dable ni práctico concebir un nuevo organismo continental, cuya función consista en “fortalecer la cooperación mutua en torno a los valores de la democracia, defender los intereses comunes y debatir los grandes temas de la región y el mundo”, sin que en su seno cuente con la presencia de los EEUU, a la luz de los nuevos destellos democráticos imperantes en ese país con la presidencia de Obama. Tentativa que, sin duda, implica rediseñar y hacer carne el verbo altisonante de los principios y objetivos de la OEA, como “principal foro multilateral de la región para el fortalecimiento de la democracia, la promoción de los derechos humanos y la lucha contra problemas compartidos como la pobreza, el terrorismo, las drogas y la corrupción”, dado que el balance de este multipropósito arroja un innegable saldo en rojo en la abrumadora mayoría de nuestros países.

En el ínterin de la propuesta ecuatoriana de dar paso a un nuevo organismo subregional, bien cabe evaluar los resultados de la actual Organización de Estados Americanos en función de los fines para los que fue creada en el plano político, a saber, “promover la democracia, fortalecer la gobernabilidad y prevenir las crisis políticas” y, en el ámbito ciudadano, “promover el desarrollo social, desarrollo sostenible, comercio y turismo, así como educación, cultura, ciencia y tecnología”, y por último, en la esfera de los acuerdos multilaterales, revisar el fortalecimiento de “la cooperación jurídica entre los países miembros, ofreciendo apoyo en la elaboración e implementación de tratados internacionales”.

Como en muchos aspectos de la vida los fines no justifican los medios, es necesario, en caso de la OEA, revisar si los medios desplegados están de acuerdo con sus fines trazados. Respecto de la OEA es obvio que hay una enorme distancia entre ambos aspectos, si no, cabe hacernos algunas preguntas en rigor, ¿es la región latinoamericana un territorio libre de pobreza, corrupción, violencia o comercio de drogas ilícitas? Por el contrario, ¿existe una genuina cooperación entre sus miembros a la hora de aplicar convenios internacionales; por ejemplo, el Tratado de Asistencia Recíproca que no funcionó para nada ante la invasión inglesa a territorio argentino en las islas Malvinas? O evaluar si verdaderamente nuestros países han respetado su diversidad cultural, promoviendo su desarrollo social sostenible, o si se han visto beneficiados de una oportuna y conveniente transferencia tecnológica. A simple vista la respuesta a estas interrogantes cruciales, surgidas de los propios objetivos de la OEA, es negativa en una evaluación de contraste con dichos objetivos.

La tardía decisión de abrir las puertas a Cuba, país que sufre ya medio siglo de discrimen, bloqueo y aislamiento continental, evidencia que la OEA siempre actuó a la saga de los acontecimientos, con criterio parcializado que le impidió reconocer y aceptar la diversidad de sus países miembros. Con el mismo prejuicio y criterio de expulsión de Cuba debieron ser expulsados Chile, Brasil Argentina, Perú, Paraguay, Bolivia, Uruguay y hasta Ecuador por el engendro de dictaduras militares que arrasaron con la democracia en esos países en las últimas cinco décadas, lo que lejos de ocurrir, permitió una brutal represión política, social y económica a millones de latinoamericanos con el silencio cómplice del organismo regional.

El fin de la OEA se anuncia de muerte natural porque en su dinámica y gestión se ha traicionado a sí misma, desoyendo sus propios designios, olvidando sus elementales propósitos que dieron origen a su creación y generando acuerdos de papel que, excepcionalmente, se cumplieron en la práctica. En su propio seno se incuba el germen de un nuevo organismo que refleje la realidad y necesidades de nuestros países. Una nueva instancia más solidaria y efectiva a la hora de asumir los desafíos de nuestro tiempo; a ver si de ese modo la comunidad latinoamericana se redime de la culpa histórica de haber permitido que la OEA sea, antes que una confraternidad regional, el instrumento funcional a las geopolíticas imperiales de potencias internacionales



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