Por Leonardo Parrini
Crecimos y nos sorprendió la adolescencia con
un sentir enquistado en la mente y en el corazón: solidarizarnos con las
víctimas de la guerra de Vietnam. Un
conflicto que sucedía a miles de kilómetros de las costas del Pacífico, y que
no entendíamos en su origen ni en su desenlace, pero que nos aterrorizaba cada
día que la prensa publicaba fotografías de rostros de niños y mujeres
asesinados con napalm, descargado desde los aviones bombarderos B-52
norteamericanos sobre suelo vietnamita.
Eran los días de los míticos años sesenta. Intensos,
coloridos de amor y paz. Vivíamos con el corazón palpitante ante la perspectiva de
un mundo mejor. Un canto de peregrinación recorría nuestro continente como una
promesa: eran los himnos del movimiento hippie entonados por una generación que
se negaba a aceptar un mundo mal hecho, heredado de los adultos. No obstante, aquel
latido se fundió al fragor de los estertores de una guerra absurda, injusta y brutalmente
desproporcionada en recursos bélicos: la guerra de Vietnam, un conflicto de altísima
intensidad que duró quince largos años. A la luz del
tiempo transcurrido, el 30 de abril pasado se cumplieron 40 años del fin de una conflagración que incendió a la opinión pública mundial, incluida la norteamericana, que
reclamó masivamente la retirada de esa potencia del Sureste asiático.
La guerra de Vietnam
tuvo su origen en los Acuerdos de Ginebra que forjaron una frontera provisional a lo largo
del río Ben Hai, a la altura del Paralelo 17. Esta línea divisoria separó al
país en Vietnam del Norte con un gobierno comunista en Hanói, de Vietnam del
Sur capitalista, con sede de gobierno en Saigón alineado con EE.UU y sus
intereses en la zona. El detonante fue un incidente ocurrido en el golfo de
Tonkín, en agosto de 1964, cuando dos buques norteamericanos fueron
supuestamente atacados como pretexto para bombardear Vietnam del Norte y
ordenar el desembarco masivo de marines en las playas de Danang. Este hecho dio
inicio a las operaciones bélicas estadounidenses; sin embargo, años después se
reveló que, “en realidad, el destructor Maddox sufrió un ataque al
encontrarse en aguas jurisdiccionales norvietnamitas apoyando una operación de
tropas de Vietnam del Sur, mientras que el Turner Joy no sufrió agresión
alguna”. Además, también se demostró que Lyndon Johnson ya disponía de un
borrador de la resolución del suceso con fecha anterior a que el incidente de
Tonkín hubiera ocurrido”.
La crónica señala que “a finales de 1965 ya
eran 184.000 los soldados estadounidenses en el territorio y dos años más
tarde, medio millón”. Los motivos de los presidentes Kennedy y Johnson para
justificar la implicación en una guerra: son claros: la agresión a un país
aliado por los comunistas de Ho Chi Minh y la “evidente” amenaza de un contagio
a todo el Sureste asiático que podría inducir a Tailandia, Camboya, Laos y
Corea del Sur a integrarse en el bloque socialista liderado por Hanoi. La guerra
de Vietnam cambió la mentalidad norteamericana para siempre. Reportes de prensa
de aquellos días señalan que “las imágenes en directo de la mismísima embajada
de EE.UU en Saigón tomada durante unas horas por un grupo de guerrilleros, que
actuaban en coordinación con otros que atacaron más de cien ciudades y pueblos
protegidos por los marines, conmocionaron aún más a una sociedad que meses más
tarde viviría las manifestaciones pacifistas del verano del amor
en 1968 en California y las más violentas del mayo francés”.
Las descripciones
del conflicto llegaron a conmover hasta el extremo la conciencia mundial: “la
revelación de masacres cometidas por los marines norteamericanos en distritos como My Lai,
donde el 16 de marzo de 1968 tres pelotones asesinaron a cientos de campesinos,
mujeres, ancianos y niños, y las imágenes de la destrucción causada por los
bombardeos y la utilización masiva por parte de EE.UU de armas químicas, como
el napalm y otras”. El repudio mundial contra EE.UU, con el consecuente
descrédito del Gobierno norteamericano, alcanzó su clímax en 1970 “a raíz del
golpe de Estado tramado por los servicios de inteligencia estadounidenses
contra el rey de la vecina Camboya, Norodom Sihanouk”. Las pérdidas
norteamericanas ya sumaban 40.000 soldados, un hecho inaceptable para su opinión pública. En
contraste, los cinco millones de víctimas vietnamitas -entre combatientes y
civiles- no suponían lastre alguno para el Gobierno de Lê Duân, sucesor del
recién fallecido Ho Chi Minh. Finalmente, el 27 de enero de 1973 Estados
Unidos, los dos Vietnam y el Vietcong firmaron en París un alto el fuego, la
retirada total de las tropas estadounidenses, la liberación de prisioneros y la
creación de un Consejo Nacional de Reconciliación: “Por primera vez en 115 años
el país se veía libre de la presencia de militares extranjeros. EE.UU sufría la primera derrota de su historia, que le había
causado más de 58.000 militares muertos”. El 30 de abril de 1975 los
telediarios mostraban la imagen en blanco y negro de un tanque con la bandera
del Vietcong derribando la verja metálica del Palacio Presidencial de Saigón.
La guerra de Vietnam había terminado, reportaba la prensa europea.
Al cabo de 40
años de dolorosa memoria, Vietnam celebra cuatro décadas de paz. Hoy el país asiático
vive “un espectacular desarrollo económico en el que la pobreza extrema
prácticamente se ha erradicado y llueven las inversiones nacionales y
extranjeras, aunque sus campos de verdes arrozales todavía sufren las secuelas
de los bombardeos y la guerra química”. En esa memoria de dolor e indignación, no
es posible olvidar que "medio millón de niños, muchos de ellos nacidos cuatro décadas después, padece terribles deformidades como consecuencia de la irrigación de la jungla con agente naranja, el defoliante usado por EE.UU para destruir el ecosistema del país". Vietnam, sin duda, nos forjó una nueva mirada del mundo.
Aun en los años juveniles, cuando un canto por la paz era apenas un susurro en
medio del fragor de la guerra más repudiable protagonizada por la humanidad.
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