Por Leonardo
Parrini
Volver a ser como
niños después de vivir un siglo, suele ser un aspiracional humano comprensible.
Pero la infancia es la edad más idealizada por el adulto; sin ese detalle, la primera
edad sería acaso más encantadora. A los infantes se atribuye toda clase de
cualidades que el ser humano no logró amalgamar en la batea espiritual de su
existencia. Inocencia, sentido lúdico, afán de descubrir, ausencia de sentido de
futuro, amor a sí mismo. En fin, la impronta de una existencia mágica, sin
importar que, al fin y al cabo, la magia sea mero truco desembozado.
Julio Cortázar,
en uno de sus escritos, acuñó la idea de que los “niños son por naturaleza
desagradecidos, cosa comprensible puesto que no hacen más que imitar a sus
amantes padres”. Y viene al caso, puesto que según el cronopio, uno repite
individualmente el proceso de la especie humana, su historia. Los primeros
balbuceos guturales son poéticos, metafóricos, como originarias obras de la
humanidad. Los presocráticos y metafísicos, fueron poetas en la cosmogonía. Con
el devenir del tiempo el hombre se vuelve prosaico y la inteligencia que
funciona de analogías y animismos, deja atrás la era de la intuición, es decir,
el deslumbramiento, que sugiere Cortázar.
El proceso en el
niño es similar, en su descubrimiento del mundo. Sin embargo, un malhadado día la
inicua instrucción primaria impartida por maestras que, en todo caso no son
culpables, anula el sentido lúdico en el niño. Una condena tácita lo proscribe
de jugar. Si se le dejara travesear libremente, sin fórmulas previas ni
presiones, el infante se relacionaría mejor con su entorno. Y ese juego no excluye
la palabra como elemento primoroso. Con la palabra hablada el niño narra lo que
vive y lo dice figurada, poéticamente. Del mismo modo el menor adopta un tipo de
narración en la que asocia libremente los elementos del contenido. Por el contrario,
la ausencia del juego simbólico en la niñez, en un escenario actual típicamente
dominado por los avances tecnológicos y comunicaciones virtuales, hace que los
niños pasen a ser consumidores-clientes.
Si uno tuviera
la oportunidad de cerrar los ojos y evocar en la memoria poética juegos
infantiles, seguramente transitaría un territorio colorido y conmovedor.
Mientras más lejos se fuere uno en la memoria, hallaría juguetes manufacturados
con materiales nobles como madera, cartón y hojalata. Signos de un tiempo analógico,
carnal y esencial en el que el hombre se relacionaba en sentido organoléptico, íntimo
con su hábitat. La pérdida del valor de uso de los elementos hace que inutilicemos
nuestra capacidad de jugar. En su origen, los artefactos fueron utilitarios y
decorativos a la vez, luego cosificaron como meros adornos, sin vida posible. Este
divorcio entre el ser y el quehacer acusa la mala relación que tenemos con los
componentes del juego como acto recreativo, para convertirse en jactancia de fatua
competición. Dejamos de jugar y nos ponemos a desafiar el destino, malamente a competir. Y esa competitividad esta estimulada
por la tecnología, como un espiral en ascenso. Esa tecné, el saber hacer, tiene una influencia
directa sobre el desarrollo de la
inteligencia, el nivel de atención y pensamiento, la producción simbólica y la
posibilidad de crear e imaginar.
La cultura
audiovisual que desplaza a la cultura textual, -en que la información viene dada
en imágenes vertiginosas-, conduce a que los niños prefieran los juegos guionados
en los cuales hay un objetivo puntual y personajes debidamente establecidos. “De
esta forma -afirman investigadores- se pierde el juego del como sí, el juego
dramático basado en recrear el juguete y jugar a armar historias o ficciones. Los
juegos de computadora o celular desplazan a los juguetes reales y se pierde la
posibilidad de que puedan armar una ficción para recrear una historia que
incentive su imaginación, les sirva para tolerar la frustración y resolver
situaciones conflictivas”.
¿Qué deben reconocernos
aquellos niños desagradecidos que habla Cortázar? Sin lugar a dudas, el
dejarlos ser niños. La libertad de ejercer su puericia sin límites. La valiente
algarabía de vivir el mundo a su medida. Pero esa idea que responde a una forma
de idealizar la relación con los progenitores, tiene sus bemoles. Ningún padre está
dispuesto a dejarse rebasar por su hijo. Pocos se atreven a revelar misterios
de su autoridad. Y casi ninguno está en capacidad de mostrar un camino
desinteresado y de libre albedrio. En definitiva, los padres temen a sus niños.
Su temor radica en la imposibilidad de domesticar a sus vástagos. De hacerlos
entrar en vereda, de socializarlos en algún sistema imperante. Olvidan la
importancia de que los padres dejen a sus hijos disfrutar del aire libre desde
la primera infancia, de que los dejen aburrirse y organizar juegos.
No en vano J.P. Sartre
sugiere que los padres deberían morirse jóvenes. Y tiene razón. La mórbida relación
entre el progenitor y su descendencia confiere razón al pensador francés. Esa parentela
laxa que no moldea el sentido de los roles entre padres e hijos, es a la postre
un camino de descalabro sembrado de rosas. El persistente atrapamiento de los
padres sobre los hijos. La inseguridad y el temor transmitido hasta en los
genes. La pusilánime idea de no saber decirles no. La injusta proyección de imposiciones sobre un ser distinto y ajeno. La
falsa creencia de que un hijo es un cheque en blanco. La torpe heredad de frustraciones,
neurosis y ansiedades sobre nuestros hijos. A la postre, la injusta modelación
de un hijo a imagen y semejanza de sus padres, hace que los niños sean
desagradecidos, precisamente, por sobredosis de sobreprotección. Por anulación de
facultades particulares y aniquilamiento de la iniciativa íntima, personal. Cría
cuervos que te sacarán los ojos, dice el dicho popular. La forma más fácil de engendrar
seres humanos espiritualmente discapacitados, es forjar niños-adultos, sin la encantadora prerrogativa de la niñez.
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