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jueves, 11 de diciembre de 2014

LOS BALBASES: ES DE ALLÍ DONDE VIENE EL OLOR A MORCILLAS


Por Aitor Arjol

Huele a morcillas en un apartado rincón de la provincia de Burgos. En un llano aparentemente desolado y grisáceo. Rodeado de campos silenciosos, que a mediados de diciembre apenas dejan levantar los primeros centímetros de cereal. Los Balbases. Una población que ostenta la inimaginable cualidad de ser el último pueblo de Burgos, en dirección a Palencia. Poco más de trescientos cincuenta habitantes censados. Aquejado parcialmente de la ruina y despoblación que padecen otros pueblos de la provincia, sin embargo, sus gentes han salido adelante poniendo en práctica una máxima crucial: en el campo, todo trabajo tiene un futuro incierto. Los pormenores de la meteorología, la falta de apoyo al sector agrícola o el capricho del azar son algunos de los factores que todo profesional agrícola debe observar, por lo que su trabajo termina siendo como afirma Esteban Zamorano, su joven alcalde.   “En el campo somos más ahorradores” me dice él, camino de un edificio situado al lado de una antigua era, a escasos quinientos metros de la casa familiar que descansa enfrente de la iglesia de San Esteban.

Es allí de donde viene el olor a morcillas. Un producto de campo, nunca mejor dicho. Morcillas de los Balbases, hechas a conciencia por la principal artesana de las mismas. Inés Zamorano, su madre que también viene recién apartada de la bata con la que iba a ayudar a su nieto a montar el belén. La navidad también existe, además de las morcillas. Todos caminamos despacio, tapando las grietas del tiempo, hablando acerca de esto o de lo otro. De la situación del país. De que en los pueblos la gestión política está más supeditada al estrecho conocimiento de la realidad del pueblo, de sus gentes, de hasta el más minúsculo grano de trigo que se pierde porque una hormiga se lo lleve a su particular granero comunitario. Mi madre también vigila sus antiguos espacios, pues allí es donde nació, o acá duerme el viejo pilón al lado del arco, o por aquí nos quedábamos esperando a la cola para hacer el pan. 

Cuando llegamos al edificio, el olor a morcillas ya no es un espejismo. Sino algo tan característico como el intenso aroma a galletas “María” que poblaba Aguilar del Campo, por ejemplo, cuando funcionaba la antigua fábrica Fontaneda. Inés abre la estancia. Su nieto corretea por aquí y allá. Se viste con la bata blanca que es su uniforme de campaña. Después se pone unos guantes plásticos y se ubica junto a unas inmensas estanterías metálicas donde comienzan a curar las morcillas ya elaboradas. El asunto es muy fácil. No necesito preguntarle nada porque, a pesar de no conocer apenas nada, ni del origen, ni del procedimiento, ni de las anécdotas, llevo la sangre del pueblo y soy tan poroso al entorno que saber es como una cuestión del corazón más que del ejercicio del conocimiento. Y esa es una diferencia vital y trascendente entre el último periodista que se acercó hasta aquí y entrevistaron a la madre, al hijo, al cerro, a las iglesias y hasta las puertas de las bodegas y que, finalmente, le puso un titular orondo al reportaje para que fuera más atendido por la audiencia: “la morcillera del Rey”.

¿La morcillera del Rey? Pues claro. Así de contundente. Con regocijo. A cuenta de una anécdota en la que el periodista abundó. Pues resulta que un domingo, 7 de septiembre del 2014, don Juan Carlos I, que en ese momento aún disfrutaba de la condición de rey, se presentó en el comedor del restaurante Landa, situado en las afueras de Burgos. Parada obligatoria para muchos, una vez que salen por la N-1. El rey se presentó allí y le sirvieron una de las especialidades: las morcillas de Burgos. El asunto, desde luego, más interesante para el periodista, es poner esta cuestión tan “real” con el origen de las mencionadas morcillas. Vienen de los Balbases. Del pueblo donde nació mi madre. La patria de muchos Bermejo, Cavia, Amayuelas, Torca, Villaverde y demás. Qué mejores palabras que las de un descendiente de los mismos arroyos y aceñas, para dedicarse a las morcillas.

Inés sigue a lo suyo. Le pone las etiquetas. De forma que ejerce como modelo para las fotografías. Una modelo también artesanal. Nada que ver con esa fachada de glamour y retoque fotográfico que abundan en muchas jóvenes del sector, donde la estética puede llegar a primar sobre el sentimiento interior. Las morcillas también son bellas. Bellas piernas de manteca de cerdo, cebolla de Pampliega, pimentón de la Vera, arroz de Castellón y tripa de cerdo importada de Uruguay. Ingredientes tomados del mismo reportaje, al que añado la singularidad del mestizaje con Latinoamérica. Uruguay también existe en estas bellas modelos gastronómicas.

Tomo las imágenes necesarias y el nieto nos sonríe, porque ya se le pasó el enfado. Me obsequian con dos gruesos ejemplares. Es decir, que me tratan como al mismo rey, que para eso somos todos de los Balbases. Pero quedamos emplazados para un nuevo día, en que se acrediten la bodega, el chorizo y el vino oriundo del lugar. Que no se crean que el vino es únicamente cuestión de denominación de origen, pedigrí y buenos ladridos.  En el pueblo lo saben  muy bien. Hasta mi abuelo tuvo bodega, según se bajaba de la iglesia del barrio Pequeño. Pero eso es otra historia. Inés sonríe. Mi madre también. Y las morcillas, a juzgar por su notable y glorioso aspecto, asimismo.

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