Por Leonardo Parrini
Debo confesarlo: nunca me gustó el Chavo del
Ocho, ese niño adulto fruto del kitsch latinoamericano
tan bien encarnado por los mexicanos. Jamás pude ver un capítulo entero, nada
me hacía identificarme con esa subcultura tercermundista que profesa dudosos
valores humanos, que hace una apología de las familias desestructuradas y de
los “trabajos” no productivos y, que guinda del pastel, promueve un soterrado marginalismo social. Nunca sentí atracción por ese
getho latino donde habitan estos personajes lumpenescos. Me resultó siempre imposible reconocer algún elemento en común
con las fórmulas manidas de los guiones del sketch por demás maratónico de la historia de
la televisión latinoamericana.
Debo confesarlo, no obstante, sin querer queriendo,
me impresionó la muerte de Roberto Gómez Bolaños, el comediante nacido en
ciudad de México hace 85 años que supo interpretar como nadie la cultura, la psicología
social del mexicano y, por ende, del latinoamericano influido por el modo de
vida azteca. Una impronta de fatalismo envuelto en el telamen de un humor
ingenuo, acrítico, que se solaza del ridículo ramplón, del efecto fácil y ordinario.
Un humor de ironías obvias inmersas en una trivialidad sin brillo, repetida como
fórmula argumental probada hasta la saciedad.
Debo confesarlo. Una vida en la televisión no
la vive cualquiera, en ese medio del olvido, de la transitoriedad, de la banalidad
sin límites, del chapuzón en aguas estancadas en la mediocridad del espectáculo
cultural masivo. Una trayectoria como la que cumplió Roberto Gómez Bolaños en la
pantalla chica, es sin duda singular y admirable. ¿Y cuál es la fórmula?, pues la
misma que empleó en sus guiones calcados unos a otros, en sus personajes
sacados del trasfondo humano. El Chavo huérfano que vive en un barril, la viuda Doña Florinda o madre
soltera que nunca se quita los ruleros del cabello, el famélico Don Ramón,
eterno cesante de la vida y su hija Chilindrina la eterna llorona del barrio. Y Kiko, el niño sobreprotegido y mimado. El
señor Barriga, usurero rentista, el profesor Jirafales, larguirucho maestro de
las cosas simples. Y qué decir del Chapulín Colorado, el súper héroe, o mejor,
el antihéroe latinoamericano que por su picardía e inocente desfachatez se ganó
el corazón de los televidentes.
Debo confesarlo. Roberto Gómez Bolaños fue el
maestro de la ironía simple que, al final del día, se identifica con un sistema
mundano donde no se reconocen estructuras sociales, sino los linderos de un
barrio suburbano donde todo ocurre al margen del sistema. En ese espacio de
conventillo tercermundista todo y nada puede suceder, en un espacio atemporal, cuya única sustancia es la reiteración de vivencias estereotipadas (frases
clisés, gestos, bromas, diálogos, reacciones,) de las que se conoce de antemano el
desenlace, desde el mismo momento de encender el televisor, pero que cautivan,
porque siempre nos recuerda ese marcar el paso en la vida donde nada es irrepetible
y todo es posible con solo vivirlo.
Ingeniero de profesión,
y creativo publicitario por vocación, Gomez Bolaños,
fue guionista y diseñador de sus propios personajes. Su apelativo Chespirito,
es nada más y nada menos que una alusión a su talento Shakespeareano, del
que brotaba un caudal de ideas que luego plasmaba en sus guiones. Dice una crónica de prensa que
“La creatividad de Gómez
Bolaños, que sus primeros maestros bien habían diagnosticado como propia de un
géiser, hizo un programa que se extendería a una hora y se llamó entonces
Chespirito. Se convirtió entonces en un espacio de sketches. Aquí nace El
Chapulín Colorado y para 1971 había llegado El Chavo del Ocho”.
Su clásico
personaje, el Chavo del Ocho, es el símbolo viviente del clasismo de la sociedad mexicana que
desprecia al pueblo. De allí que el Chapulín Colorado personaje del que no “contaban
con su astucia”, vino a resarcir la figura del infante desplazado, del niño sin
pasado ni futuro, como alter ego de la infancia latinoamericana postergada y
marginal. Por sobre las vicisitudes
políticas Roberto Gómez Bolaños llevó sus personajes a polémicos escenarios del
continente, en los que su apoliticismo rampante resultó siempre sospechoso. Así
actuó en la dictadura de Pinochet y para una fiesta infantil de un narcotraficante
colombiano, circunstancia desmentida por el actor.
Debo confesarlo,
sin querer queriendo, tengo la impresión de que la muerte de Roberto Gómez Bolaños
pone fin a la historia de un personaje pequeño en estatura, pero grande en contextura
histriónica. Una parodia del latinoamericano marginal y marginado, encarnado en
un actor que al morir representa a su propio mito que ya se venía perfilando en
vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario