
Por Leonardo
Parrini
Pin Pon es un muñeco con cara de algodón se lava la
carita con agua y con jabón…
Eran los días de
infancia robada, en la edad de la inocencia, cuando sonaba esa canción en el Chile,
rojo y negro, que perdura en la memoria de un país largo como una cueca triste.
Entonces un Muñeco encantador y encantado, saltaba desde el teclado de un piano
a las faldas del Tío Valentín. En esa diminuta figura de maravilloso payasito
que había nacido de la imaginación poética de Jorge Guerra, habitaba el alma
del niño que fuimos. Jorge era, entonces, un joven actor que se iniciaba en las
artes escénicas en un programa de televisión -desde 1965- que llevaba por
nombre Pin Pon. Había nacido el muñeco de cartón, Pin Pon, un buen día, para quedarse
de huésped en mi corazón de niño, para habitar la fantasía provista de inocencia
en un territorio donde las realidades se imponían por sobre los sueños infantiles.
Pin Pon cantaba,
jugaba, recomendaba, pedía que antes de dormir nos laváramos las manos y que soñáramos
con estrellas fulgurantes, como la estrella solitaria que vigilaba desde la
noche infinita a su Chile austral y emancipado. Cada tarde nos convocaba a esa
fiesta de la niñez compartida con tu héroe favorito, con el Muñeco de cartón
que convertía la jornada vespertina en una algarabía. En su maravilloso
universo creado en el set de televisión, todavía en blanco y negro, Pin Pon ponía
alas a nuestros afanes de chiquillos revoltosos, como el camarada de la alegría,
el pana con alma de niño feliz.
La vida seguía su
curso, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido, como dicta Sabina. Ese
mundo adulto, que se pone de espaldas a la niñez, un día dio paso al absurdo
del golpe militar de septiembre de 1973. Y la alegría se trocó en drama para
millones de chilenos que veían sucumbir, bajo la violencia y represión militar,
a la tierra de la Mistral, la que cantó a los piececitos de niños, azulosos de frio; la maestra rural, la Nobel poetisa
universal, que como Pin Pon, había puesto un clavel de esperanza en el corazón
de cada niño chileno.
Jorge Guerra,
con la cara pintada de muñeco a medio lavar, tuvo que salir del Chile que se debatía
en la hoguera del odio fascista y emprendió el exilio en Ecuador, país hermano
y solidario con las mejores causas del continente. El Muñeco se afincó en
Quito, y desde las alturas andinas proclamaba su pregón de fantasía. Otros
niños, entonces, abrieron las puertas de su corazón para el hijo del sur. Y Pin
Pon, entonces, levantó una cabaña de bohíos en el corazón del niño montubio,
del negrito del Chota, del serranito chagra, del infante guayaco, del indígena amazónico
y del niño mestizo.
Nunca antes un transeúnte
de la imaginación latinoamericana había calado más hondo en el rincón de esos
corazoncitos ecuatoriales. Puro amor equinoccial, pura sabia ancestral, puro país
canela había acogido al Muñeco encantador. Y sintiéndose en casa entre hermanos,
en la tierra también encantada del mágico Ecuador, Pin Pon se quedó hasta el día
en que el corazón gigante de Jorge Guerra dejó de latir, una mañana aciaga en
su pecho de cartón.
Ha transcurrido
un lustro exacto de ese 6 de febrero de 2009. Ese invierno fue duro en el país,
como si la Pachamama ecuatorial se resintiera por tan sentida ausencia del
Muñeco. No puedo sino recordarlo maquillándose entre bambalinas o recitando
largos poemas en los recitales solidarios con Chile militarizado. Ese fue Jorge
Guerra, el Muñeco inolvidable. Un hombre con corazón de niño eterno. Un ser humano
enorme. Esta noche, será una noche estrellada en Quito. Auscultando el firmamento
tal vez lo veamos pasar, Pin Pon vigilante y fugaz, el Muñeco de cartón, en interminable
viaje, sin escala, hacia la fantasía infinita.
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