Fotografía Dani Game
Por Dani Game
Paris, martes 10 a.m. Entre
trámites burocráticos de otoño me encuentro con La Samaritaine, un edificio de
tiendas departamentales cerrado hace nueve años y que a diferencia de la
mayoría de edificios en Paris, no tiene la belleza repetitiva de la era
Haussman. Su combinación de Art Noveau y Art Déco resulta hasta hoy día
controversial y exuberante porque rompe con el estilo que se supone debe vivir
la ciudad al borde del Sena. Las letras doradas de su nombre se han ido
opacando y me recuerdan a la lápida de mi abuelo que tiene nombres, apellidos,
números y palabras en bronce oxidados a punta de tantos cielos quiteños y
rotos.
Le tomo una foto a La Samaritaine
y frente a sus ventanas que ahora sólo sirven para reflejar las nubes siento la
necesidad de darle un minuto de silencio. La Samaritaine es un cadáver me digo,
un muerto de Paris, un muerto sin enterrar, un muerto que nos mira a todos como
queriendo decir algo que siempre quedará indescifrable. La tristeza sin aire
que me provocan los edificios abandonados debe terminar, los trámites me
esperan y cruzo rápido el Pont Neuf, uno de tantos lugares habitado por ellos, los
turistas. Ellos caminan con el tiempo de la contemplación, se sientan a pasar
largos minutos ahí donde otro muerto, Julio Cortázar, tiene una foto mirando al
cielo. Ellos miran y toman fotos de Paris, de ellos en Paris, la ciudad del
amor los rodea y ellos sólo quieren vivir más, como seres inmortales de cada
postal.
Sigo mi camino y miro como ellos con su tiempo se han colgado
de un lado del puente para mirar al Sena, son muchos y miran tanto que ni
siquiera toman fotos. Decido formar parte de su curiosidad y me acerco a ver el
performance, el baile, los músicos preparando sus instrumentos o tal vez un
artista que dice en inglés poder pintar sobre las aguas intoxicadas. Me cuelgo también del puente y mi estómago
duele de golpe. No hay bailarines, no hay pintura sobre el río ni música por
escuchar, solo un cadáver rodeado de sangre y policías. En dos segundos se interpreta
la escena y sale de mi boca un susto retorcido que no puedo disimular. Me descuelgo
al instante mientras ellos se quedan mirando al cuerpo con el tiempo que su
visita pausada les puede dar.
Este cuerpo impone un silencio,
una parada en mi caminar, pero no una foto. Otro muerto de Paris me digo, otro
día bajo el sol. Este muerto tampoco debería estar al borde del Sena, este
muerto tampoco debería ser visto por la ciudad. Su sangre ya no circula y sólo
sirve como reflejo exuberante de nuestras caras desconcertadas. El cadáver rompe la belleza repetitiva de las
caminatas románticas, la vida sin prisa, las luces y el glamour cromosómico de
Paris.
Este cadáver no es el de La Samaritaine,
este no es un cadáver que permanecerá junto al río, a él habrá que retirarlo y
llevarlo a una morgue para ser descifrado, para que llenen su ficha y se pregunten si
alguien lo reconocerá, si tendrá un nombre, un entierro, una lápida. Tal vez
llegará y se irá solo como tantos otros muertos, marginales y abandonados del
encanto parisino que no dejan de aparecer para recordarnos que en Paris también
vive la muerte, que hemos venido a enfrentarla, a decirle algo antes de morir,
a descifrarnos y quién sabe, a renacer.
Me gustó. Muy bien escrito my friend.
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