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martes, 30 de septiembre de 2014

LOS MUERTOS DE PARIS


Fotografía Dani Game
Por Dani  Game

Paris, martes 10 a.m. Entre trámites burocráticos de otoño me encuentro con La Samaritaine, un edificio de tiendas departamentales cerrado hace nueve años y que a diferencia de la mayoría de edificios en Paris, no tiene la belleza repetitiva de la era Haussman. Su combinación de Art Noveau y Art Déco resulta hasta hoy día controversial y exuberante porque rompe con el estilo que se supone debe vivir la ciudad al borde del Sena. Las letras doradas de su nombre se han ido opacando y me recuerdan a la lápida de mi abuelo que tiene nombres, apellidos, números y palabras en bronce oxidados a punta de tantos cielos quiteños y rotos.

Le tomo una foto a La Samaritaine y frente a sus ventanas que ahora sólo sirven para reflejar las nubes siento la necesidad de darle un minuto de silencio. La Samaritaine es un cadáver me digo, un muerto de Paris, un muerto sin enterrar, un muerto que nos mira a todos como queriendo decir algo que siempre quedará indescifrable. La tristeza sin aire que me provocan los edificios abandonados debe terminar, los trámites me esperan y cruzo rápido el Pont Neuf, uno de tantos lugares habitado por ellos, los turistas. Ellos caminan con el tiempo de la contemplación, se sientan a pasar largos minutos ahí donde otro muerto, Julio Cortázar, tiene una foto mirando al cielo. Ellos miran y toman fotos de Paris, de ellos en Paris, la ciudad del amor los rodea y ellos sólo quieren vivir más, como seres inmortales de cada postal.

Sigo mi camino y  miro como ellos con su tiempo se han colgado de un lado del puente para mirar al Sena, son muchos y miran tanto que ni siquiera toman fotos. Decido formar parte de su curiosidad y me acerco a ver el performance, el baile, los músicos preparando sus instrumentos o tal vez un artista que dice en inglés poder pintar sobre las aguas intoxicadas. Me cuelgo también del puente y mi estómago duele de golpe. No hay bailarines, no hay pintura sobre el río ni música por escuchar, solo un cadáver rodeado de sangre y policías. En dos segundos se interpreta la escena y sale de mi boca un susto retorcido que no puedo disimular. Me descuelgo al instante mientras ellos se quedan mirando al cuerpo con el tiempo que su visita pausada les puede dar.

Este cuerpo impone un silencio, una parada en mi caminar, pero no una foto. Otro muerto de Paris me digo, otro día bajo el sol. Este muerto tampoco debería estar al borde del Sena, este muerto tampoco debería ser visto por la ciudad. Su sangre ya no circula y sólo sirve como reflejo exuberante de nuestras caras desconcertadas. El cadáver rompe la belleza repetitiva de las caminatas románticas, la vida sin prisa, las luces y el glamour cromosómico de Paris.  

Este cadáver no es el de La Samaritaine, este no es un cadáver que permanecerá junto al río, a él habrá que retirarlo y llevarlo a una morgue para ser descifrado, para que llenen su ficha y se pregunten si alguien lo reconocerá, si tendrá un nombre, un entierro, una lápida. Tal vez llegará y se irá solo como tantos otros muertos, marginales y abandonados del encanto parisino que no dejan de aparecer para recordarnos que en Paris también vive la muerte, que hemos venido a enfrentarla, a decirle algo antes de morir, a descifrarnos y quién sabe, a renacer.

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