Por Leonardo
Parrini
Ha muerto Sergio Ampuero y la vida nos dejó asuntos pendientes. Esa es la sensación que se funde al dolor de su partida. Siempre con mi amigo teníamos algo diferido por delante, un libro por leer, una canción por escuchar, una conversación por navegar bajo el influjo de un vino chileno, una acuarela por fotografiar o, simplemente, nuestros reencuentros luego de ausencias injustificadas.
Fue una tarde de
verano quiteño cuando Sergio me confesó su miedo a la muerte. Eso fue ya hace
algunos años; recién habíamos llegado a Quito y todavía guardábamos
en la retina las imágenes de horror de la represión bajo la dictadura militar
chilena. El suyo era un miedo a la muerte ajena, que se materializaba en la
aprehensión física de su pequeña hija Cristina, tan frágil como él en su
diminuta humanidad de ángel sin alas. La funesta idea de que a su pequeña hija
le sucediera algo, acompañó a Sergio durante un largo tiempo. No obstante, con los años, mi
amigo fue apaciguando sus temores a la muerte, y llegó a convencerse de que ésta
es un estado natural, trascendente para quienes vemos partir a nuestros seres
amados, pero inescrutable en quien
emprende el viaje final. Frente a la idea de la muerte, Sergio oscilaba en una duda
que pendulaba entre la inmortalidad y el regreso del ser a un estado de
energía cósmica, inmanente, que lo extinguía en su propio fulgor vital.
Prueba de
aquello era su indeclinable sentido de lo metafísico, su búsqueda de repuestas
en campos yermos donde no cabían preguntas, fuera de un silencio reverente ante
esferas desconocidas. Inolvidables son ahora las tertulias con mi amigo pintor.
Las sesiones fotográficas de sus acuarelas finas y delicadas como su espíritu. Las
interminables conversaciones sobre la realidad política de nuestros
países. Las lecturas compartidas de un libro leído en alta voz, o algún
artículo de actualidad descubierto a vuelo de pájaro.
Un pintor sensitivo
Sergio pintaba
por vocación, con exquisita sensibilidad. Allí donde había el vacío del lienzo,
él inauguraba la filigrana sugestiva, el matiz sutil de un ramalazo fino de
pincel. El suyo es un figurativismo frugal -de trazos, a ratos esperpénticos a
ratos irónicos-, plasmado en rostros de ojos desmesurados que hablan de una
búsqueda de identidad corpórea y espiritual con la cual echar suerte. Rasgos
cuasi orgánicos de universos subyacentes en una especie de génesis del hombre,
son el símbolo de las inquietudes que atribulaban a Sergio Ampuero. Descubrir
el sentido del estar aquí, de ser como se es en el mundo, son algunas de las
preocupaciones temáticas de este pintor de subrealidades.
Cristina ante el
féretro de mi amigo Sergio, despidió en una corta misiva a su padre con afirmaciones
estremecedoras, que destellaron como diamante gélido y transparente. La hija de mi
amigo escribió que hablar de su padre era hablar de pureza, que el padre que le
había enseñado a pintar y a jugar, ahora respiraría a todo pulmón luego de
sucumbir a una insuficiencia cardio respiratoria. Y todos contuvimos la
respiración ante el último adiós de la hija junto al cadáver de su padre amado.
Esa mañana que despedimos a Sergio Ampuero, algo de mí, íntimo y querido, se
fue con él. No sé si ese particular sentido de entender la vida como un soplo,
o aquel torrencial cauce de su amistad necesaria como el aire.
Mi amigo me dejó
tras su partida, una rebeldía sin resignación, y la gratitud infinita de su
paso por este mundo. Su deceso me provoca una paz devastadora y una serenidad
de muerte. Un silencio de resignación. Esa misma resignación que tantas veces sintió
Sergio frente a la muerte de los otros, y que tanto temía y dolía en el corazón,
después de haberla palpado de cerca en su país natal. Sobre su ataúd había una bandera
chilena, como para recordar su origen. Como mudo testimonio del desarraigo de
su tierra natal por la que luchó con la conciencia y el corazón, entregado a
las mejores causas de su pueblo. Un día mi amigo emprendió el exilio como miles de chilenos
y se arraigó en la mitad de este mundo, en una tierra solidaria que hizo suya y
que amó con la naturalidad del pan y la embriaguez del vino, con serena pasión.
Al final de sus días, Sergio, ya no pintaba y permanecía largas horas taciturno
mirando la pantalla del televisor luchando contra la insuficiencia de sus pulmones
y con la debilidad de su corazón. Eran horas de espera. Como
premonición, acaso, supo anticipar el instante final cuando quiso decirle
algunas palabras a Myriam, su compañera de toda la vida, palabras que nunca fueron
dichas como otro de los tantos asuntos pendientes. Al despedirnos esa mañana, pocas
horas antes de su deceso, Sergio alzó la mirada y me dijo que no tardara en
regresar, con un gesto de advertencia. Ese fue el último rictus que vi en su rostro pálido
y ausente, tratando de atrapar horas inexorables. Entre los asuntos pendientes
con mi amigo quedó un libro por leer, una copa de vino por brindar y, que duda
cabe, una eternidad por compartir.
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