Por Leonardo Parrini
Leer en tiempos
del Internet supone una doble búsqueda de placer. La fruición estética de un
buen texto y la sensación organoléptica de sentir el papel en contacto con la
piel. Ambas vivencias se distancian mucho al momento de oprimir la teclitas del
computador y recorrer vertiginosamente la vista por una pantalla liquida,
ubicada verticalmente ante los ojos en la lectura digital. Y esa distanciación
es olvido, es vértigo y ansiedad. Todo lo contrario de lo que sucede con un libro
abierto en las manos, como vivencia intransferible y placentera. Como elección dilecta,
íntima y personal que no admite intromisiones,
que requiere del silencio cómplice para imbuirnos en la voz que emerge de las páginas
del libro abierto.
En cambio, en el
hipertexto de pantalla nada es secreto, nada es introspectivo y mesurado, sino obsceno
y adventicio, fugaz. Frente a un libro abierto que exhala el aroma del papel,
la benignidad vegetal convertida en fibra es diametralmente opuesta a la
lectura dispersa, leve y azarosa que abruma en el día a día, como signo de las
nuevas tecnologías.
Se conoce por
investigaciones que un 40% de niños lee diariamente a través de
dispositivos electrónicos, mientras que solo un 28% lo hace en material impreso
en papel. Los lectores cibernéticos son tres veces menos dispuestos a reconocer
gusto por la lectura y a mencionar un libro favorito. Estadística preocupante, sin duda, que marca
la inexorable tendencia actual propiciada por una educación tecnocrática y mercantilizada.
Empezar a amar libros
El retorno a una lectura paciente, extensa y profunda, que significa una de las
mejores formas de comunicación con uno mismo, debería ser motivo de preocupación
del sistema educacional ecuatoriano. Que los libros enseñan a pensar, es un
lugar común muchas veces repetido, pero no obstante, necesario de recordar,
puesto que el pensamiento construye seres libres tan imperiosos en los actuales
momentos.
Leer literatura
es consustancial a la lectura de un libro impreso, como experiencia irremplazable
por la mera decodificación de textos en pantalla. Quizá sea el único vínculo
esencial con el autor de un texto, que a su vez proporciona poder autocritico
para cuestionar y entender mejor las ideas y actitudes de los demás. La lectura
sobre un libro abierto es privativa, es envolvente y exclusiva, pletórica
en detalles sensuales, variantes emotivas y estéticas.
El buen lector
aprende a amar la diversidad, y renuncia a la univoca visión de las cosas, por
el simple motivo de percibir el mundo desde distintas perspectivas. El sólo
hecho de acceder a ese otro mundo propiciado por el autor, nos enriquece y multiplica
como seres humanos al permitirnos vivir otras vidas. Y esa complicidad es
movilizadora porque parte del amor a la vida se lo debemos al amor a los
libros. Ninguno de los libros de este mundo aportará la felicidad, pero
secretamente devuelven a uno mismo. En esa embriaguez literaria seguimos siendo románticos empedernidos, que
buscamos una belleza nueva cada día, más allá del paso del tiempo y del peso de
la tecnología.
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