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viernes, 25 de julio de 2014

GUAYAQUIL, LA TIERRA PROMISORIA



Por Leonardo Parrini

Cuando el avión de LAN Chile sobrevolaba el manso Guayas, a escasos minutos de tocar pista en el entonces aeropuerto Simón Bolivar de Guayaquil, el sacudón de la maniobra de aterrizaje me despertó. Mire por la ventanilla y vi lo que sería mi primera imagen que guardo del Ecuador. Una bahía donde calaban barcos iluminados, bajo un cielo nítido y de azul profundo. Pensé en ese momento: esta ciudad me recibe con sus mejores galas, nunca me irá mal en este país. En la calle Quisquis y Ximena me esperaba mi amigo chileno Julio Ramírez Guacida, entonces sonidista del sello Fediscos. La recepción fue inolvidable; esa noche comí toda la piña del mundo y al día siguiente amanecí con los labios hinchados sin poder articular palabra.

Han transcurrido 38 años de aquel episodio y mi historia personal me dio la razón; siempre me fue bien en Guayaquil, ciudad que admiro y amo con profundos sentimientos. En sus callejuelas adoquinadas, a orillas de la riada de entonces me propuse realizar sueños de grandeza que, de algún modo, se cumplieron en mi crecimiento personal. Desde sus cerros he sentido la vida sin horizontes finitos, como una promesa. En la tórrida esquina de un barrio suburbano nunca me supo mejor una biela bien helada. En noches como aquellas, promisorias y bohemias, una mujer susurró un bolero en mi oído. En sus arterias húmedas pasee el anhelo, un deseo nocturno de conquistar el mundo, el secreto mundo de una dama nacida en esas tierras de ardientes sentires. Allí viví tradiciones ya perdidas, como disfrutar un sábado las típicas hayacas que vendían a los vecinos de casa en casa. En medio del bullicio de una ciudad que no duerme, la melodía de un lagartero nocturno, me acompañó a compartir el mejor caldo de manguera en una picantería de barrio.

En esa tierra del ruiseñor de América, Julio Jaramillo, un pasillo me arrullo el alma con sentimiento porteño. En sus calles lloré, junto a miles de guayacos que despedían al ídolo, en un mar humano ante su prematura partida. En esas rocolas vibró mi corazón con una melodía que desató la nostalgia por inconfesables anhelos. En esa ciudad aprendí que la única región prominente, es aquella que aúna en un mismo sitio el amor por la tierra prometida.  

En Guayaquil realicé mis mejores historias como reportero de la vida, de esa vida que quise retratar de los humildes, de los sin voz, de los hombres y mujeres, héroes cotidianos de la sobrevivencia extrema. Allí, entre las covachas guasmeñas, donde la pobreza no logra camuflarse ante el paisaje exuberante de la costa tropical, allí oí el clamor de los miserables, de los sin esperanza, de los olvidados en una ciudad de injustos contrastes.

 
Guayaquil no es solo un aliento de nostalgia. Emerge pujante la ciudad junto a la riada y se proyecta hacia el futuro con bríos de urbe cosmopolita. Guayaquil es ciudad de vocación portuaria, esa es su forma de ser. Puerta de entrada y salida de las mercancías, punto de partida de viajeros y visitantes. Ventana abierta al mundo del progreso. Guayaquil es centro financiero, comercio, cultura y tradición.   

Por todo aquello Guayaquil me emociona, me moviliza. Cada efeméride de Guayaquil me motiva a sentirla mía. Su fundación juliana, la gesta libertaria de octubre, el pensamiento preclaro de Olmedo, los textos combativos de Joaquín Gallegos Lara, el natalicio de Julio Jaramillo, o simplemente, un triunfo del Barcelona. Todo lo que es Guayaquil, vivo con emoción, porque esta urbe es fuente inagotable de buenos sentimientos que fluyen, a veces apacibles, a veces intensos como la riada al caer la tarde húmeda y dorada en el Malecón. Guayaquil, es ciudad de mis amores, porque nunca me fue mal en el puerto principal.

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