Por Leonardo Parrini
Cuando el avión de LAN Chile sobrevolaba el
manso Guayas, a escasos minutos de tocar pista en el entonces aeropuerto Simón Bolivar de Guayaquil, el sacudón de la maniobra de aterrizaje me despertó. Mire por
la ventanilla y vi lo que sería mi primera imagen que guardo del Ecuador. Una bahía
donde calaban barcos iluminados, bajo un cielo nítido y de azul profundo. Pensé
en ese momento: esta ciudad me recibe con sus mejores galas, nunca me irá mal
en este país. En la calle Quisquis y Ximena me esperaba mi amigo chileno Julio Ramírez
Guacida, entonces sonidista del sello Fediscos. La recepción fue inolvidable;
esa noche comí toda la piña del mundo y al día siguiente amanecí con los labios
hinchados sin poder articular palabra.
Han transcurrido 38 años de aquel episodio y
mi historia personal me dio la razón; siempre me fue bien en Guayaquil, ciudad
que admiro y amo con profundos sentimientos. En sus callejuelas
adoquinadas, a orillas de la riada de entonces me propuse realizar sueños de
grandeza que, de algún modo, se cumplieron en mi crecimiento personal. Desde
sus cerros he sentido la vida sin horizontes finitos, como una promesa. En la tórrida
esquina de un barrio suburbano nunca me supo mejor una biela bien helada. En
noches como aquellas, promisorias y bohemias, una mujer susurró un bolero en mi
oído. En sus arterias húmedas pasee el anhelo, un deseo nocturno de conquistar
el mundo, el secreto mundo de una dama nacida en esas tierras de ardientes
sentires.
Allí viví tradiciones ya perdidas, como disfrutar un
sábado las típicas hayacas que vendían a los vecinos de casa en casa. En medio del
bullicio de una ciudad que no duerme, la melodía de un lagartero nocturno, me acompañó a compartir el mejor caldo de
manguera en una picantería de barrio.
En esa tierra del ruiseñor
de América, Julio Jaramillo, un pasillo me arrullo el alma con sentimiento porteño.
En sus calles lloré, junto a miles de guayacos que despedían al ídolo, en un
mar humano ante su prematura partida. En esas rocolas vibró mi corazón con una melodía que desató la nostalgia por
inconfesables anhelos. En esa ciudad aprendí que la única región prominente, es
aquella que aúna en un mismo sitio el amor por la tierra prometida.
En Guayaquil realicé mis mejores
historias como reportero de la vida, de esa vida que quise retratar de los
humildes, de los sin voz, de los hombres y mujeres, héroes cotidianos de la sobrevivencia
extrema. Allí, entre las covachas guasmeñas, donde la pobreza no logra camuflarse
ante el paisaje exuberante de la costa tropical, allí oí el clamor de los
miserables, de los sin esperanza, de los olvidados en una ciudad de injustos contrastes.
Guayaquil no es solo
un aliento de nostalgia. Emerge pujante la ciudad junto a la riada y se
proyecta hacia el futuro con bríos de urbe cosmopolita. Guayaquil es ciudad de vocación
portuaria, esa es su forma de ser. Puerta de entrada y salida de las mercancías,
punto de partida de viajeros y visitantes. Ventana abierta al mundo del progreso.
Guayaquil es centro financiero, comercio, cultura y tradición.
Por todo aquello Guayaquil
me emociona, me moviliza. Cada efeméride de Guayaquil me motiva a sentirla mía.
Su fundación juliana, la gesta libertaria de octubre, el pensamiento preclaro
de Olmedo, los textos combativos de Joaquín Gallegos Lara, el natalicio de Julio
Jaramillo, o simplemente, un triunfo del Barcelona. Todo lo que es Guayaquil, vivo
con emoción, porque esta urbe es fuente inagotable de buenos sentimientos que fluyen,
a veces apacibles, a veces intensos como la riada al caer la tarde húmeda y
dorada en el Malecón. Guayaquil, es ciudad de mis amores, porque nunca me fue mal en
el puerto principal.
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