Por Leonardo Parrini
La sonoridad de las voces
amazónicas de origen ancestral es musical y mítica. Nombres como Sarayaku
tienen la resonancia de un coro emergido de la Pachamama, que se volvió
emblemático en la lucha de los pueblos y nacionalidades indígenas de la
Amazonía ecuatoriana por el derecho a la vida y convivencia comunitaria. En la
cosmovisión kichwa, Sarayaku significa Rio de Maíz, y designa una comunidad de
la provincia suroriental de Pastaza. Emblemático vocablo, porque hace un año la
Corte Interamericana de Derechos Humanos CIDH, sentenció a favor del pueblo
Sarayaku la restauración del daño ambiental y social ocasionado por la
transnacional argentina Compañía General de Combustibles CGC, durante sus
operaciones en la región. La sentencia llegó tras una denodada lucha
contra la petrolera, tras impedirle la continuación de su actividad de
exploración que comenzó en 1996 con la concesión que recibió la CGC para
explotar el Bloque 23. En el 2003 la empresa demandada comenzó la búsqueda de
crudo y para ello sembró explosivos de pentolita en la zona en la etapa de exploración sísmica. Entonces la
comunidad de Sarayaku acudió ante el Sistema Interamericano de Derechos Humanos
(SIDH) para conseguir su impedimento.
La resolución de la sentencia
dictada hace un año incluye indemnización compensatoria y reintegro económico
por daños materiales e inmateriales, además de disculpas públicas y garantías
de no repetición que debe dar el Estado a la comunidad agredida. La semana
pasada se realizó la transferencia de un millón 250 mil dólares a la cuenta del
pueblo Sarayacu, y el reintegro al fondo de las víctimas, más pago de costas
y gastos del proceso. José Gualinga, Presidente del Pueblo Sarayaku, manifestó
en entrevista con Lapalabrabierta que “hemos
recibido un millón de dólares que representa el 1% de la indemnización que se
reconoció a la CGC que fue de 20 millones de dólares. Una empresa que fue destruyendo
la biodiversidad, que dejó instalando 1.400 kilos de explosivos, que atentó
contra la vida, que organizó un cerco paramilitar y que afectó la vida de la
selva viviente” Ante esta sensación de “injusticia”, Wilson Mayorga,
Subsecretario Derechos Humanos y Cultos, señaló que “es un acto de justicia cumplir la sentencia y ese acto es el que
estamos haciendo como gobierno ecuatoriano.”
De la sentencia dictada por la
CIDH queda pendiente cumplir con el retiro de la pentolita, convertida "en
trampa mortal para los habitantes" del pueblo Sarayaku, que por acuerdo han
decidido que sean efectivos del GIR quienes extraigan la dinamita. Así mismo,
como parte de la compensación sentenciada, la comunidad afectada solicita que
sea el presidente Rafael Correa quien otorgue las disculpas, mientras que el
Estado decidió delegar al Ministro de Justicia, Lenin Lara. La diferencia de
criterios no es mera controversia administrativa, sino un tema político de
fondo. El pueblo Sarayaku pretende doblar la mano al Estado con la exigencia de
que sea su máximo representante quien exprese las disculpas. Cabe notar que los
daños de la empresa CGC fueron cometidos durante los gobiernos de León Febres
Cordero, Abdalá Bucaram y, especialmente, Lucio Gutiérrez, por tanto al régimen
actual corresponde ejecutar la sentencia nada más. Estos hechos sientan un
precedente clave para las futuras relaciones de las comunidades amazónicas
asentadas sobre yacimientos hidrocarburíferos, el Estado ecuatoriano y las
compañías que postulen a explotar el crudo.
Una historia de atropellos
Para comprender el caso
Sarayaku en sus connotaciones profundas amerita entender que las lógicas
del Pueblo Sarayaku y del Estado difieren de fondo, puesto que corresponden a
cosmovisiones, a momentos, diametralmente opuestas. La visión ancestral concibe
a las culturas como “expresiones dinámicas, con modificaciones constantes, que
crean pertenencia de grupo en un contexto determinado y, sobre todo, establecen
relaciones y diferenciaciones con otros grupos”. En eso consiste su vitalidad
social, cultural y política. En el caso concreto del universo social del pueblo
kichwa de Sarayaku Llacta, de 135 mil hectáreas, existe la superposición de
varias situaciones de relaciones familiares, consanguíneas y de pertenencia con
derechos sobre la tierra ganados en el trabajo productivo. En el espacio de los
centros de Sarayaku conviven grupos familiares ampliados o ayllus conformados
por el huasi, o núcleo familiar, que se relaciona con otras unidades similares.
“Somos un pueblo, somos una nacionalidad, no somos una organización
social, si nos tratan de meter en un saco como un sector social, jamás lo vamos
aceptar”, ha dicho José Gualinga, máximo líder de Sarayaku. El Estado, en
su afán colonizador se refiere a ellos como “grupos étnicos”, e ingresa a las
comunidades con mecanismos socializadores comunitarios, bajo la lógica
integradora estatal de acortar las brechas culturales y crear ciudadanía. O, en
el peor de los casos, como ocurrió en otros tiempos, practicando “el exterminio
directo de grupos y su confinamiento en reservas étnicas”.
Esta dinámica responde a la
visión que superpone lo social a lo natural, subordinando la naturaleza a lo
político y entendiendo sus elementos como un “recurso natural”, y el entorno
geoespacial como “ambiente natural”. Cierto es que la Constitución
ecuatoriana reconoce los derechos de la naturaleza, pero hay una diferencia
entre el reconocimiento formal y la concepción de lo natural como un ámbito
intrínsecamente vinculado a lo social como lo entiende la cosmovisión
indígena de selva viviente. Para los habitantes de Sarayaku los elementos naturales son parte indisoluble de su organización social,
seres que “interactúan con el pueblo kichwa” brindándoles sabiduría en una
relación onírica, a través de la interpretación de los sueños; y en una relación
simbólica, a través de la creación de dioses que habitan los sitios sagrados de
la selva. El shaman es el intermediario entre los espíritus selváticos y la
comunidad, relación que adquiere su mayor significado en los lugares
consagrados de donde obtiene su sabiduría. Cuando la operación de la CGC
derribó el árbol de Lispungu de uno de los shamanes de Sarayacu, provocó un
impacto cultural de consideración porque alteró “el universo de sus
significaciones”. Testimonios recogidos por la CIDH hablan de que la presencia
de la CGC “produjo la muerte o desaparición de la mitad de los amos
espirituales del bosque selvático”.
El habitante de Sarayaku cree que la
extracción de petróleo ahuyenta a los espíritus de ucupacha o subsuelo, seca la selva y trastorna las relaciones de
sus habitantes, los animales migran junto con los espíritus de la selva y ésta
muere. El daño provocado por la CGC en las “chacras, purinas, zonas de caza y
pesca, el bosque y lugares sagrados, limita y pone en peligro las posibilidades
de reproducción cultural” del pueblo Sarayacu, debido a que las líneas de
exploración sísmica donde se sembró explosivos pasan por esos lugares de la
comunidad.
Diálogos de buena fe
Es preciso comprender que la
historia otorga la razón al pueblo de Sarayaku. La diferencia radica en que esa
historia ha cambiado en favor y en beneficio del país y de sus habitantes.
Ahora el Estado redefine un nuevo rol en el manejo de los recursos naturales y
coexistencia con las diversas culturas y nacionalidades que habitan el
territorio ecuatoriano. La claridad y asimilación política de este aspecto es
un punto esencial para entender y ejecutar diálogos interculturales de buena fe. Ahora los
pueblos amazónicos tienen la opción de dialogar, sin intermediarios, con un
Estado incluyente y que hace esfuerzos por consensuar, mientras que ya no es necesario
interlocutar desde la comunidad con las voraces compañías extranjeras de manera
desigual e impositiva.
El Estado ecuatoriano
argumenta y se define, constitucionalmente, bajo los principios de plurinacionalidad e interculturalidad; esto
supone garantizar el sostenimiento de una nueva dinámica institucional con los
pueblos, nacionalidades y comunidades ancestrales amazónicas. Implica, además,
el establecimiento y puesta en marcha de una política pública dirigida hacia
esa región del país, bajo una nueva actitud diálogo y respeto mutuo. Los
argumentos del Estado son claros, pero pueden no ser suficientes: Garantizar una explotación hidrocarburífera social y ambientalmente
sustentable de sus recursos no renovables, mediante una estricta mitigación de
riesgos ambientales y la redistribución prioritaria de la renta petrolera para
las comunidades localizadas en las zonas de exploración y producción
hidrocarburífera. Consolidar la soberanía
del Estado sobre los recursos naturales y apoyarse en la inversión extranjera
para la búsqueda de nuevas reservas hidrocarburíferas y para la reactivación de
la producción de los campos maduros, con reglas de juego contractual claras y
estables.
El qué hacer está definido, pero el cómo hacer todavía acusa deficiencias que deben ser
superadas de mutuo acuerdo con las comunidades amazónicas, si se quiere lograr consenso y
entendimiento teórico y práctico en función de objetivos compartidos. Para ello
hay que comenzar reconociendo el derecho de los hombres y mujeres amazónicos “a ser y vivir como pueblos diversos, con sus
propias culturas, en sus territorios”. Y dentro de ese reconocimiento,
comprender también que todos los pueblos tienen derecho a la libre determinación.
Todavía está pendiente la
tarea de crear nuevos mecanismos de acercamiento y consenso entre el Estado y
los pueblos ancestrales de la Amazonía. La tarea consiste en generar un panorama
impregnado del nuevo espíritu de reconocimiento del otro y respeto mutuo. El
desafío de este camino es complejo y está plagado de incertidumbre;
precisamente, el esfuerzo radica en romper la desconfianza, despejar el
discurso de prejuicios y fórmulas abstractas. La misma selva enseña que se
puede caminar en ella desbrozando sus misterios y abriendo un sendero expedito,
cuando se quiere ir al encuentro de su ancestral sabiduría.
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