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lunes, 5 de agosto de 2013

SARAYAKU: LA MÍTICA DEFENSA DE LA SELVA VIVIENTE


Por Leonardo Parrini

La sonoridad de las voces amazónicas de origen ancestral es musical y mítica. Nombres como Sarayaku tienen la resonancia de un coro emergido de la Pachamama, que se volvió emblemático en la lucha de los pueblos y nacionalidades indígenas de la Amazonía ecuatoriana por el derecho a la vida y convivencia comunitaria. En la cosmovisión kichwa, Sarayaku significa Rio de Maíz, y designa una comunidad de la provincia suroriental de Pastaza. Emblemático vocablo, porque hace un año la Corte Interamericana de Derechos Humanos CIDH, sentenció a favor del pueblo Sarayaku la restauración del daño ambiental y social ocasionado por la transnacional argentina Compañía General de Combustibles CGC, durante sus operaciones en la región. La sentencia llegó tras una denodada lucha contra la petrolera, tras impedirle la continuación de su actividad de exploración que comenzó en 1996 con la concesión que recibió la CGC para explotar el Bloque 23. En el 2003 la empresa demandada comenzó la búsqueda de crudo y para ello sembró explosivos de pentolita en la zona en la etapa de exploración sísmica. Entonces la comunidad de Sarayaku acudió ante el Sistema Interamericano de Derechos Humanos (SIDH) para conseguir su impedimento.

La resolución de la sentencia dictada hace un año incluye indemnización compensatoria y reintegro económico por daños materiales e inmateriales, además de disculpas públicas y garantías de no repetición que debe dar el Estado a la comunidad agredida. La semana pasada se realizó la transferencia de un millón 250 mil dólares a la cuenta del pueblo Sarayacu, y el reintegro al fondo de las víctimas, más pago de costas y gastos del proceso. José Gualinga, Presidente del Pueblo Sarayaku, manifestó en entrevista con Lapalabrabierta que “hemos recibido un millón de dólares que representa el 1% de la indemnización que se reconoció a la CGC que fue de 20 millones de dólares. Una empresa que fue destruyendo la biodiversidad, que dejó instalando 1.400 kilos de explosivos, que atentó contra la vida, que organizó un cerco paramilitar y que afectó la vida de la selva viviente” Ante esta sensación de “injusticia”, Wilson Mayorga, Subsecretario Derechos Humanos y Cultos, señaló que “es un acto de justicia cumplir la sentencia y ese acto es el que estamos haciendo como gobierno ecuatoriano.”

De la sentencia dictada por la CIDH queda pendiente cumplir con el retiro de la pentolita, convertida "en trampa mortal para los habitantes" del pueblo Sarayaku, que por acuerdo han decidido que sean efectivos del GIR quienes extraigan la dinamita. Así mismo, como parte de la compensación sentenciada, la comunidad afectada solicita que sea el presidente Rafael Correa quien otorgue las disculpas, mientras que el Estado decidió delegar al Ministro de Justicia, Lenin Lara. La diferencia de criterios no es mera controversia administrativa, sino un tema político de fondo. El pueblo Sarayaku pretende doblar la mano al Estado con la exigencia de que sea su máximo representante quien exprese las disculpas. Cabe notar que los daños de la empresa CGC fueron cometidos durante los gobiernos de León Febres Cordero, Abdalá Bucaram y, especialmente, Lucio Gutiérrez, por tanto al régimen actual corresponde ejecutar la sentencia nada más. Estos hechos sientan un precedente clave para las futuras relaciones de las comunidades amazónicas asentadas sobre yacimientos hidrocarburíferos, el Estado ecuatoriano y las compañías que postulen a explotar el crudo.

Una historia de atropellos

Para comprender el caso Sarayaku en sus connotaciones profundas amerita entender que las lógicas del Pueblo Sarayaku y del Estado difieren de fondo, puesto que corresponden a cosmovisiones, a momentos, diametralmente opuestas. La visión ancestral concibe a las culturas como “expresiones dinámicas, con modificaciones constantes, que crean pertenencia de grupo en un contexto determinado y, sobre todo, establecen relaciones y diferenciaciones con otros grupos”. En eso consiste su vitalidad social, cultural y política. En el caso concreto del universo social del pueblo kichwa de Sarayaku Llacta, de 135 mil hectáreas, existe la superposición de varias situaciones de relaciones familiares, consanguíneas y de pertenencia con derechos sobre la tierra ganados en el trabajo productivo. En el espacio de los centros de Sarayaku conviven grupos familiares ampliados o ayllus conformados por el huasi, o núcleo familiar, que se relaciona con otras unidades similares.

“Somos un pueblo, somos una nacionalidad, no somos una organización social, si nos tratan de meter en un saco como un sector social, jamás lo vamos aceptar”, ha dicho José Gualinga, máximo líder de Sarayaku. El Estado, en su afán colonizador se refiere a ellos como “grupos étnicos”, e ingresa a las comunidades con mecanismos socializadores comunitarios, bajo la lógica integradora estatal de acortar las brechas culturales y crear ciudadanía. O, en el peor de los casos, como ocurrió en otros tiempos, practicando “el exterminio directo de grupos y su confinamiento en reservas étnicas”.

Esta dinámica responde a la visión que superpone lo social a lo natural, subordinando la naturaleza a lo político y entendiendo sus elementos como un “recurso natural”, y el entorno geoespacial como “ambiente natural”. Cierto es que la Constitución ecuatoriana reconoce los derechos de la naturaleza, pero hay una diferencia entre el reconocimiento formal y la concepción de lo natural como un ámbito intrínsecamente vinculado a lo social como lo entiende la cosmovisión indígena de selva viviente. Para los habitantes de Sarayaku los elementos naturales son parte indisoluble de su organización social, seres que “interactúan con el pueblo kichwa” brindándoles sabiduría en una relación onírica, a través de la interpretación de los sueños; y en una relación simbólica, a través de la creación de dioses que habitan los sitios sagrados de la selva. El shaman es el intermediario entre los espíritus selváticos y la comunidad, relación que adquiere su mayor significado en los lugares consagrados de donde obtiene su sabiduría. Cuando la operación de la CGC derribó el árbol de Lispungu de uno de los shamanes de Sarayacu, provocó un impacto cultural de consideración porque alteró “el universo de sus significaciones”. Testimonios recogidos por la CIDH hablan de que la presencia de la CGC “produjo la muerte o desaparición de la mitad de los amos espirituales del bosque selvático”.

El habitante de Sarayaku cree que la extracción de petróleo ahuyenta a los espíritus de ucupacha o subsuelo, seca la selva y trastorna las relaciones de sus habitantes, los animales migran junto con los espíritus de la selva y ésta muere. El daño provocado por la CGC en las “chacras, purinas, zonas de caza y pesca, el bosque y lugares sagrados, limita y pone en peligro las posibilidades de reproducción cultural” del pueblo Sarayacu, debido a que las líneas de exploración sísmica donde se sembró explosivos pasan por esos lugares de la comunidad. 

Diálogos de buena fe

Es preciso comprender que la historia otorga la razón al pueblo de Sarayaku. La diferencia radica en que esa historia ha cambiado en favor y en beneficio del país y de sus habitantes. Ahora el Estado redefine un nuevo rol en el manejo de los recursos naturales y coexistencia con las diversas culturas y nacionalidades que habitan el territorio ecuatoriano. La claridad y asimilación política de este aspecto es un punto esencial para entender y ejecutar diálogos interculturales de buena fe. Ahora los pueblos amazónicos tienen la opción de dialogar, sin intermediarios, con un Estado incluyente y que hace esfuerzos por consensuar, mientras que ya no es necesario interlocutar desde la comunidad con las voraces compañías extranjeras de manera desigual e impositiva.

El Estado ecuatoriano argumenta y se define, constitucionalmente, bajo los principios de plurinacionalidad e interculturalidad; esto supone garantizar el sostenimiento de una nueva dinámica institucional con los pueblos, nacionalidades y comunidades ancestrales amazónicas. Implica, además, el establecimiento y puesta en marcha de una política pública dirigida hacia esa región del país, bajo una nueva actitud diálogo y respeto mutuo. Los argumentos del Estado son claros, pero pueden no ser suficientes: Garantizar una explotación hidrocarburífera social y ambientalmente sustentable de sus recursos no renovables, mediante una estricta mitigación de riesgos ambientales y la redistribución prioritaria de la renta petrolera para las comunidades localizadas en las zonas de exploración y producción hidrocarburífera. Consolidar la soberanía del Estado sobre los recursos naturales y apoyarse en la inversión extranjera para la búsqueda de nuevas reservas hidrocarburíferas y para la reactivación de la producción de los campos maduros, con reglas de juego contractual claras y estables.

El qué hacer está definido, pero el cómo hacer todavía acusa deficiencias que deben ser superadas de mutuo acuerdo con las comunidades amazónicas, si se quiere lograr consenso y entendimiento teórico y práctico en función de objetivos compartidos. Para ello hay que comenzar reconociendo el derecho de los hombres y mujeres amazónicos “a ser y vivir como pueblos diversos, con sus propias culturas, en sus territorios”. Y dentro de ese reconocimiento, comprender también que todos los pueblos tienen derecho a la libre determinación.

Todavía está pendiente la tarea de crear nuevos mecanismos de acercamiento y consenso entre el Estado y los pueblos ancestrales de la Amazonía. La tarea consiste en generar un panorama impregnado del nuevo espíritu de reconocimiento del otro y respeto mutuo. El desafío de este camino es complejo y está plagado de incertidumbre; precisamente, el esfuerzo radica en romper la desconfianza, despejar el discurso de prejuicios y fórmulas abstractas. La misma selva enseña que se puede caminar en ella desbrozando sus misterios y abriendo un sendero expedito, cuando se quiere ir al encuentro de su ancestral sabiduría. 

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