Por Leonardo Parrini
Desde que la televisión fue
denominada la caja de la idiotez, a
la luz de la incisiva teoría comunicacional de Herbert Marcuse, ha sumado
reveladores apelativos que dan cuenta de su condición como medio de manipulación.
Uno de los calificativos más certeros es el que dio Abdón Ubidia a la televisión
como el medio del olvido. Idiotez y
olvido son, a fin de cuentas, rasgos ineludibles de evasión. Y evadirse ya es
en sí mismo un verbo obsceno que supone rehuir cierto grado de responsabilidad.
¿Qué rehúye la televisión en su
luminosa idiotez y olvido? Pues evade el compromiso con la realidad circundante,
y lo hace a despecho de su propio nombre, porque televisión debió entenderse
desde un comienzo como la acción de ver a
la distancia. Es precisamente el distanciamiento de la televisión, que opera
desde un olimpo mediático, el que la convierte en un medio impersonal, no
participativo, vertical y extraño a las posibilidades de retorno del mensaje. La
televisión -a diferencia de los diarios- no recibe cartas al director, al menos
los presentadores rara vez leen ante cámaras un remitido de los televidentes. Y
los testimonios de la “comunidad” o del “vecino del barrio”, no dejan de ser un
sucedáneo de la preocupación por los reales problemas comunitarios.
En los últimos años se ha puesto
de moda en la televisión ecuatoriana la producción de sketch realizados con actores de incierta condición profesional y
libretos repetitivos que apelan a un humor ramplón. Pastiches copiados de
formatos foráneos basados en situaciones absurdas que buscan la hilaridad fácil
del televidente. Estos programas ubicados en horarios “estelares” disputan el rating con enlatados, noticieros,
telenovelas o shows emplazados en pantalla con la misma prosopopeya
mercantilista.
El humor es transformador, -revolucionario,
decía Lenin- porque activa la matriz del cambio al enfatizar aquello que a
través de la crítica humorística, la broma o la caricaturización, es forzado a
ser reemplazado por algo diferente y superior. Pero esta condición innovadora del
humor no existe en el show bussines
criollo, puesto que nuestros payasos y comediantes televisivos son poco
suscitadores y, por lo mismo, no revolucionan nada. Sus rutinas se suceden como
retahíla de frases estereotipadas que, por lo general, aluden a situaciones
sexuales, machistas o defectos físicos y mentales de sus interlocutores, tan limitados
como los propios protagonistas. Y esta fórmula
es repetida hasta las náuseas en la pantalla.
Por eso no es exagerado constatar
que la televisión es una ventana a la banalidad cotidiana y chismorrea vulgar.
Una prolífera agenda relacionada con intimidades y “pitos” de famosillos de la farándula
que en su avatar diario, refleja el mediocre nivel de convivencia
profesional que les caracteriza. En estos programas la idiotez de la que hablaba Herbert Marcuse, se reproduce a sí misma
en interminables series que, a golpe de zapping,
descubrimos vertiginosamente como plato
fuerte de una televisión hecha con criterio de acomodaticia complacencia con un
público que pide chabacanería a cuenta de emociones fuertes.
El show de la noticia
Otro tanto
ocurre con los informativos de la televisión que oscilan entre la frivolidad y
el proselitismo. En la pantalla abundan espacios saturados de notas triviales, en
ausencia de una agenda con temas de mayor relevancia. Incluso los formatos
incluyen comentarios banales de los presentadores al más puro estilo
comediante. O, caso contrario, vetustos conductores de noticias ensayan todo
tipo de juicios de valor sobre aspectos de la política pública de los organismos
del Estado, a modo de campañas orquestadas con claros fines proselitistas.
¿Dónde queda el rigor informativo que merece el televidente?
A pesar de sus
contenidos y formas, la televisión ecuatoriana capitaliza sintonía y puntos de
rating con el afán obsesivo de captar y copar la atención de la teleaudiencia y, a
cambio, proliferan en la pantalla escenas de violencia, sensacionalismo y manipulación
informativa. La cobertura mediática puesta en marcha, a propósito de la muerte
del futbolista quiteño Christian Chucho
Benítez, desplegada al unísono por canales privados y públicos con morbosa obsesión
por el sufrimiento humano, se convirtió en catarsis popular que confirmó qué tan lejos
estamos de asegurar sobriedad en los contenidos. Y esto ocurre aun contando con
una Ley de Comunicación que sanciona la desmesura de los medios en su agenda informativa.
En el otro extremo, la televisión pública ecuatoriana mantiene en su franja infantil
de los sábados las series La Casa de Mickey Mouse y Las
Aventuras de Mickey y Donald, “héroes”
del mundodisney, denunciados por
Armand Mattelart -en su libro Para leer al
Pato Donald- como historietas nocivas para los menores por sus antivalores
que propician la desestructuración familiar con personajes que no mantienen
relaciones parentales, sino de tíos a sobrinos; las relaciones sociales improductivas
en un mundo de la compraventa donde los oficios son
terciarios; el menosprecio del trabajo; y el enriquecimiento de magnates ociosos que
acumulan en bóvedas riquezas de oscuro origen. A este panorama cultural del mundo Disney, hay que
sumar las “aventuras” que emprenden los personajes de sus historietas como si se
tratara de agentes en misiones encubiertas, que tienen como escenario el
territorio latinoamericano.
Para Herbert Marcuse, medios de
comunicación, industrias culturales y expresiones de la publicidad comercial,
reproducen y socializan el sistema dominante a través de sus contenidos y valores.
De este modo imponen un statu quo ideológico que frena la conciencia crítica
del televidente. El efecto mediático conseguido es un escenario socio cultural unidimensional que coarta la libertad
del telespectador y propicia un pensamiento
único que condiciona la conducta del individuo. Los mass media generan una estructura de dominación bajo la apariencia
de una conciencia feliz, que inhibe la posibilidad de cambio social. El
discurso unidireccional de la televisión no ofrece explicaciones ni conceptos, sino imágenes
raudas que no dan tiempo a la reflexión del televidente. La vertiginosidad
televisiva del olvido que refiere
Ubidia, descontextualiza los hechos ocultando su referencialidad histórica, por
eso es evasión conseguida con idiotez. Lejos de moverse entre la verdad o la
mentira, la televisión se limita a imponer un modelo social y cultural. Al mismo
tiempo, con cierta frecuencia la televisión alterna su función evasiva con una
persuasiva. Ambas generan el aletargamiento acrítico del televidente. Esto
explica la resistencia de los medios audiovisuales a acatar de buen talante la
nueva Ley de Comunicación, un instrumento legal que se propone desmontar
la parafernalia monopólica que, con fines mercantilistas y proselitistas, ha
dominado durante décadas el engañoso espectro mediático del Ecuador como un poder omnímodo.
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