Por Leonardo Parrini
Lejos están los días en que íbamos al cine del barrio a ver a los chullitas enfrentarse con los “malos de
la película”, por puro placer de entretenernos. Salíamos de la sala en
penumbras con los ojos entrecerrados hasta acostumbrarnos a la reverberación de
la calle y descubrir que nuestros gestos eran más decididos: caminábamos como
el “chullita de la película”, el más rápido del Oeste, o el karateka más
devastador del suburbio. No nos hacíamos lío con el mensaje: hay que ser bien parado en la vida como el chullita,
lo demás viene solo. No importa si el enemigo es indio, blanco o mestizo. Para
eso los cowboys le daban duro a los
indios Cheyennes y demostraban ser
bien machos a la hora de matar. Y así fuimos aprendiendo que en la vida el que
pega primero, pega dos veces; que no hay que ahuevarse frente a nadie y qué… En
el amor también había que ser duro, como el chullita que las enamoraba y
después si te he visto no me acuerdo,
o las atrapaba en manada, para eso era el más guapo !Ah los días de cine de
barrio y su didáctica cartelera dominical!
Hasta que un buen día vimos la primera película criolla Dos para el camino de Jaime Cuesta (1980),
protagonizada por nuestro chullita, el inolvidable Don Evaristo, que en su peregrinar
por los caminos del Ecuador setentero, sentimental y agrario, iba dejando una
estela de sabiduría popular y risas entre los espectadores. Y así, como diría
Evaristo, vení acá, el cine nos
convocaba a regocijarnos con el hechizo de sus imágenes y sonidos, a vivir una
vida recreada en la pantalla como una parodia. El cinematógrafo criollo reflejaba
conflictos, vivencias y sueños de un país que pujaba por romper el cascarón provinciano
en el que la clase dominante -gamonales agroexportadores- hacía su agosto en el
negocio del cacao y el banano.
Y en ese avatar, las relaciones cotidianas se habían vuelto cada vez más
contradictorias; entonces el cine, puesto los ojos en la literatura local que
daba cuenta de la realidad de los más humildes, también daba a luz la primera
película con “sentido social”: el cortometraje Los Hieleros del Chimborazo (1980) de Igor Guayasamín. Luego vendrían Daquilema (1981), Una araña en el rincón (1982)
y Luto Eterno (1982). Casi una década tuvo que transcurrir para que la
producción local produjera un nuevo film de tono social que se convertiría en
la película más taquillera del cine nacional: La Tigra (1989) de Camilo Luzuriaga, basada en los cuentos
montubios de José de la Cuadra. La lucha política de los años sesenta alcanzó
su máxima metáfora en la novela Entre
Marx y una mujer desnuda de Jorge Enrique Adoum. Suficiente estímulo para que
Luzuriaga lleve a la pantalla, en 1996, la ya clásica historia de un grupo de militantes
comunistas de la época.
La experiencia del cine ecuatoriano en ciernes se multiplicó y, por lo
mismo, buscó nuevas fuentes de motivación y realización. Es así que se
produjeron largometrajes que ya son piezas de antología de la filmografía
autoral ecuatoriana: Ratas, ratones y rateros
(1999), Fuera de Juego (2002), Cara o cruz (2003), Mientras llega el día (2004),
Crónicas (2004), Qué tan lejos (2006), Esas no son penas (2006), Cuando me toque
a mi (2007), Alfaro Vive Carajo (2008), Retazos
de vida (2008), Impulso (2009), Rabia (2009), Los canallas (2009), Vale Todo (2009),
Blak Mama (2009), Zuquillo exprés (2010), A tus Espaldas (2010), Prometeo deportado
(2010), En el nombre de la hija (2011), Con mi corazón en Yambo (2011),
Pescador (2011), Sin otoño sin primavera, (2012), La Llamada (2012), Mejor no
hablar de ciertas cosas (2012) y La bisabuela tiene Alzheimer (2012), además de una decena de filmes que están en
este momento en postproducción.
Retos del cine criollo
La producción de cine en el Ecuador comenzó en la década de 1920, con la
realización del primer largometraje argumental: El tesoro de Atahualpa,
dirigido por el ecuatoriano Augusto San Miguel, y estrenada en los
teatros Edén y Colón de Guayaquil, el 7 de agosto de 1924. En los años
siguientes se proyectaron las películas Se
necesita una guagua (1924), Un
abismo y dos almas (1925) y Guayaquil
de mis amores, primer filme sonoro producido en el país, en 1930, por el
chileno Alberto Santana.
El cine ecuatoriano, expresión
autoral por excelencia, ha pasado de la etapa quijotesca a una situación de apoyo
estatal, a través de políticas públicas del Consejo Nacional de Cine que fomentan
la producción y la distribución de las realizaciones cinematográficas, sin que
por ello el cine criollo haya alcanzado -quién sabe si para mejor- el rasgo de
industria. El CNCine ha distribuido USD 4. 589 000 entre 248 proyectos que
incluyen procesos de capacitación, festivales y muestras, según su Director
Ejecutivo, Juan Martín Cueva, quien afirma que “la producción nacional ha
logrado consolidar una multiplicidad de voces”.
Amparado en la Ley de Cine, el
séptimo arte es el espejo donde hoy se refleja la nueva realidad del cine
ecuatoriano que recrea las vicisitudes de un país mucho más consciente de sus diversos
rasgos identitarios y señas particulares. Durante el año 2012 las salas del
país estrenaron ocho largometrajes nacionales, que fueron vistos por 200 mil
personas de los 14 millones de espectadores que entraron al cine. En esto radica el nuevo desafío del cine
ecuatoriano: entrar en los grandes circuitos de distribución o generar sus
propios canales donde mostrar sus productos. Lejos están los días en que ir al
cine del barrio era un encuentro, desde lo más íntimo, con lo extraño. Hoy el
reto pendiente es hacer de ese encuentro con el cine, un acto masivo con lo nuestro.
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