Por Leonardo Parrini
¿Qué sería del mundo sin
palabras? Esta pregunta no tiene otra respuesta: un caos natural. La palabra
cambia el sentido de las cosas, a través de la significación y les otorga una asignación
de funciones.
La palabra nos separa de la
naturaleza yerma y nos introduce en el universo de los significados,
representaciones y simbolismos. Los pájaros no son ya criaturas aladas, son el
vuelo mismo. El propio hombre no es la criatura social, es la humanidad.
A partir de entonces el planeta es sublimado al plano de lo
cultural y con ello el paisaje se convierte en geografía. Lo natural fue
culturizado, lo silvestre, civilizado. El entorno salvaje ahora
escriturado es semantizado, cuyo referente
natural se le ha asignado signos, es decir, se le dio un nombre a través de la
palabra y con ella identidad a las cosas.
El retorno a lo natural,
nostálgico romanticismo, forma parte del mito. Así como el mito de la palabra
originaria, en estado puro, no es tal. Que
el verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, debió ser exactamente al
revés, históricamente hablando. Primero hubo de ser la carne y en seguida el
nombre del hombre. Mediante el nombre propio los seres humanos
obtienen un lugar en el mundo de los símbolos, quedan atados al nudo
complejo de la significación.
Tiempo
de palabras
Estos días la humanidad se ha
estremecido con la palabra que nombra, designa y confiere sentido a los
acontecimientos que vivimos. Estos últimos tiempos la muerte física de Hugo Chávez y la entronización del nuevo Papa Francisco, conforman un conjunto de circunstancias
nombradas por un par de palabras claves. En el primer caso del fallecimiento
del Presidente venezolano, la muerte es nombrada con un apelativo metafísico,
como si no bastara decir la muerte. Como
ésta no tiene pretextos, hubo que agregar la palabra física, para dejar un espacio a la sobrevivencia espiritual del
personaje, a la trascendencia, más allá de la muerte a secas.
En el segundo caso, la entronización del Papa quiere significar
la exaltación, el ascenso, no al cielo porque no ha sido canonizado, sino al
trono de Pedro, representante de Cristo en la Tierra. El termino entronizar, además de ser protocolario
en la jerga del Vaticano, es ontológico, relativo al ser sublimado del Papa.
No hay nada más ideológico que el rol de la
palabra. Doble rol de la ideología: la naturaleza por efecto de la palabra es
historizada, pero también la historia es naturalizada. Así lo que es fruto de la historia se lo
quiere hacer aparecer natural y lo natural es elevado al rango de historia. La función política de la palabra es
inconfundible: volver histórico lo natural y volver natural lo histórico. Es
otras palabras, deificar lo real para hacerlo parecer absoluto. Así la realidad
se vuelve inalterable, la única posibilidad de trascendencia es metafísica, más
allá de lo real, de la mano de los dioses.
No está por demás recordar que Serguei Meliujin identifica niveles de organización de la realidad, a
saber: inorgánico, orgánico e histórico. En los dos primeros tienen lugar los
fenómenos naturales y, en el tercero lo social, donde interviene la mano del
hombre. Es en esa jerarquía que la realidad no da lugar a confusiones, puesto que
lo natural tiene su estrato y es abordado por las ciencias naturales, física,
química biología, y lo histórico tiene su estatus y es comprendido por las
ciencias sociales. Es oportuno decir que lo histórico contiene lo natural en su
esencia y no podría existir sin ese nivel primario.
El fenómeno de sublimación de la naturaleza por medio de la palabra, forma parte del
desarrollo evolutivo del hombre. Aunque el poder de la palabra es ambivalente:
unas con más poder que otras, la
palabra siempre será el inexorable destino del hombre en su desolada búsqueda
de sentido existencial.
No hay comentarios:
Publicar un comentario