Por Leonardo
Parrini
No había
leído en este último tiempo una idea más alentadora que la de Steven Pinker: la
época actual es la menos violenta de la historia de la humanidad. Alentadora,
mas no menos desconcertante, puesto que vivimos quejándonos de la violencia política,
delictiva o deportiva y añorando un mundo de paz. Estas percepciones ciudadanas contradicen
la tesis central del libro Los Ángeles que llevamos dentro, texto
en el que su autor Steven Pinker, catedrático
de Psicología Experimental en la
Universidad de Harvard, apuesta
por el declive de la violencia ya que de acuerdo con las estadísticas los
crímenes, guerras y violencia familiar han disminuido en las últimas décadas.
La época en que vivimos - constata Pinker- es menos cruel en los
ámbitos de la familia, la ciudad, las naciones y las relaciones internacionales.
Nunca antes hubo menos genocidios, torturas, guerras, represiones y, por lo mismo,
ha disminuido la posibilidad de morir de una muerte violenta.
¿Tendemos
o no los seres humanos de manera innata a la violencia? Esta interrogante de
Pinker no es menos inquietante, puesto que involucra la idea de que la violencia
pueda ser consustancial a la naturaleza humana. Si nuestra condición ontológica
como especie implica tener una carga genética de instintos violentos, equivale
a negar una mejor opción al convivir pacífico entre los hombres. Pinker busca
una respuesta intermedia y afirma que junto a los instintos violentos hay
impulsos contrarios, como ángeles interiores, que ponen un equilibrio en la
conducta humana.
El
psicolingüista norteamericano, considerado “la estrella pop de la psicología
evolutiva” por la revista Times, abriga
la esperanza de que la violencia en sus formas históricas de tortura,
esclavitud y ejecuciones no se vuelva a repetir. Pinker constata que el cese de
hostilidades bélicas entre las naciones más desarrolladas es un hecho tangible desde
hace 67 años. Sin embargo, sostiene que la discriminación no desaparecerá de la
faz de la tierra y tampoco los homicidios, aun cuando el ser humano mantiene
una convivencia pacífica sustancialmente distinta a las generaciones
anteriores.
El arte de hacer la paz
Pinker
cree en el poder de la música, literatura o del arte para expandir la empatía
de la gente, puesto que el ser humano invierte “una enorme cantidad de tiempo
en explorar mundos imaginarios”. Es decir, nos encantan las historias que para
Pinker incluyen “formas narrativas tan dispares como los chistes, las leyendas
urbanas, los programas de televisión o las películas”. De este modo los
conflictos de intereses cobran una nueva dimensión “en el recinto seguro de la
mente” y producen placer y empatía al verlos representados.
La
función expansiva del hecho artístico como generador de empatía humana que
señala Pinker, emerge a nuestro entender de la condición del arte como una actividad
esencial del ser humano que restaura su capacidad de respuesta ante sus dramas
y cuestionamientos existenciales. Precisamente, cuando la política, la economía
o la religión se agotan como discursos que segmentan a los hombres entre sí, el
arte surge como empatía, afinidad y congregación afectiva. Es en ese estado esencial
de la creación estética que el hombre encuentra lucidez ética para reflexionar
acerca de su condición humana. Si bien la idea original de Pinker nos sitúa hoy en una época menos violenta que nos aleja
del exterminio de la humanidad, concebir al arte como un poder
pacificador es un buen síntoma de lo mucho que aún se puede avanzar en el
camino que conduce a una disminución gradual de la violencia en el mundo.
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