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lunes, 12 de noviembre de 2012

EL PODER PACIFICADOR DEL ARTE


Por Leonardo Parrini

No había leído en este último tiempo una idea más alentadora que la de Steven Pinker: la época actual es la menos violenta de la historia de la humanidad. Alentadora, mas no menos desconcertante, puesto que vivimos quejándonos de la violencia política, delictiva o deportiva y añorando un mundo de paz. Estas percepciones ciudadanas contradicen la tesis central del libro Los Ángeles que llevamos dentro, texto en el que su autor Steven Pinker, catedrático de Psicología Experimental en la Universidad de Harvard, apuesta por el declive de la violencia ya que de acuerdo con las estadísticas los crímenes, guerras y violencia familiar han disminuido en las últimas décadas.

La época en que vivimos - constata Pinker- es menos cruel en los ámbitos de la familia, la ciudad, las naciones y las relaciones internacionales. Nunca antes hubo menos genocidios, torturas, guerras, represiones y, por lo mismo, ha disminuido la posibilidad de morir de una muerte violenta.

¿Tendemos o no los seres humanos de manera innata a la violencia? Esta interrogante de Pinker no es menos inquietante, puesto que involucra la idea de que la violencia pueda ser consustancial a la naturaleza humana. Si nuestra condición ontológica como especie implica tener una carga genética de instintos violentos, equivale a negar una mejor opción al convivir pacífico entre los hombres. Pinker busca una respuesta intermedia y afirma que junto a los instintos violentos hay impulsos contrarios, como ángeles interiores, que ponen un equilibrio en la conducta humana.

El psicolingüista norteamericano, considerado “la estrella pop de la psicología evolutiva” por la revista Times, abriga la esperanza de que la violencia en sus formas históricas de tortura, esclavitud y ejecuciones no se vuelva a repetir. Pinker constata que el cese de hostilidades bélicas entre las naciones más desarrolladas es un hecho tangible desde hace 67 años. Sin embargo, sostiene que la discriminación no desaparecerá de la faz de la tierra y tampoco los homicidios, aun cuando el ser humano mantiene una convivencia pacífica sustancialmente distinta a las generaciones anteriores.

El arte de hacer la paz

Pinker cree en el poder de la música, literatura o del arte para expandir la empatía de la gente, puesto que el ser humano invierte “una enorme cantidad de tiempo en explorar mundos imaginarios”. Es decir, nos encantan las historias que para Pinker incluyen “formas narrativas tan dispares como los chistes, las leyendas urbanas, los programas de televisión o las películas”. De este modo los conflictos de intereses cobran una nueva dimensión “en el recinto seguro de la mente” y producen placer y empatía al verlos representados.

La función expansiva del hecho artístico como generador de empatía humana que señala Pinker, emerge a nuestro entender de la condición del arte como una actividad esencial del ser humano que restaura su capacidad de respuesta ante sus dramas y cuestionamientos existenciales. Precisamente, cuando la política, la economía o la religión se agotan como discursos que segmentan a los hombres entre sí, el arte surge como empatía, afinidad y congregación afectiva. Es en ese estado esencial de la creación estética que el hombre encuentra lucidez ética para reflexionar acerca de su condición humana. Si bien la idea original de Pinker nos sitúa  hoy en una época menos violenta que nos aleja del exterminio de la humanidad, concebir al arte como un poder pacificador es un buen síntoma de lo mucho que aún se puede avanzar en el camino que conduce a una disminución gradual de la violencia en el mundo.
                                                            

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