Por Leonardo Parrini
Cuando Roland Barthes dice que
el mito no miente, sino que reemplaza, hace alusión precisamente a lo que
ocurre con la diva de la farándula ecuatoriana Sharon, cuya imagen de sex simbol y vocalista sensual del género
tecnocumbiero la elevan al altar del imaginario colectivo de un país consumidor
de fábulas.
En lugar de su rutilante
presencia de diva de la pantalla, hoy emerge la imagen de una mujer que, como
pocas, labró su destino con autonomía y decidido sentido de éxito. De hecho,
Sharon fue profesional en el área de la comunicación lo que le permitió
conducir su carrera artística con evidente acierto comercial incursionando en
la música popular, la comedia y el marketing empresarial. En otras palabras,
Sharon supo vender su imagen de mujer latina,
sensual y apetecida por miles de seguidores como un disfraz, -diría ella-, que le permitiría abrir puertas en el mundo
del espectáculo. Bajo ese disfraz de provocativa impronta sexual, había una
mujer con marcado liderazgo privado y público.
Si bien el mito de su sensualidad
se incrementa con su muerte, en vida Sharon ya era un aspiracional masculino y femenino
de singular proyección, así lo confirman encuestas realizadas en el 2001 y 2002
que la señalan como la mujer más
deseada del Ecuador. Y un
informe de diario El Universo -enero de 2002- la ubicó “tercera entre los
preferidos de los ecuatorianos, después del expresidente León Febres Cordero y
del también cantante ecuatoriano Julio Jaramillo”. En una serie televisiva local
encarnó su propia historia artística y ejerció la conducción de programas de farándula
en varias estaciones de televisión. También había incursionado en el negocio de
lencería femenina, con impactos mediáticos memorables cuando mostró sus senos a
la prensa para indicar hasta dónde su imagen era natural.
Una diva singular
A Sharon la conocimos en un canal
de televisión quiteño que la contrató para manejar la imagen corporativa, no
sin dificultades debido a su temperamento y por las reticencias que provocaba
su fuerte liderazgo femenil. En ella reconocimos, entonces, su hábil capacidad de
atrapar oportunidades en la vida. Alternando labores profesionales con su vocación
maternal, Rosario Edith Bermeo Cisneros, de
38 años, deja a su hija Samantha de
19 años y a Geovanny de dos años. Su primer matrimonio duró dos días y su relación
con su actual pareja no estaba exenta de turbulencias. Versiones oficiales
hablan de feminicidio como el motivo de su muerte y, al respecto, están en
curso investigaciones policiales.
En el escenario, Rosario Edith
se convertía en la artista carismática, provocativa, que llegaba fácil a su público,
al que amó con pasión, al punto de describirlo como su pecado. Su vocación artística nació a los ocho años cantando
cumbias y continuó en sus años universitarios, hasta construir la imagen de
Sharon, la diva de los desnudos en calendarios, diminutas faldas y botas altas de cuero.
Cada pueblo construye y consume
los mitos a la medida de su estatura cultural. Existen mil formas de mitificar a
la diva guayaquileña, cada quién guardará en su imaginario un detalle de su
deseada estampa. Algunos ya la recuerdan como una mujer humilde, otros como la amiga
fiel, los más dirán que es la diva de América o la Monroe criolla. Su hechizo
consiste en ocupar un lugar vacío: una mujer cincelada a sí misma, con la decisión
de contravenir mitos y verdades relativas, en un mundo en el que el rol protagónico
femenino tiene que rendir varias pruebas antes de ser aceptado a regañadientes.
Sharon ocupó siempre los espacios
vacantes: un día detectó que en el Ecuador las cantantes con imagen de
sensualidad brillaban por su ausencia y decidió posicionarse en ese nicho de
mercado. Hoy día deja un vacío difícil de llenar, aunque decirlo parece un
lugar común. Difícil, porque no tenía emulaciones verdaderas y el mito de su deseada
imagen la reemplazará, -quién sabe por cuánto tiempo-, en las más íntimas fantasías
de sus seguidores.
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