Las escrituras normativas que pretenden moralizar sobre la conducta humana nos hablan de la obligatoriedad del trabajo. Trabajar es visto en la mayoría de las culturas, como un deber ser, una ética prescritiviva. Como apunta Oswaldo Baigorria, no trabajar o trabajar poco es un asunto de ética y de estética y remite desde la antigüedad al arte de un vivir sabio y más equilibrado.
Por Leonardo Parrini
Por Leonardo Parrini
No deja de ser curioso que en pasajes bíblicos referidos a la expulsión de Adán del Paraíso, se nos condena a ganar el pan con el sudor de la frente, y no se nos castiga a sudar por pensar, por conocer, - nótese que Adán comió del fruto del Árbol del Saber. No obsbante, griegos y romanos menospreciaban la actividad manual como degradante para la humanidad: ars mecánica, ars inferior. La idea de sobrevaloración del trabajo y de productos que el ser humano pueda hacer con su propio esfuerzo, es parte de una ética necesaria para la construcción de la sociedad capitalista. En el ideario de William Morris, al inicio del industrialismo, cualquier otro trabajo es inútil, una tarea de esclavos. Luego la tarea de esclavos, en plena sociedad capitalista, vino de la mano de la esclavitud del reloj, artefacto que reguló el carácter periódico del tiempo como una constante matemática, despojándole su sentido de proceso natural que tenía entre los antiguos chinos que veían en devenir del tiempo un ciclo de la naturaleza, cambios periódicos o estaciones anuales.
En la era industrial los precursores del capitalismo se volvieron rabiosamente conscientes del tiempo, al punto que lo asocian con el oro, - time is money - mercancía que no hay que perder porque perdemos esa otra mercancía llamada dinero. El tiempo mecanizado por el reloj quitó al trabajo su ritmo natural marcado por las cosechas, la recolección o la pesca. Las enseñanzas del Tao evoca el hecho de disponer de un tiempo para no hacer nada asignado por la medida de ese tiempo. A propósito, certera es la apuntación de August Heckscher que nos recuerda el hecho de que raramente el ocio se cuenta entre los elementos de la libertad. No es frecuente decir que el hombre está libre cuando está desocupado. La pregunta de cajón es: ¿hasta qué punto nuestro tiempo libre es libre? Heckscher señala que la gente alterna periodos de vacío y pasividad con aquellos en que actúa bajo diversas formas de compulsión, y concluye en una verdad transparente: falta en el tiempo libre una zona intermedia en que los seres humanos se hallen placenteramente ocupados en cosas gratas, sin presión ni apuro. Parte del tiempo libre es resultado del deseo de escapar del ocio; al que se teme por un prejuicio muy arraigado en la idea de que hay que ser productivo, confundiendo la productividad mecánica de reproducir elementos materiales con el acto de ser creativo.
No es descabellado asumir de nuevo la utopía de Henry Thoreau, que ganar la vida no sea tu trabajo, sino tu juego, gozando de sus frutos sin apropiación compulsiva. El juego es libertario y se adhiere como hermoso vestido a los procesos naturales. El niño y el animal juegan porque encuentran gusto en ello, y en eso consiste precisamente su libertad. Jugamos porque nos sentimos libres y en eso consiste, precisamente la alegría y el gusto por el juego. El juego no es un deber moral, no es una tarea, se juega en tiempo de ocio. Bueno fuera que nuestro trabajo pudiera ser asumido como un acto lúdico, como los efectos de la belleza: armonía y oscilación, contraste y liberación. Oscar Wilde nos dejó escrito que la sociedad perdona con frecuencia al criminal, pero no perdona nunca al soñador, es decir, al juguetón. Mucho de esta cualidad perdió el hombre como víctima del trabajo alienado. De allí que todo intento por moralizar acerca del valor del trabajo, debería redimirlo del pecado social de la explotación, reivindicándolo ante todo nuestro derecho al tiempo libre, al juego productivo, al sueño factible.
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