Los relatos de la llamada ciencia ficción escritos por
los guionistas norteamericanos para el cine o programas de televisión que muestran terribles catástrofes de fin de mundo, ataques extraterrestres o seres
mitológicos que amenazan al imperio, tienen una cualidad hollywoodense singular: la
fantasía desprovista de imaginación. Una fantasía que soslaya la realidad, o
una parte de ella, e inventa un discurso increíble que a fuerza de reiteración,
termina por convencer a los millones de televidentes gringos que diariamente
frente a la pantalla engrosan su cuerpo y su mente con los productos del establishment.
Entre los temas destacados con fantasioso despliegue por los espacios mediáticos
estadounidenses, se encuentran la guerra de las galaxias como politica militar norteamericana de los años ochenta y la supuesta
carrera armamentista nuclear de Iraq, temas que encabezan el ranking de popularidad como productos de la ideología del terror con la que los norteamericanos suelen
asustarse a sí mismos para justificar su propio militarismo, componente
esencial de su geopolítica internacional.
Un
historia de terror real
En esa línea, el caso Julian Assange se perfila en
esta década como uno de los capítulos emblemáticos de esa política basada en la
fantasía sin imaginación que, al final del día termina siendo
cierta de manera tardía, como el cuento del lobo, pero con una dosis de terror
real.
El Departamento de Estado norteamericano siempre
dijo que sobre Julian Assange no existe cargo alguno y que no hay intención de
extraditarlo a los EE.UU. para ser juzgado por delitos de espionaje. Contrariamente, documentos desclasificados por la
contrainteligencia estadounidense señalan que
las autoridades de EE. UU. “definen a Julian Assange como enemigo del Estado”
y a los “WekiLeaks como una amenaza para
la seguridad nacional”.
La clasificación de Assange como enemigo del Estado
aparece en documentos filtrados en el contexto de una investigación que lleva
adelante la Fuerza Aérea de EE.UU. en contra de un
experto en sistemas informáticos, residente en el Reino Unido, sospechoso de
filtrar información y entregarla a WikiLeaks. El mencionado personaje apoyó en
más de una oportunidad a las actividades de Assange en WikiLeaks y, por lo mismo, está en la mira por violar el artículo
104 D del código militar norteamericano que prohíbe “cualquier contacto,
comunicación y correspondencia con el enemigo”, cuya inobservancia supone un
crimen de guerra castigado con la pena de muerte.
Assange, que permanece protegido por asilo
diplomático en la embajada de Ecuador en Londres, sabe perfectamente por
sugerencia de su abogado Michael Ratner en los EE.UU., que la denominación de
“enemigo del Estado” norteamericano es una acusación que involucra graves
consecuencias, ya que “esta categoría implica el
juzgamiento conforme a la ley marcial, lo que significa que el periodista
australiano podría ser asesinado, víctima de ataques militares, o mantenido bajo arresto sin juicio”.
La
última reunión sostenida esta semana en la sede de la ONU en Nueva York, entre representantes de la diplomacia ecuatoriana y británica, el canciller
Ricardo Patiño y el ministro de Relaciones Exteriores británico, William Hague,
no resolvió el impasse de ambos países. Los diplomáticos reiteraron sus
posturas frente al asilo de Assange, quien enfrenta una solicitud de
comparecencia ante la justicia sueca por supuestos delitos sexuales, paso
previo a una eventual extradición a los EE.UU. donde enfrentaría una corte
acusado de espionaje, delito sancionado con la pena capital.
El
caso Assange que irrumpió en el ideario norteamericano como una fantasiosa
narración mediática que se propuso influir en la opinión pública de ese país,
luego de la filtración a la prensa de los documentos que señalan a Assange como
enemigo del Estado, comienza a proyectarse como una
historia de terror real.
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