Por Leonardo Parrini
Las nubes de la Amazonía
ecuatoriana son enormes y se yerguen verticales, como hongos freáticos, sobre
el verde interminable de la selva. Nubes que describen extrañas danzas de
alegóricas gigantografias de vapor, perfiladas contra el anchuroso horizonte
enfilado hacia el sol naciente. En esta región de nubes apoteósicas el Ecuador
funde la difusa frontera suroriental a sus propios sueños amazónicos que, lejos
de ser un mito, bien pueden haber sido, desde siempre y para siempre,
promisoria realidad.
Menudo desafío para el
fotógrafo viajero que recorre la Amazonía cámara en mano: retratar estas nubes
imponentes e imposibles de encontrar en otra latitud del Ecuador, - que simbolizan
la historia natural de la húmeda geografía de la selva -, puesto que cualquier
encuadre es válido y, por lo mismo, la elección antes de obturar se hace
dificil. Todo fotógrafo sabe que mientras menos objetos tiene frente al objetivo, tanto más fácil resulta
componer la fotografía, en ese acto de abstracción que nos devuelve la realidad
en la imagen capturada…“como una permutación de su manera personal de ver el
mundo por otra que la cámara le impone insidiosa” al fotógrafo, según apunta
Julio Cortázar.
No obstante que una de las
mejores formas de combatir la nada es sacar fotografías, - como dice también
Cortázar-, es preciso estar atento de no perder esa foto que se forma en el ajetreo de nubes sobre el cielo amazónico,
y no dejar pasar ese brusco destello de sol entre enormes hongos de vapor de
agua. Cuando uno piensa fotográficamente anda componiendo los encuadres,
seleccionando las profundidades de campo, las nitideces y los desenfoques de
una realidad que se presenta ante nuestros ojos con un orden caótico y armónico
al mismo instante. Aparente desorden que es preciso recomponer y, acaso, en eso
estriba la justificación existencial del fotógrafo.
Pero las nubes amazónicas
plantean otro desafío: registrar el contraste de colores contra un cielo
siempre a contraluz -violáceo, anaranjado-, según la hora del ocaso, no del
crepúsculo porque éste es pura intimidad- mientras que la selva tiene de propio
lo anchuroso y excedido en distancias y profundidades, como el mar que invita a lo colectivo. No en
vano en la selva hay tanto o más bio diversidad que en el mar, solo que
permanece oculta a simple vista bajo las verdes inmensidades selváticas o
marinas.
He ahí un nuevo reto para el
fotógrafo en la selva: aislar en el visor y atrapar con la lente esos seres
milenarios y plenipotenciarios de un orden natural que retoza vida bajo un
follaje indescifrable que, desde la avioneta, es denso manto arborescente
surcado por ríos, como estrías sobre una piel siempre tersa y en perentoria
evaporación. El secreto nativo de las nubes amazónicas radica en el constante
reciclaje natural de humedeces que decretan los aguaceros torrenciales que
suelen azotar la región. Lluvias intempestivas en alternancia con soles
calcinantes que desatan su verticalidad incandescente sobre millones de seres
que habitan la selva.
Esas nubes originalmente
fueron chubasco, cocha y luego hongo vaporoso, majestuoso artilugio gaseoso
suspendido del cielo sobre una tierra fecunda donde la vida bulle en un ciclo
interminable. La vida que el movimiento acompasa, pero que una imagen rígida
destruye al seccionar el tiempo –como dice Cortázar-, sino elegimos la
imperceptible fracción esencial al hacer la foto. Otro desafío al explorar la
selva, cámara en mano, bajo las nubes amazónicas: registrar el rico mosaico ancestral, tanto afanoso trajín animal,
cuánta germinación vegetal en una imagen definitiva, hasta el siguiente
instante, la próxima foto para nunca jamás.
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