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miércoles, 3 de octubre de 2012

UN FOTÓGRAFO EN LA SELVA





























Por Leonardo Parrini

Las nubes de la Amazonía ecuatoriana son enormes y se yerguen verticales, como hongos freáticos, sobre el verde interminable de la selva. Nubes que describen extrañas danzas de alegóricas gigantografias de vapor, perfiladas contra el anchuroso horizonte enfilado hacia el sol naciente. En esta región de nubes apoteósicas el Ecuador funde la difusa frontera suroriental a sus propios sueños amazónicos que, lejos de ser un mito, bien pueden haber sido, desde siempre y para siempre, promisoria realidad.

Menudo desafío para el fotógrafo viajero que recorre la Amazonía cámara en mano: retratar estas nubes imponentes e imposibles de encontrar en otra latitud del Ecuador, - que simbolizan la historia natural de la húmeda geografía de la selva -, puesto que cualquier encuadre es válido y, por lo mismo, la elección antes de obturar se hace dificil. Todo fotógrafo sabe que mientras menos objetos tiene frente al objetivo, tanto más fácil resulta componer la fotografía, en ese acto de abstracción que nos devuelve la realidad en la imagen capturada…“como una permutación de su manera personal de ver el mundo por otra que la cámara le impone insidiosa” al fotógrafo, según apunta Julio Cortázar.

No obstante que una de las mejores formas de combatir la nada es sacar fotografías, - como dice también Cortázar-, es preciso estar atento de no perder esa foto que se forma en el ajetreo de nubes sobre el cielo amazónico, y no dejar pasar ese brusco destello de sol entre enormes hongos de vapor de agua. Cuando uno piensa fotográficamente anda componiendo los encuadres, seleccionando las profundidades de campo, las nitideces y los desenfoques de una realidad que se presenta ante nuestros ojos con un orden caótico y armónico al mismo instante. Aparente desorden que es preciso recomponer y, acaso, en eso estriba la justificación existencial del fotógrafo.

Pero las nubes amazónicas plantean otro desafío: registrar el contraste de colores contra un cielo siempre a contraluz -violáceo, anaranjado-, según la hora del ocaso, no del crepúsculo porque éste es pura intimidad- mientras que la selva tiene de propio lo anchuroso y excedido en distancias y profundidades,  como el mar que invita a lo colectivo. No en vano en la selva hay tanto o más bio diversidad que en el mar, solo que permanece oculta a simple vista bajo las verdes inmensidades selváticas o marinas.

He ahí un nuevo reto para el fotógrafo en la selva­: aislar en el visor y atrapar con la lente esos seres milenarios y plenipotenciarios de un orden natural que retoza vida bajo un follaje indescifrable que, desde la avioneta, es denso manto arborescente surcado por ríos, como estrías sobre una piel siempre tersa y en perentoria evaporación. El secreto nativo de las nubes amazónicas radica en el constante reciclaje natural de humedeces que decretan los aguaceros torrenciales que suelen azotar la región. Lluvias intempestivas en alternancia con soles calcinantes que desatan su verticalidad incandescente sobre millones de seres que habitan la selva.

Esas nubes originalmente fueron chubasco, cocha y luego hongo vaporoso, majestuoso artilugio gaseoso suspendido del cielo sobre una tierra fecunda donde la vida bulle en un ciclo interminable. La vida que el movimiento acompasa, pero que una imagen rígida destruye al seccionar el tiempo –como dice Cortázar-, sino elegimos la imperceptible fracción esencial al hacer la foto. Otro desafío al explorar la selva, cámara en mano, bajo las nubes amazónicas: registrar el  rico mosaico ancestral, tanto afanoso trajín animal, cuánta germinación vegetal en una imagen definitiva, hasta el siguiente instante, la próxima foto para nunca jamás. 

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