Por Leonardo Parrini
Julio Cortázar afirma que las
mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor gran pretexto para no hacer
nada. No se teje como se lee un libro, dice, no se puede volver a tejer como
releer lo escrito, sería un escándalo. Mi madre tejía incansablemente, sin acabar
nunca el tejido. Tejía sentada en el sillón de la sala y lo hacía con una
sonrisa en sus labios, en un gesto de complacencia y complicidad consigo misma.
No podía estar sin tejer, quién sabe si para dilatar la vida o la muerte. Tejía
y sonreía al unísono, y eso es literal, porque al ritmo del tejido sus labios
emitían un sonido ininteligible, sino hasta acercar el oído a su mejilla. Era
un susurro aletargado, leve, una palabra a medio camino entre los labios que
acompasaba con el roce de ambos croché al tejer en una resonancia tenue y
persistente.
Mi madre me había prometido
cierta vez en una carta que tejería un pulóver para la siguiente estación
invernal. Pasaron los inviernos y la prenda nunca llegó a mis manos como fue
su ofrecimiento. Cuando la visité en Santiago en el mes de julio del 2006, confesó
que estaba tejiendo el pulóver prometido. En esa ocasión fotografié sus manos laboriosas
que tejían en una tentativa inolvidable. Sus manos finas, talladas por los años, se habían convertido en bailarinas y danzaban al
ritmo del croché con aquella dignidad que confieren los años a la piel.
Al otro extremo del retal de
extrañas texturas en el trozo de tejido -¿qué otro nombre recibe lo que se teje?,
simplemente tejido,- había un ovillo de lana de regular tamaño que desbobinaba
sin perder volumen por el consumo del tejido. Era la medida de su propia tarea que
transcurría lenta e inexorable. Tuve la certeza fugaz que si el acontecer
dependiera del tejido de mi madre, nunca llegaría el próximo invierno para
recibir el pulóver prometido. Entonces supe que el tiempo puede ser congelado
por la acción de tejer, como un lema de las horas avanzado hacia un solo cauce,
el fin de la existencia. Caí en cuenta que se puede rehusar a la muerte tejiendo,
aplazándola como un trozo de vivencia diferido. Ese era el sentido mismo de su
tejido inacabado.
El invierno que fotografié a
mi madre tejiendo sentada en su sillón era un tiempo implacable, como suelen
ser los inviernos en Santiago. No sabes a qué atenerte ante la posibilidad de
salir a caminar y sentir la lluvia de finos cuchillos helados talándote el
rosto, o permanecer en casa sin hacer nada más que contemplar la lluvia, a
través de los visillos de la ventana. Ese
invierno renació la ilusión de recibir el pulóver terminado, pero fue otra
tentativa sin ocaso, como tantas que he tenido en mi vida de episodios
inconclusos. Fue el último invierno que pasé junto a mi madre. Deseché entonces
para siempre la idea de recibir el pulóver prometido, porque deduje que ella lo
tejía y destejía en una metáfora de su propia existencia. Si se vive la eternidad
en vida, ya la muerte es aplazable.
Mi madre tejió hasta el día
que un derrame cerebral la marginó de este mundo. En estado de coma permaneció
veinte días antes de morir el 24 de febrero del 2008. Cuando recibí la noticia
ese domingo aciago, recordé la idea de Cortázar de que las mujeres tejen cuando
han encontrado en esa labor gran pretexto para no hacer nada. Y esta vez el
cronopio no tenía la razón. Mi madre había tejido como gran pretexto para
sortear a la vida y a la muerte al unísono. El tejido suyo era un acto en
espiral girando, como las manecillas del reloj, en un mismo sentido. Esa tarde
que murió mi madre tuve dos incertezas dolorosas: cómo sería ahora mi vida sin
ella y en qué estado quedaría el tejido inconcluso. Dos interrogantes con una
misma respuesta: mi madre y su tejido inacabado se habían fundido con la nada,
en un trance sin escalas hacia la eternidad.
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