Por Manuel Calisto
“Mis papás eran bien farristas, asi que generalmente los viernes había fiesta en la casa. La niñera trataba de que me duerma, pero en la sala sonaba “…Bartolo, Bartolo, Bartolo, el que no se casa se queda muy solo…”, el disco de Los Tíos Queridos o “El órgano melódico de Eduardo Zurita”. En los viajes a la playa en el auto ponían esos cassettes enormes (cartuchos en realidad), y el 504 azul se llenaba de Charles Aznavour, Silvana di Lorenzo, James Last o las rumbas de Peret. Mi hermano mayor escuchaba Pink Floyd, los Doors, Zepellin, Santana, Mercedes Sosa, es decir, lo normal para un adolescente de los setentas.
Mientras tanto yo, el fenómeno, pedía que me compren discos de música clásica o que por mi cumpleaños me lleven a un concierto en el Sucre. Chopin, Mozart, Bach me transportaban a las épocas en las que me hubiera gustado vivir. Odiaba vivir en esta época y todo lo moderno me parecía horrible (todavía me pasa lo mismo). Strauss me hacía sentir lo que a un adolescente normal le hubiera hecho sentir ACDC. Lo que no encontraba, grababa de la radio, generalmente de la HCJB, que era la única que programaba música instrumental además de la clásica, asi que mi colección empezó con discos y cassettes de esa música, que utilizaba como banda sonora de mis radionovelas o de mis cortos. Más claro, desde pequeño la música ya me contaba historias. Creaba la historia y le ponía música o al revés, escuchaba una pieza y me imaginaba la historia. Escribía guiones y dibujaba storyboards guiado solo por la música que iba a utilizar. Los movimientos de cámara, los fundidos, los acercamientos, todo estaba clarísimo en mi cabeza gracias a lo que la música me dictaba. Los cassettes que utilizaba (y que todavía conservo) estaban prolijamente clasificados. Las etiquetas dicen “música chistosa”, “música de terror”, “música de acercamiento”, “música de ciudad”, obviamente “música feliz” o “música triste” y muchas más.
Como mi hermano es diez años mayor que yo y como yo no era muy amiguero, bastante de mi niñez y adolescencia pasé buscando música incidental para mis historias perfectamente (según yo) musicalizadas. Gracias a discos como Hooked on Classics o The best of the Andrew Sisters mis ideas se ajustaban a la atmósfera que creaba, que en realidad era muy parecida a la de las películas de los cuarentas de las que siempre he sido fanático. Con grabadora en mano (no con micrófono, porque mi grabadora tenía el micrófono incorporado) grababa la música de las películas de Tin Tan, de Libertad Lamarque, de María Felix y muchas de la insuperable argentina Nini Marshal, la mejor comediante que he visto. En todo lo que hacía yo quería recrear la pulcritud sonora y fotográfica de esas películas, con historias de vidas ingenuas, casi sin mancha, y con unos problemas tan trágicos como inocentes.
Con el advenimiento del cd mi trabajo se hizo más fácil. ¡Podía poner la canción que quería sin adelantar ni retroceder! Comenzó a ser más fácil encontrar música y me llené de soundtracks. Para eso, las bandas sonoras de las películas de Almodovar son una maravilla. Encuentras cosas viejas, nuevas, versiones de lo que ya has escuchado y las incidentales, que siempre son dramáticas y seductoras.Esa es, más o menos, la música que ha acompañado mi vida, y para ser sincero, combinó bien con los eclécticos momentos que me ha tocado vivir. Tengo muchos discos favoritos, pero entre los más sonados en mi vida está el soundtrack de A Zed and Two Noughts de Peter Greenaway, el de Run Lola Run, todos los de Almodovar, el de Eat y Kiss de Andy Warhol, el de Underground, el de Mississipi Burning, el de Bleu y el de La Ultima Tentación de Cristo”
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